XXII. PAUSA DIEZ
(PARA
CONTAR LA HISTORIA DE
UN CUCHILLERO INCOMPRENDIDO)
El muy pálido
Borges, el hombre de
esta historia tenía nombre y apellido. Pero le decían siempre El Muy Pálido. Y así lo nombraré, para
no transgredir el hábito y para no molestar la dignidad de una familia muy notaría de nuestros días que tiene su mismo apellido.
El Muy Pálido fue un
guapo incomprendido, ya verá.
Nació por el 1902, en
una casa de Villa Urquiza. A su padre no tuvo tiempo de aprenderlo con sus
ojos; murió joven, de un infarto. La madre entonces redujo su casa-mansión a la
mitad.
Con el buen dinero que
sacó de la otra mitad y una discreta herencia que la socorrió por esos años,
pudo afrontar los días sin tener otro trabajo que el cuidado de ese niño, hijo
único, tan pálido, y no por casualidad. No frecuentaba la intemperie de la
vereda, se la pasaba en la sosegada penumbra de unas altas habitaciones, jugando
juegos muy quietos, hojeando libros muy viejos.
El Muy Pálido creció
mirado por su madre. Se hizo hombre de la misma manera.
Cuando llegó ese tiempo
en el que el hombre debe hacer su
vida, el Muy Pálido decidió hacerla, pero al lado de su madre. No quise mujer. Eso
hubiera sido un desvío.
Sus hábitos cambiaron
apenas. Todos los días salía a la calle, pero siempre un rato largo después que
el sol, su temido sol, ya no estaba. Iba siempre a los mismos lugares: los
cabarets del Bajo y un determinado café de Corrientes y Uruguay. Un solo día no
salía: el sábado a la noche, porque entonces todo el mundo baja el centro,
decía.
A tiempo, antes de que
los dineros de la herencia se les terminaran, el Muy Pálido aprendió el oficio
de prestamista. Cuando le preguntaban de qué vivía repetía invariablemente: “Yo vivo de la estupidez de la gente… nunca
conoceré el hambre…”
Cumplió los treinta
años sin modificación alguna en sus hábitos: salida para el centro cuando
empezaba la noche, retorno para la casa ante la primera amenaza del sol.
Su madre envejecía
apaciblemente. Sus fuerzas alcanzaban para atender al hijo, para hacerle la
comida, para lavarle la camisa blanca, para plancharle el eterno traje azul de
gabardina, para cepillarle el sombrero gris de cinta negra…
Los días siguieron su
suma. Hasta que la vejez de la madre fue casi inmovilidad: ya no le lavaba la
camisa, ni le hacía la comida, ni le planchaba el traje azul de gabardina… eso
sí, siempre le cepillaba el sombrero antes de salir. El se encargaba de todo,
sin queja.
Borges, pero hay un
detalle que se me va quedando y que le va a interesar. En el chaleco del Muy
Pálido, en el interior de su costado derecho, había una especie de bolsillo
longitudinal que servía de vaina para un cuchillo de tamaño razonable y
suficiente como para abreviar la vida de cualquier cuerpo. Sí, el Muy Pálido
era zurdo para firmar, para tomar la sopa, para peinar a su madre y para ese cuchillo…
¿Qué hacía el cuchillo
habitando el chaleco de este hombre tan notoriamente frágil? Eso que se
pregunta usted, Borges, se lo preguntaban todos los que lo conocían.
Pero, pese a su aspecto
negador, el Muy Pálido escondía hondo el vicio del coraje. Lo tenía muy adentro
de su sangre. Sin embargo nadie se lo admitía. Nadie podía concebir ni aceptar
que se pudiera ser tan frágil, tan Muy Pálido y hospedar coraje. Nadie podía
admitir que cuerpito tan magro tuviera algo que ver con el valor.
Nadie salvo su madre. Ella
sabía que el vicio estaba en su hijo.
Nunca nombraban la palabra, pero todos los días, cuando empezaba el declive de la
tarde, mientras el Muy Pálido la peinaba antes de ponerse el traje azul, ella
puntualmente le preguntaba:
-¿Usaste ESO anoche?
Y él puntualmente le
contestaba:
-Quise, pero no pude: no me creyeron, madre…
Ella entonces le
apretaba la zurda, y le decía:
-No sufra, mi Pálido. Insista.
Se cuenta que diecisiete
veces, ante ofensas de morondanga, el Muy Pálido sacó el cuchillo que nadie
suponía, del costado de su fatigado chaleco. Pero no le hicieron caso. Lo dejaron
allí, con el cuchillo pendiente… Es que a nadie se podía considerar cobarde por
no enfrentar al Muy Pálido, al contrario, cobardía hubiera sido hacerlo.
Un día después de la
Navidad de 1943 el Muy Pálido fue como tantas veces al piringundín de la calle
Reconquista.
Al rato llegó un tal Curbelo,
famoso matón de cuchillo bien conceptuado que además tenía cierto nombre como
boxeador. Curbelo vio al Muy Pálido y se le fue encima. Hizo lo de costumbre:
le dio un beso en la frente y le añadió otro en la oreja. También le dijo:
-¿Qué hace a estas horas mi bebé por aquí?
El Muy Pálido sintió
que el agravio lo rebalsaba de felicidad. Su zurda buscó el cuchillo y lo
encontró donde siempre. Lo contestó:
-El bebé ha venido a matarlo, poco hombre…
Curbelo arrojó la
carcajada.
El Muy Pálido se le
acercó y le escupió la cara.
Curbelo no se la
limpió. Con el acompañamiento de otra carcajada le respondió:
-Salivita con gusto a leche de madre…
El Muy Pálido, con un
susurro desafinado, le dijo:
-¡Saque el cuchillo, porque voy a matarlo!
Curbelo, con un resto
de carcajada, le gritó:
-… de risa me vas a matar!
El Muy Pálido ya no
habló más. Con un tajo prolongó la boca de Curbelo. Entonces este se le fue
ciego encima, pero sin apelar a su cuchillo… El Muy Pálido lo esperó con la
zurda tensa. Su cuchillo entró en el lugar exacto, donde no se falla.
Cayó Curbelo. Cayó sin
más palabras, cayó sin más carcajada.
El Muy Pálido estaba
feliz, pero no tanto: porque al final el otro tampoco le había creído, y él
mismo se había metido en la muerte, sin recurrir a su acero.
Dispuesto a que su
felicidad fura completa, dispuesto a mostrarle a todos que su coraje no era
poca cosa, el Muy Pálido hizo a continuación algo: hundió el cuchillo en su
propio y escaso pecho, también en el lugar exacto.
Cayó encima del otro. Y
su cuerpo pareció el de un hijo que duerme sobre su padre.
Cuando lo llevaron a su
madre ella dijo, sin lágrimas:
-Ya era hora, estaba empezando a desconfiar de su coraje. Vengan mañana
por él y por mí, porque a mi vida le quedaba un solo día, y es éste.
Rodolfo E. Braceli (1979) “Don
Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXII. Pausa diez (para contar la historia de un cuchillero incomprendido) pág. 117
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