Una noches, hallándonos comiendo en una casa de Tacurú-Pucú (Misiones), sentimos un inusitado tropel de ratones por el techo, y vimos caer unas cucarachas y grillos sobre la mesa; inmediatamente corrió el grito: “¡La corrección!, ¡la corrección!”, y todos salimos afuera.
Un inmenso ejército de hormiguitas había invadido la casa por un costado y avanzaba amenazador, sin que nada le detuviese, recorriéndolo todo, y continuamente percibíamos el ruido de algún cuerpo que desde el techo caía: cucaracha, grillo, araña, etcétera.
Aquel bochinche diminuto, que debería ser terrible con un micrófono, aumentaba; parecía una ciudad tomada por asalto; las horribles hormigas, en masas compactas, subían, bajaban, lo registraban todo en su marcha, y ¡ay del animal que encontraban por delante!: miles se le prendían en las patas, en el cuerpo, en la cabeza, por todo, mordiéndolo con furor.
Aquella avalancha liliputiense era inexorable, limpiaba y seguía limpiando de huéspedes incómodos.
Una hora después, el ejército abandonaba la plaza conquistada, para empezar en otra su tarea benéfica. Tuvimos suerte, porque si nos agarra en cama, hubiéramos debido necesariamente escapar en paños menores.
Allí dicen que si el hombre no se mueve mientras la corrección le pasa por encima, no lo muerden; pero ¿Quién puede resistir impasible aquella cosquilla sombría de miles de hormigas que durante un cuarto de hora se divierten en pasearse por el cuerpo, por la cara, por el pelo, etc.? Se necesitaría tener no sólo sangre de pato, sino también ausencia completa de sensibilidad en la piel.
Muchas personas, cuando encuentran la hormiga de corrección, la convidan para que pase por sus casas para que las limpie; algunos lo hacen en versos como estos:
“Hormiguitas, hormiguitas,
pasen por casa juntitas,
para limpiar los rincones
que están llenos de ratones.”
Y aseguran que la corrección acepta la invitación y pronto se aparece en la casa a prestar sus servicios.
Otros, por el contrario, creyéndolas inútiles, y por evitarse el fastidio de tener que saltar de la cama a deshoras de la noche, rodean la casa con ceniza, o, cuando las encuentran, hacen una cruz delante de ellas, en el suelo.
Lo cierto es que una vez que se retiran, dejando la casa sin bichos, no se puede cantar victoria, porque los fugitivos, pasado el peligro, vuelven a ocupar sus puestos de costumbres.
Juan B. Ambrosetti
En: Letras p. 161-162
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