jueves, 25 de enero de 2018

Los callados

VIII. PAUSA TRES: 
(PARA INICIAR EL CANJE, CON UNA
 HISTORIA DE CUCHILLEROS)
Los callados
Borges, el lugar donde ocurrió lo que ocurrirá no tiene nombre. Ni eso.
Estaba empezando el siglo, iba por su tercer día. Pero allí era como si nada.
No espera adiciones de metáforas o de paisajes porque allí, donde ocurrió lo que ocurrirá, la rutina de la pobreza lo había carcomido todo. Hasta las furias, hasta las pasiones, hasta las venganzas, hasta las envidias.
Pero dos hombres se obstinaban en recordar que lo eran: Hormiga Cruz y Serafín Soler.
Tenían fatalmente que enfrentarse, porque eran los únicos que conservaban un residuo de coraje, y extrañaban el agrio sabor del peligro.
Hormiga Cruz y Serafín Soler memorizaban cuidadosamente el hábito de expresarse mejor con la velocidad del acero.
No se buscaron.
No hubo provocador en esta contienda (detalle inusual que usted, Borges, sabrá valorar como nadie en el mundo).
No se buscaron porque no hacía falta.
Cierto día, el irrevocable azar los juntó: el sol los alumbró en la puerta del mismo almacén.
Se miraron hondo. Se aquietaron con la mirada. No se dijeron nada.
Serafín Soler entró no más al almacén, compró tabaco y fosforo. Pero se veía que venía por otra cosa.
Hormiga Cruz entró también al almacén, compró gomina para el pelo y peine. Pero se veía que venía por otra cosa.
Los dos se fueron del almacén y olvidaron lo que habían pagado.
Los dos comenzaron a caminarla misma desdibujada vereda, barriada por el mismo desganado viento.
Taloneaban en la misma dirección.
Ninguno de los dos usaba chambergo. No había charol ni lustre en sus pies. Pero se habían puesto lo mejor que tenían.
Al llegar al último árbol de la vereda los dos consintieron en mirarse de nuevo. Y no se dijeron nada. Ni se regalaron el énfasis del más precario gesto. Eso sí, se miraron hondo otra vez. Bastaba.
Siguieron.
Más adelante los esperaba un frágil puente de soga y tablas que atravesaba un riacho que ahora estaba seco. Sólo cabía uno por vez en ese puente tan angosto.
Hormiga Cruz lo empezó a caminar primero.
Pero muy enseguida Serafín Soler.
Al otro lado del puente había muy poco para ver.
Y ya estaba a la vista: un terreno interrumpido transversalmente por un largo trozo de pared (medianera con la distancia) por momentos celeste, por momentos verde, por momentos blanca. En ese muro, en tiempo pasado y sin duda mejor, se habían afirmado tres casas ahora derrumbadas.
En aquella especie de patio con una sola frontera y el único techo de un cielo callado, desentendido, iba a ocurrir lo que ya está ocurriendo.

Hormiga Cruz detiene sus pasos, afirma sus piernas y pone la mirada a disposición de Serafín Soler.
Serafín Soler también busca ángulo para sus pies y mete sus ojos en los ojos de Hormiga Cruz.
Consumen un momento de algunos segundos, así.
Sin gestos ni palabras.
Los dos a la vez acuden a sus cuchillos.
Sin demoras empiezan a buscarse.
Hay un roce en un pómulo para uno.
Hay un tajo sin importancia en un codo para otro.
Los dos sienten el olor a hombre del otro, agravado por el olor a duelo.
Uno hace como que retrocede. El otro se le viene encima, con todo.
Pero se encuentra antes, en el trayecto, con el cuchillo del contrario, que se lo encaja arriba del ombligo.
No tiene necesidad de repetir la punzada, el más ligero. Siente que el otro empieza a derrumbarse. Saca la mano y le deja el cuchillo, adentro, hasta el mango.

Sobre la pared y al borde del puentecito, todos los rostros que tenían el lugar estaban mirando.
Entre aquello rostros había dos mujeres que lloraban, por distintos motivos.
Los dos hombres continuaban casi en la misma posición. Uno de pie, el otro en el suelo, encogido.
El que estaba de pie se inclinó sobre el otro, que todavía estaba vivo, y con el último pensamiento para decir.
Se inclinó para retirar el cuchillo de su cuerpo.
Pero le caído lo detuvo con un chistido y estas últimas, únicas palabras: Déjemelo puesto el cuchillo… usted no lo va a precisar más.
¿Quién fue el muerto, quién el vivo?
Lo mismo daba en aquel paraje del mundo.

Posdata: Borges, como ve, soy hombre de palabra: ya empecé a cumplir lo pactado. Sobre su curiosidad no me caben dudas: usted seguirá leyéndome, y leyéndose. Seguramente usted esperaba más de esta primera historia de coraje, pero trate de amortiguar sus exigencias. En mi relato, procuré ser lo más informativo posible. Sepa disculpar algunos deslices de piel literaria: no fueron causados por mí espero: son consecuencia de las malas lecturas, y de las buenas, que usted, con su adiestrado hábito, sabrá destacar. Seguro.

Rodolfo E. Braceli (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” VIII. Pausa tres: (para iniciar el canje, con una historia de cuchilleros) pág. 47

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