sábado, 31 de marzo de 2018

Viejo niño padre mío

I
Te miré tan asustado
tan niño
Padre
cuando la muerte
anunció en tus ojos
su llegada irrevocable
hubiera querido decirte
gracias
despedirme de vos con un abrazo
recordarte que Dios
te había desde siempre perdonado
Dios perdona a todos
los que apuestan la vida por la vida
los que improvisan
con el coraje del corazón
la ruta de la existencia y sus azares
yo sólo hubiera querido decirte
que te amo
que amé tu altivez entre los altivos
tu humildad entre los humildes
y ese terco orgullo
forjado
en la noble arena de los desiertos

II
Hubiera querido llevarte
Padre
frente a la tumba de tu Padre
hubiera querido
que perdonaras en vida
el abandono que en vida te hizo
el que yace ahora
abandonado en Puerto Padre
hubiera querido que te fueras
sin ese peso en el costado
que en la otra orilla
fuera más ligera tu carga
que dejaras las heridas de este lado

III
Ya podés irte en paz
viejo niño padre mío
ya los nietos hablan de vos
como si no te hubieras ido
como si fueras una presencia
que sabemos perpetua en nuestras vidas
no temás
no bien traspasés el túnel de la luz
las Huríes te devolverán tu corazón de niño
jugarás de nuevo entre el sol de los muertos
y le daré a mi Padre
el abrazo que en su muerte no pude darle
a mi Padre que yace ahora
abandonado en Puerto Padre
Osvaldo Sauma

domingo, 25 de marzo de 2018

El testigo

XVI. PAUSA SIETE: 
(PARA CONTAR LO QUE VI ADENTRO DE 
BORGES CIERTA VEZ)
El testigo
Era demasiado enero. El calor, que ellos nombraban como la calor, no venía del sol: ciertamente el sol era la tierra.
Viruela Méndez y Bragueta Acuña eran dos malevos que se ganaban el pan y los vicios de cada día trabajando de guardaespaldas para un político que, por poco, fue presidente de nuestra resignada república. Un día decidieron que uno de los dos estaba sobrando en Témperley, y en el mundo.
Se encontraron, para terminar con el que sobraba, cerca de una laguna, a eso de las cuatro de la tarde.
Ya iban a empezar a conversar con el verbo de sus cuchillos, cuando Bragueta Acuña dijo:
-Pará Viruela: ¿no te parce que hace demasiada calor para matar a otro o para morirse uno?
-Tenés razón Bragueta: mucho calor para nosotros solos…
-Entonces, che Viruela, qué te parce si lo dejamos para mañana con la fresca…
-Me parece bien: mañana tempranito nos encontramos… mejor estar sin sueño y descansado para esto de la muerte…
Acuña y Méndez esa noche durmieron con sólo una pared de por medio. Méndez se levantó primero y lo despertó al otro, rozándole el codo con un mate amargo. Tomaron varios, casi sin mirarse y sin muchas palabras.
Después se fueron, con un testigo, hasta la orilla de la laguna.
Se pararon. Se semblantearon. Se amagaron un rato.
En el primer cruce franco Bragueta Acuña hundió el cuchillo en el pecho de Viruela Méndez.
Méndez cayó y sin convicción se tapó el agujero por el que se estaba terminando su historia. Mordió un poco de aire, y dijo:
-Che Bragueta, ese cuchillo con el que me has matado, fíjate bien, es el mío.
Acuña le contestó:
-No te aflijás, Viruela: tu cuerpo es también es el mío, estamos a mano…

Borges, quiero referirle un detalle más: el testigo de ese episodio era un jovencito trajeado, algo pálido, algo miope, que observó todo con fervoroso silencio. Después, a los tropezones, se fue corriendo a su casa de Palermo, a anotar rápido los pormenores del suceso.
Cuando la madre lo vio llegar tan agitado, le preguntó:
-Georgie, ¿dónde has estado esta mañana?
Él le respondió:
-Madre, he estado documentándome.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XVI. Pausa siete: (para contar lo que vi adentro de Borges cierta vez) pág. 94

Poca cosa el coraje

XVI. PAUSA SIETE: 
(PARA CONTAR LO QUE VI ADENTRO DE 
BORGES CIERTA VEZ)
Poca cosa el coraje
Cosa que suele pasarle a los hombres le pasó, de
pronto:
una siesta se le murió la madre.
El coraje ya no le distrajo ni le sirvió.
Su cama no tenía almohada, y no la pudo morder.
Su casa no tenía mujer estable, ni hijos, y no pudo ser mirado por ellos.
Solo, enteramente solo
enfiló hasta cierto corralón de su niñez.
De cara al muro suavizado por tantas lluvias,
en vez de gritar lamió el adobe
donde otras veces había afirmado la nuca
para deletrear las estrellas y darle tiempo
al cigarrillo.
Lamió el adobe y entonces supo
que el coraje se le había quedado sin coraje.
Allí estuvo
hasta que la noche lo disimuló
de todas las miradas.
Entonces buscó el cuchillo,
y lo encontró donde siempre.
Algo muy preciso le ordenó al acero compañero,
pero no fue obedecido.
Sin concederle ni el desprecio de la última mirada,
lo arrojó muy lejos.
Empezó a caminar
con los brazos sumamente desplomados.
Nadie lo vio irse, ni lo vería a ver.
Que se sepa:
nadie, en ninguna parte, lo verá llegar.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XVI. Pausa siete: (para contar lo que vi adentro de Borges cierta vez) pág. 93