sábado, 4 de abril de 2015

El alfarero

Todas las mañanas, antes que la claridad comenzara a delinear el borde de las montañas, ya estaba en pie; últimamente, aun en las horas del sueño, sus párpados se negaban a reposar y desde su yacija contemplaba la noche –soberana antes– doblegarse y clarear poco a poco. Conocía e individualizaba todos los ruidos de la noche, los diversos crujidos de la madera seca y de la madera verde y viva que crece imperceptiblemente, el rumor de los pequeños bichos, el salto y la caída fofa y amortiguada de los sapos en el piso, cazando moscas; los bufidos de las grandes bestias que pastaban en la falda del cerro junto al pantano maloliente. Desde niño conocía todo eso, cuando la imagen del fuego encendido en el sollado, que no debía dejar morir, lo mantenía pensativo y despierto o le poblaba el suelo de luces frías, de blancas cenizas aventadas. 
Rondaban los murciélagos en la casa y las lechuzas anidaban en la gran cúpula de paja del sobretecho. Ya era demasiado viejo y la mayoría se había marchado a otras tierras; o todos habían muerto. Salvo algunos, entregados cada quien a sus cosas; nadie acudía a la plaza ni caminaba por las veredas y, en las calles –sembradas de grandes hoyas, algunas colmadas de agua negroverdosa– muy de vez en cuando se atropellaban a la carrera grupos de caballos que descendían de las lomas vecinas. 
El hombre permanecía en su habitación semiderrumbada, junto al gran pozo de piedra y al fogón; y prefería, a causa de sus ojos, o de sus párpados debilitados, trajinar temprano de madrugada, o al caer la tarde y el resto del día sólo era propicio para el recuerdo, unos recuerdos oscuros de cuando casi todos se fueron, temerosos, no bien aparecieron esas manchas claras, que después se volvían parduzcas, entre los dedos y en las axilas, y estallaban derramando un líquido claro y tibio como lágrimas, como si el cuerpo se llenara de ojos y de lágrimas. Él y otros los habían visto irse, los contemplaron desde atrás, sin decir palabras nuevas –el último era un niño, el único de entre ellos– caminando sin hablar, con movimientos cautelosos, atravesar el bosque destruido por el fuego, perderse en el sendero, bordear el maloliente pantano y desaparecer. 
Ahora un pavo real gorgoriteó, tornasolado y blanco, hacia los fondos, afuera e inmediatamente el hombre lo vio desplazarse rápido y certero y en seguida vio en su pico algo que se retorcía y luchaba en vano por desasirse; también distinguió sus ojos fríos y crueles y su plumaje azul. Después el hombre se miró las manos grandes y hábiles, que no habían practicado la agricultura ni manejado el arado; unas manos vivas y sensibles, de cazador; las contempló mientras de cuclillas se mojaba la cabeza en el agua de la acequia; pero no pudo ver su cara. 
Había abandonado el lecho de pajas muy temprano y camino de la acequia, escuchó un rumor en el cielo, hacia el naciente. Ahora en el curso del agua se contemplaba las manos; el rumor se hizo mayor y él, estremecido de pavor inmemorial, miró al cielo; pero allí sólo estaba la claridad deslumbrante y con esas mismas manos grandes recaudó sus ojos. El rumor se hizo estridente y en pocos segundos recorrió la parábola del cielo y se perdió sordo, detrás de las montañas del oeste. El pavor desapareció. 
El hombre entonces uniendo sus manos hizo un cuenco, primero torpemente y luego con más destreza; una especie de voz o de gorjeo salió del fondo de su garganta y siguió experimentando hasta lograr transportar cantidades de agua a varios metros de la acequia. Al día siguiente, imitando en arcilla el cuenco de sus manos, hizo un cuenco y lo puso a secar en el sollado. Y a partir de entonces sus noches volvieron a poblarse, no de ruidos sino de formas, cuyos moldes, de día, iban acumulándose sobre el gran poyo de piedra. 
