Con los años que cumplís ya puedo hacer un ramo: doce. Una docena, Verónica. Te compré una pollera larga hasta el suelo y unas sandalias con las que me alcanzás. Hermanas en altura. La gente te mira ya como a una muchachita. A nadie se le ocurre protegerte cuando cruzás la calle, ni despacharte última en el almacén o en la tienda, como les hacen a los niñitos.
“Una hija MUJER”, me dicen los que nos conocen, y yo asiento, bien educada, sin replicarles que no sé bien qué es MUJER, mujerona, señora, adulta, grande…, por que me prometí no pasar de adolescente, y cumplo mis promesas.
He gastado caminos y he gastado zapatos, me he dado con la cabeza contra las paredes, pero nunca aprendí tanto como en estos doce años en los que anduvimos juntas. Empecé caminando con pasitos de flor, alzándote con miedo, sintiéndote tan mía y tan extraña al mismo tiempo. Vos me fuiste enseñando qué hacer en cada caso. Ibas creciendo y yo crecía con vos. Me llegabas al muslo, a la cintura, al hombro… Ahora, a veces, hasta me protegés, hasta me das consejos.
Vos me enseñaste lo que es una madre. Eso era algo que yo desconocía. La última vez que yo llamé mamá y me respondieron, tenía ocho años. Y después, nunca más.
A veces, con miedo, grité desesperada “Mamá, ayudame”: la noche en que naciste, la tarde que perdí al bebé, en Barcelona, la mañana de noviembre que me operaron.
Y vos me respondiste, mi Verónica.
Cuando naciste con un llanto “aquí estoy”.
En Barcelona, rodeándome con tus bracitos y pidiendo “Que no te pase nada, que no te pase nada”. Y en noviembre del año pasado mostrándote serena, y por debajo de la serenidad, ese temblor que tan bien reconozco.
Así que me enseñaste que una madre es respuesta,
que una madre es camino,
que una madre es un puerto.
Respuesta que no miente, que aclara y serena.
Camino que va recto hacia su destino.
Puerto que no corre tras los barcos, sino que los espera y los recibe.
Yo negaba un poco que ibas creciendo. Crecías en el largo de los ruedos y en el número de los zapatos… pero la vez que me di cuenta de que ibas dejando el claro país de la infancia fue hace dos veranos, cuando pasamos frente a una calesita… y no pediste subir. A tu papá y a mí nos dieron unas ganas locas de llorar.
Un ramo. Doce años. Doce colibríes. Doce rositas de azúcar.
¿Cómo serás cuando seas grande? Te reconozco desde ya : capaz de soportar las heridas que te hagan, pero incapaz de herir.
Esgrimiendo la justicia como una vara de nardos.
Segura de lo que querés. Segura de lo que no querés.
Un ramo. Doce años. Doce jazmines. Doce espadas.
¿En qué nos parecemos?
Yo tan temerosa. Vos tan firme.
Yo tan enamorada de las letras. Vos tan enamorada de la vida.
Yo sin saber nadar. Vos buceando piedritas bajo el agua.
Yo solitaria. Vos colgándote un collar de amigas.
¿En qué podemos parecernos, habiendo tenido vidas tan distintas?
Yo no quiero que te parezcas a mí, que puedan humillarte, que puedan hacerte sufrir, que recibas el cariño como un milagro o un premio, que pienses que solamente tenés que dar y lo que te den deberás devolverlo con creces.
No, no quiero que te parezcas a mí, tan neblinosa, tan necesitada de afectos. Quiero que seas esa lámpara encendida que da luz a los que amás y a los que te aman.
Doce años, Verónica. Doce campanitas.
Una docena de veranos. Un ramito de lluvias de cristal.
Ya has dejado de ser una nena para todos los que te ven.
A nadie se le ocurriría regalarte una muñeca.
A partir de ahora serás chiquitita solamente para mí.
Chiquitita nada más que para mamá.
Chiquitita que te tapo, que hace calor y te destapo, que te saco el pelito de la frente, que guardo tu primera batita, el primer dientito que se te cayó…
Chiquitita para mí, que te miro y te veo así de grande como estás hoy, y al mismo tiempo así de chiquitita como eras.
Y siempre se estarán superponiendo las dos imágenes en mi corazón, de hoy en adelante. Y de hoy en adelante serás… serás más mía que nunca, chiquitita.
Poldy Bird
de su libro “Verónica Crece”.
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