sábado, 4 de abril de 2015

El señor de la peña

El palacio, deshabitado hace veinte años, se alzaba en peñón a la salida del pueblo, donde los vientos lo rodeaban persiguiéndose en sus juegos salvajes y donde el mar rompe los puños infinitos en su larga querella que no termina nunca. 
Los reparadores lo repararon un mes antes y enseguida llegaron veinte camiones cargados de muebles para las veinte habitaciones de la casa, el camino a muchas de las cuales se ha perdido. 
El portero, la cocinera, el jardinero y la camarera, contratados previamente por el nuevo dueño, los vieron llegar apoyados en el muro del portal. Deben ser un regimiento –suspiró la cocinera. Y los otros asintieron con los cabezas, melancólicos. 
Pero al final de la procesión no venía sino un solo automóvil y, dentro, sólo el nuevo Señor de la Peña. Menos mal –suspiró el jardinero. Y la camarera propuso, fervorosa: Así sea

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Es un muchacho, un verdadero niño –dijo la camarera arreglándose el pelo y procurando verse, de costado, en el vidrio de la despensa. Bueno –dijo el jardinero, dejando la boina sudada sobre la mesa de la cocina y secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo y gualda. Un niño con cara de viejo. ¿A quién se le ocurre...? Y procedió a contar cómo el Señor de la Peña se había empeñado en que él escondiese los tiestos de las rosas entre las hojas de la palma. Además –agregó, mirando significativamente a la camarera–, apenas puede tenerse en pie. Claro –repuso ella, furiosa– con el dolor que le ha dado en la espalda al pobrecito. 

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Es un bendito de Dios –afirmó el portero, que era también valet del Señor de la Peña–, ahí metido entre sus libros, con esas ropas que parecen de cura, y siempre “me hace usted el favor», «tiene usted la bondad», «tantísimas gracias”. Si hasta me pidió perdón cuando le derramé el café encima. La cocinera se puso en jarras: ¡Ropas de cura! Todo sucio y con las botas... Un tártaro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme el ron, las palabrotas, total por nada. ¡Eh! ¡Ni mi difunto marido! Vaya, vaya –dijo el portero, contando distraídamente unas monedas–, un momento malo lo tiene cualquiera.

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Un viejo –dijo el jardinero descargando el puño sobre la mesa–, digo que es un viejo y que es una desgracia que le estés detrás. ¡Óiganlo! –chilló la camarera–. ¡Un viejo! ¡Viendo visiones! Si lo dice por el modo de pensar, está bien, que por otra cosa... Bueno –intervino el portero, conciliador–, un poco calvo y ya duro, pero no tanto como viejo. Como es rubio... ¡Calvo y rubio! ¡Negro, un indio! – cortó la cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando el portero, que ha leído un poquito y es, en suma, un intelectual, detuvo el brazo armado de la cocinera y reclamó atención y calma. Esto es muy extraño –dijo–. Parece que hablamos de cuatro personas distintas. Y pensándolo un momento, los cuatro juntos no lo vimos más que una vez, a su llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo podía ser oso. ¿Habrá tres impostores en la casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo, ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de dejar allí.
Pero la cocinera propuso que fuesen primero por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor, se asomen los cinco por la ventana del estudio. 

El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa, pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto respaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza de la claraboya. Si ése es el Señor, es un muchacho –dijo el asombrado jardinero. La camarera se cubrió la cara con las manos: Tenías razón, es un viejo horrendo –dijo. El portero dio un paso atrás, persignándose: Es un puro demonio. La cocinera, cruzadas las manos sobre el delantal, miraba al Señor de la Peña beatíficamente. Entonces el policía, que daba muestras de impaciencia, le tiró malhumorado de la manga: ¿Qué estás tú mirando? Ahí no hay nada más que una silla vacía.

Eliseo Diego

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