viernes, 20 de septiembre de 2013

Pida la palabra pero tenga cuidado

Cuando el catedrático doctor Lastra tomó la palabra, ésta le zampó un mordisco de esos que dejan la mano hecha moco. Al igual que más de cuatro, el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas, mientras que asa exige pasar delicadamente los dedos por debajo como cuando se blande
una tostada antes de untarle la manteca con vivaz ajetreo.
¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como un rabanito, pero con todos los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima? De abajo, como quien empuña una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir adelante doctor Lastra.
Julio Cortazar

Romance Sonámbulo


A Gloria Giner y a Fernando de los Ríos
Verde que te quiero verde. 
Verde viento. Verdes ramas. 
El barco sobre la mar 
y el caballo en la montaña. 
Con la sombra en la cintura 
ella sueña en su baranda, 
verde carne, pelo verde, 
con ojos de fría plata. 
Verde que te quiero verde. 
Bajo la luna gitana, 
las cosas le están mirando 
y ella no puede mirarlas.

Verde que te quiero verde. 
Grandes estrellas de escarcha, 
vienen con el pez de sombra 
que abre el camino del alba. 
La higuera frota su viento 
con la lija de sus ramas, 
y el monte, gato garduño, 
eriza sus pitas agrias. 
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...? 
Ella sigue en su baranda, 
verde carne, pelo verde, 
soñando en la mar amarga.

Compadre, quiero cambiar 
mi caballo por su casa, 
mi montura por su espejo, 
mi cuchillo por su manta. 
Compadre, vengo sangrando, 
desde los montes de Cabra. 
Si yo pudiera, mocito, 
ese trato se cerraba. 
Pero yo ya no soy yo, 
ni mi casa es ya mi casa. 
Compadre, quiero morir 
decentemente en mi cama. 
De acero, si puede ser, 
con las sábanas de holanda. 
¿No ves la herida que tengo 
desde el pecho a la garganta? 
Trescientas rosas morenas 
lleva tu pechera blanca. 
Tu sangre rezuma y huele 
alrededor de tu faja. 
Pero yo ya no soy yo, 
ni mi casa es ya mi casa. 
Dejadme subir al menos 
hasta las altas barandas, 
dejadme subir, dejadme, 
hasta las verdes barandas. 
Barandales de la luna 
por donde retumba el agua.

Ya suben los dos compadres 
hacia las altas barandas. 
Dejando un rastro de sangre. 
Dejando un rastro de lágrimas. 
Temblaban en los tejados 
farolillos de hojalata. 
Mil panderos de cristal, 
herían la madrugada.

Verde que te quiero verde, 
verde viento, verdes ramas. 
Los dos compadres subieron. 
El largo viento, dejaba 
en la boca un raro gusto 
de hiel, de menta y de albahaca. 
¡Compadre! ¿Dónde está, dime? 
¿Dónde está mi niña amarga? 
¡Cuántas veces te esperó! 
¡Cuántas veces te esperara, 
cara fresca, negro pelo, 
en esta verde baranda!

Sobre el rostro del aljibe 
se mecía la gitana. 
Verde carne, pelo verde, 
con ojos de fría plata. 
Un carámbano de luna 
la sostiene sobre el agua. 
La noche su puso íntima 
como una pequeña plaza. 
Guardias civiles borrachos, 
en la puerta golpeaban. 
Verde que te quiero verde. 
Verde viento. Verdes ramas. 
El barco sobre la mar. 
Y el caballo en la montaña.

Federico Garcia Lorca
2 de agosto de 1924

viernes, 13 de septiembre de 2013

La hija de la Virgen María (Hermanos Grimm)

A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo:

-Soy la señora de este país; tú eres pobre y miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella.

El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio.
La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla.
Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y le dijo:
-Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego estas llaves de las trece
puertas de palacio. Puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercera que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias.
La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Se llenaba de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No le quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que le dijo a los pajes que la acompañaban:
-No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija.
-¡Ah, no! -dijeron los pajes-, sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia.
La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarle descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí:
-Ahora estoy sola, y nadie puede verme.
Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y le dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que lo lavó muchas veces.
Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo:
-¿Has abierto la puerta decimatercera?
-No -contestó.
La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Sin embargo le dijo otra vez:
-¿De veras no lo has hecho?
-No -contestó la niña por segunda vez.
La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarlo la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y le dijo por tercera vez:
-¿No lo has hecho?
-No -contestó la niña por tercera vez.
La señora le dijo entonces:
-No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio.
La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto.
Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirle de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar.
Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Se gastaron al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.
Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y le dijo:
-¿Cómo has venido a este desierto?
Pero ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo:
-¿Quieres venir conmigo a mi palacio?
Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en los brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde le dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.
Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así:
-Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido.
Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente:
-No, no he abierto la puerta prohibida.
La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella. Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y le dijo.
-Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo.
La reina contestó lo mismo que la vez primera:
-No, no he abierto la puerta prohibida
La señora cogió a su hijo en los brazos y se lo llevó a su morada. Por la mañana, cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérselo comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó que no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.
Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo:
-Sígueme.
Le cogió la mano, la condujo a su palacio y le enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, le dijo la señora:
-Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos.
La reina contestó por tercera vez:
-No, no he abierto la puerta prohibida.
La señora la volvió a su cama, y le tomó su tercera hija. A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz:
-La reina es ogra, hay que condenarla a muerte.
El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón.
-Si pudiera -pensó entre sí- confesar antes de morir que he abierto la puerta...
Y exclamó:
-Sí, señora, soy culpable.
Apenas se le había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se le apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que le habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad:
-Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado.
Le entregó sus hijos, le desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.