La voz corrió y los otros hombres, en silencio, acudían a distintas horas a espiar, escondidos, la obra del alfarero, a escuchar a la distancia el rumor de ese aparato de pronto creado, entre las piernas del alfarero. Pasaron muchos días, un invierno de vientos y un verano de vientos, y volvió a llegar el tiempo de la luz sosegada cuando el hombre, cansado tal vez de esas formas, una mañana quiso ir más allá. Se levantó mucho antes que apareciese la claridad y andando cauteloso, con paso casi vertical, en uno de sus cuencos trajo agua de la acequia y con esa agua primera comenzó a amasar el barro; sus manos, más grandes y entusiasmadas que de costumbre, parecían comenzar a moverse solas, como dos pájaros, aunque unidas por un solo ritmo secreto y concertado como si repitieran una lección remota; la arcilla se doblegaba entre esos dedos grandes y los dedos se hacían más y más sensibles, se alargaban, recorrían suave, vertiginosamente la piel mojada y virgen de la arcilla, de pronto se enroscaban y volvían a ponerse tensos, las palmas de sus manos se volvían cóncavas y convexas; el trabajo continuó a lo largo del alba. Pero cuando el sol salió francamente y su luz iluminó los detalles del patio y las lombrices ciegas surgieron de la tierra y el pavo real comenzó a atraparlas con certeros picotazos, el alfarero sintió algo distinto: como si sus manos fuesen menos rápidas que la arcilla que modelaban, como si la arcilla de pronto comenzara a latir y a moverse, caprichosa, indócil y obediente entre sus dedos y fuese más cálida y más suave y comenzara a elevarse, a crecer. De pronto él apartó sus manos y contempló lo que estaba en la mesa del torno; retrocedió unos pasos y volvió a contemplarlo; entonces por primera vez retiró los obstáculos y dejó en libertad a la luz que penetró mansamente, coloreando las cosas de adentro, y así las pajas de la yacija fueron doradas, el suelo pardo, rojas las palmas de las manos del hombre. Y lo que estaba allí, sobre el torno, recién modelado, se remodelaba continua y perpetuamente y adquiría formas, se aplastaba y se elevaba con la luz y proyectaba luces infinitas; entonces las barbas del hombre comenzaron a entreabrirse en el tajo de su boca, sus ojos se contagiaron con la luz que proyectaba esa forma, los infinitos fuegos de la arcilla, y el hombre, que ya no estaba solo, junto al pavo real y a la lechuza, a la vista subrepticia de los demás, olvidado de sus llagas, del sueño imperturbable, cayó de rodillas a los pies del torno y después levantó ambas manos y en sus manos pudo verse una luz, esa luz suave, intensa y clara que sus propias manos acababan de crear. 
Héctor Tizón

5 comentarios:

  1. alguien me puede explicar la historia porfavor no la logro entender y es necesario

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    1. Hola.
      Realmente no podría darte una explicación clara del cuento; si podría decirte que lo publiqué por que de alguna manera me parece una historia melancólica.
      La historia de un anciano que vive en un pueblo abandonado, pobre, donde los habitantes parecen estar un universo sin tiempo, un pueblo fantasma, cada ser está en su mundo, no hay contactos; el mismo anciano vive echado recordando los días que pusieron fin la vida de la población.
      Hasta que de repente siente un rumor que lo llama a vivir, a trabajar, y vuelve a la arcilla, a la alfarería, y con ello trae la interacción (aunque sea para espiarlo a él) de sus vecinos...
      Creo que el final de del cuento, la arcilla que se remoldea en luz, puede significar el pueblo que vuelve a la vida por él, por esa actividad que llamó a los demás a salir de su encierro y volverlos a la actividad... O sólo representar la muerte del anciano, el rumor es la muerte, y todo lo que pasa después es solo una ilusión de su alm...

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  2. Pueden esplicarme breve mente el cuento

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  3. Tengo que dejar un final pero no puedo entender el cuento me podrían ayudar

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