miércoles, 25 de abril de 2018

El muy pálido

XXII. PAUSA DIEZ 
(PARA CONTAR LA HISTORIA DE 
UN CUCHILLERO INCOMPRENDIDO)
El muy pálido
Borges, el hombre de esta historia tenía nombre y apellido. Pero le decían siempre El Muy Pálido. Y así lo nombraré, para no transgredir el hábito y para no molestar la dignidad de una familia muy notaría de nuestros días que tiene su mismo apellido.
El Muy Pálido fue un guapo incomprendido, ya verá.
Nació por el 1902, en una casa de Villa Urquiza. A su padre no tuvo tiempo de aprenderlo con sus ojos; murió joven, de un infarto. La madre entonces redujo su casa-mansión a la mitad.
Con el buen dinero que sacó de la otra mitad y una discreta herencia que la socorrió por esos años, pudo afrontar los días sin tener otro trabajo que el cuidado de ese niño, hijo único, tan pálido, y no por casualidad. No frecuentaba la intemperie de la vereda, se la pasaba en la sosegada penumbra de unas altas habitaciones, jugando juegos muy quietos, hojeando libros muy viejos.
El Muy Pálido creció mirado por su madre. Se hizo hombre de la misma manera.
Cuando llegó ese tiempo en el que el hombre debe hacer su vida, el Muy Pálido decidió hacerla, pero al lado de su madre. No quise mujer. Eso hubiera sido un desvío.
Sus hábitos cambiaron apenas. Todos los días salía a la calle, pero siempre un rato largo después que el sol, su temido sol, ya no estaba. Iba siempre a los mismos lugares: los cabarets del Bajo y un determinado café de Corrientes y Uruguay. Un solo día no salía: el sábado a la noche, porque entonces todo el mundo baja el centro, decía.
A tiempo, antes de que los dineros de la herencia se les terminaran, el Muy Pálido aprendió el oficio de prestamista. Cuando le preguntaban de qué vivía repetía invariablemente: “Yo vivo de la estupidez de la gente… nunca conoceré el hambre…”
Cumplió los treinta años sin modificación alguna en sus hábitos: salida para el centro cuando empezaba la noche, retorno para la casa ante la primera amenaza del sol.
Su madre envejecía apaciblemente. Sus fuerzas alcanzaban para atender al hijo, para hacerle la comida, para lavarle la camisa blanca, para plancharle el eterno traje azul de gabardina, para cepillarle el sombrero gris de cinta negra…
Los días siguieron su suma. Hasta que la vejez de la madre fue casi inmovilidad: ya no le lavaba la camisa, ni le hacía la comida, ni le planchaba el traje azul de gabardina… eso sí, siempre le cepillaba el sombrero antes de salir. El se encargaba de todo, sin queja.
Borges, pero hay un detalle que se me va quedando y que le va a interesar. En el chaleco del Muy Pálido, en el interior de su costado derecho, había una especie de bolsillo longitudinal que servía de vaina para un cuchillo de tamaño razonable y suficiente como para abreviar la vida de cualquier cuerpo. Sí, el Muy Pálido era zurdo para firmar, para tomar la sopa, para peinar a su madre y para ese cuchillo…
¿Qué hacía el cuchillo habitando el chaleco de este hombre tan notoriamente frágil? Eso que se pregunta usted, Borges, se lo preguntaban todos los que lo conocían.
Pero, pese a su aspecto negador, el Muy Pálido escondía hondo el vicio del coraje. Lo tenía muy adentro de su sangre. Sin embargo nadie se lo admitía. Nadie podía concebir ni aceptar que se pudiera ser tan frágil, tan Muy Pálido y hospedar coraje. Nadie podía admitir que cuerpito tan magro tuviera algo que ver con el valor.
Nadie salvo su madre. Ella sabía que el vicio estaba en su hijo.  Nunca nombraban la palabra, pero todos los días, cuando empezaba el declive de la tarde, mientras el Muy Pálido la peinaba antes de ponerse el traje azul, ella puntualmente le preguntaba:
-¿Usaste ESO anoche?
Y él puntualmente le contestaba:
-Quise, pero no pude: no me creyeron, madre…
Ella entonces le apretaba la zurda, y le decía:
-No sufra, mi Pálido. Insista.
Se cuenta que diecisiete veces, ante ofensas de morondanga, el Muy Pálido sacó el cuchillo que nadie suponía, del costado de su fatigado chaleco. Pero no le hicieron caso. Lo dejaron allí, con el cuchillo pendiente… Es que a nadie se podía considerar cobarde por no enfrentar al Muy Pálido, al contrario, cobardía hubiera sido hacerlo.
Un día después de la Navidad de 1943 el Muy Pálido fue como tantas veces al piringundín de la calle Reconquista.
Al rato llegó un tal Curbelo, famoso matón de cuchillo bien conceptuado que además tenía cierto nombre como boxeador. Curbelo vio al Muy Pálido y se le fue encima. Hizo lo de costumbre: le dio un beso en la frente y le añadió otro en la oreja. También le dijo:
-¿Qué hace a estas horas mi bebé por aquí?
El Muy Pálido sintió que el agravio lo rebalsaba de felicidad. Su zurda buscó el cuchillo y lo encontró donde siempre. Lo contestó:
-El bebé ha venido a matarlo, poco hombre…
Curbelo arrojó la carcajada.
El Muy Pálido se le acercó y le escupió la cara.
Curbelo no se la limpió. Con el acompañamiento de otra carcajada le respondió:
-Salivita con gusto a leche de madre…
El Muy Pálido, con un susurro desafinado, le dijo:
-¡Saque el cuchillo, porque voy a matarlo!
Curbelo, con un resto de carcajada, le gritó:
-… de risa me vas a matar!
El Muy Pálido ya no habló más. Con un tajo prolongó la boca de Curbelo. Entonces este se le fue ciego encima, pero sin apelar a su cuchillo… El Muy Pálido lo esperó con la zurda tensa. Su cuchillo entró en el lugar exacto, donde no se falla.
Cayó Curbelo. Cayó sin más palabras, cayó sin más carcajada.
El Muy Pálido estaba feliz, pero no tanto: porque al final el otro tampoco le había creído, y él mismo se había metido en la muerte, sin recurrir a su acero.
Dispuesto a que su felicidad fura completa, dispuesto a mostrarle a todos que su coraje no era poca cosa, el Muy Pálido hizo a continuación algo: hundió el cuchillo en su propio y escaso pecho, también en el lugar exacto.
Cayó encima del otro. Y su cuerpo pareció el de un hijo que duerme sobre su padre.
Cuando lo llevaron a su madre ella dijo, sin lágrimas:
-Ya era hora, estaba empezando a desconfiar de su coraje. Vengan mañana por él y por mí, porque a mi vida le quedaba un solo día, y es éste.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXII. Pausa diez (para contar la historia de un cuchillero incomprendido) pág. 117

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