lunes, 10 de abril de 2017

La fotografía

A mi madre 
Ayer fui a la casa de tía Sara, esa tía que fue un poco tu madre, mamá. Y me dio el regalo que me había prometido para mi casamiento: una fotografía tuya enmarcada en plata, una fotografía para poner sobre mi tocador y verte todos los días. 
No es “la fotografía de la madre” que la mayoría de los hijos que ya la perdieron tienen en un lugar de la casa; es una fotografía muy particular: la que retrató tus dieciocho años con una carita de pichón asustado y alegre al mismo tiempo, con un gran sombrero negro que te tapa un ojo. Y con una historia. 
—Tu mamá iba con unas amigas... En frente de la plaza tenía su estudio un gran fotógrafo que se especializaba en retratos artísticos. Ella llevaba un sombrero negro y un vestido azul-celeste que yo misma le hice. Era un lindo vestido con graciosos pliegues que recogía un ancho cinturón. El hombre estaba parado a la puerta del negocio y al verla pasar la llamó: “Venga mañana con este sombrero y este vestido y le tomaré una foto”, le dijo. 
Tu madre llegó toda ruborosa y divertida, y entre risitas y arreboles me contó lo ocurrido. “¿Qué voy a hacer, tía Sara?”. “Mañana vas a ir con Neneca, por supuesto”. 
Él le tomó la foto, la puso en la vidriera y le regaló esta copia más pequeña. 
Eras muy linda, madre. Realmente linda. 
Tenías dieciocho años, hacía poco que te habías puesto de novia con papá. Un año después te casaste con él y cuando tenías veinte años nací yo. Once meses más tarde, Martita, y dos años y medio después, Noralí.
Ese rostro de niña tomó caracteres más adultos; te imagino corriendo tras nosotras (yo que solo tengo a Verónica y a veces ni sé cómo puedo darme tiempo y maña para ser mamá y muchas cosas más, adoro tu cansancio y te entiendo cada vez mejor). 
Te imagino azorada, temerosa, con los minutos contados, el puré que se quema sobre la hornalla, tus versos embarullados sobre el escritorio. Esas coplas que leía por sobre tu hombro mientras las escribías, alegre y rá- pida con la máquina ruidosa, sentada como Buda en el borde de tu cama. 
Me gustaba tu máquina, su ruido; me gustaban tus coplas, sobre todo esas que hablaban de Entre Ríos, tu provincia añorada en los trajinados días de Buenos Aires. 

Mi infancia de sol y río 
jugando a la ronda está, 
cielo arriba y cielo abajo 
de flor de jacarandá. 

Me gustaba tenerte cerca, y te tuve tan poco... Trabajabas afuera, tenías cátedras de castellano y francés en algunos colegios. Claro, ¡tres nenas! y ustedes dos tan jóvenes... Había que pensar en la casa, en los zapatitos, en el porvenir multiplicado por tres. 
Yo te decía “Mamita, no te vayas”, y muchas veces lloraba. “Llevame con vos”.
No, no podías, claro. Cuando me llevaste una vez a tu clase del Normal, las chicas hicieron un revuelo y se pasaron toda la hora mimando y entreteniendo a “la hijita de la profesora”. 
Algunas noches yo soñaba que no estabas conmigo y me despertaba gimoteando. 
Quizás al día siguiente hayan sido más cansadoras e interminables mis súplicas para que te quedaras. Pero, ¿cómo explicártelo si mis palabras apenas alcanzaban para nombrar lo imprescindible? ¿Y cómo ibas a imaginarte, tan joven, con tantos sueños, con tantas cosas por hacer entre las manos, que a los veintinueve años un tren iba a inaugurar para todos una triste palabra: NUNCA? 
Regresabas a casa, ibas hacia la vida y la muerte te salió al encuentro. 
Me habías prometido una caja de papel de cartas con muñequitos. Papá te estaba esperando para ir no sé adónde y lo llamaron por telé- fono para decirle que habías tenido un accidente.
—¿Un accidente? ¿Mi señora? ¿Dónde está? 
—Mamá... ¡mamita! 
Él salió volando. Quise llorar. Pero no, ¿para qué llorar? A una mamá nunca le pasa nada. No puede pasarle nada. A mi mamá no. 
Habría escuchado mal. No se deben escuchar las conversaciones de los mayores, y menos cuando hablan por teléfono. El castigo por haber hecho algo malo era ese: entender otra cosa, confundirme.
Pero no viniste esa noche. Ni a la mañana siguiente. Ni a la noche siguiente. 
Y alguien nos dijo: “Mamita se fue al cielo”. 
¿Te das cuenta? 
Las tres tan chiquitas (ocho, siete y cinco años) y “mamita se fue al cielo”. 
Al cielo. Absurdo. No lo entendimos bien. 
Me habías prometido papel de cartas con dibujitos. Hacía frío y Martita se destapaba de noche, ¿quién iba a taparla? ¿Y Noralí, con esas manitos y ese copete y todas esas preguntas que tenías que contestarle? 
No. Era mentira. Estaban equivocados. 
En cualquier momento ibas a aparecer en el vano de la puerta, riéndote, con el cabello rubio y corto, joven, jovencísima y linda, y dirías: 
—Vieron, aquí estoy. ¿Se asustaron mucho? Oh, tontitas... ¡una mamá nunca se va del lado de sus nenas! 
Pero pasaron muchos días y muchas noches y, por más que infinidad de veces se me apuró el corazón cuando sonaba el timbre de la puerta de calle, no volviste. 
Y entonces supe que la muerte era una cosa para siempre y que de allí no regresa nadie. 
Han transcurrido años. Tus nenitas son mujeres. Y hay dos nietas, mamá. Una gorda de dos años que se llama Verónica y una chiquitina de cinco meses que se llama Silvina. Silvina, la nena de tu nena menor. 
Con algunas lágrimas y algunas alegrías y algún sacrificio, con algunas de todas esas algunas cosas que componen la vida de todos los seres, hemos llegado adonde querías que llegáramos. 
Seguramente ya lo sabes. Porque tus ojos no se habrán despegado de nosotras, claro. 
Tu fotografía sobre mi tocador... Una foto distinta. Qué linda eras. 
Verónica la mira con curiosidad. Es una haragana y todavía no habla mucho.
—¿Mamá? —me pregunta, estirándose para tocarte. (Para ella todas las mujeres son “mamá” y todos los hombres son “papá”). 
—Sí —le digo—. Es una mamá. La mamá de mamita. Es tu abuela... ¿No te parece linda? Todos los chicos tienen abuelas con canas, con alguna arruga... Vos no. Tenés una abuelita chiquilina con un sombrero negro que le tapa un ojo... 
Verónica me tira del brazo, quiere llevarme a la cocina para que le dé un “plapla” (caramelo, en su idioma). 
Le tengo mucha paciencia. Es absorbente, inquieta, pedigüeña; no me deja un segundo en paz.
Cuando llego a casa, al mediodía, después del trabajo, se me pega y no se separa de mí por nada. 
Y yo la dejo hacer. Y la secundo. 
Que me tenga, que me tenga mucho. 
Que se llene de mí. Que me respire. Que me toque. Que me obligue a quererla con toda mi alma y mi cuerpo también. Que me diga “mamita, no te vayas”, que me lo diga para que yo me quede. 
Quiero darle todo mi tiempo, responder a todas sus preguntas. Porque no sé cuánto estaremos juntas... ¿un día más, un año más, cien años más? Eso nunca se sabe. 
Tengo que apurarme a dejarle mil años de mi amor... y alguna foto. Una linda fotografía que la haga pensar, cuando yo no esté, que fui chiquita y niña y adolescente y joven y mujer y madre, y triste, alegre, plena. 
Un ser humano, muy parecido a ella, a quien puede querer y comprender, no solamente recordar y venerar. 
Mamá: qué buena idea tuvo el fotógrafo que te hizo este retrato. 
No me regaló un recuerdo, me regaló una chica enamorada que después creció, me acunó entre sus brazos, escribió coplas... y ahora es la abuela más joven y más linda del mundo.
Poldy Bird

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