Aquella delicada rosa blanca había florecido al borde del lago de transparentes aguas, donde bajan, de noche, a bañarse las estrellas…
-Parece que no es usted feliz. -dijo un día a la flor una náyade de ojos verdes y áureos cabellos, al notar su palidez.
-Verdad. -contesto la rosa, exhalando un suspiro.
-¡Vamos!... apuesto a que está usted enamorada.
-¿A qué ocultarlo? Amo a un blanco lucero que viene a rondar todas las noches estrelladas mi rosal, sin que se atreva a posarse en mis pétalos…
-¿Un lucero? ¿no será un cocuyo?
-No es un cocuyo, señora náyade, sino un lucero muy hermoso desprendido de esa constelación que como sarta de fúlgidos diamantes, vemos brillar en la negra cabellera de la noche… ¡Ay de mí! ¡Y no poder decirle que le amo; sin duda está enamorado de otra flor y esa sospecha me hace sufrir mucho…! ¿No ve usted que descolorida estoy?
-No comprendo, siendo usted tan hermosa, como es tan desgraciada.
-¿No ha leído usted a la Coronado?
-No leo nunca.
-Pues esa señora dice que es una desdicha nacer hermosa, y tiene razón. Para la hermosa se han tejido, con sutilísimas hebras de luz, las redes de la seducción y del engaño; para ella aguza en las sombras su puñal la envidia; todas las desdichadas que arrastran sus blancas alas de ángel por el fango son hermosas. En este mismo campo habrá visto usted perseguir a las mariposas más lindas, para ser atravesadas con agudos alfileres de oro, expiando así el delito de haber nacido hermosa. Yo misma presiento mi próximo fin de regio búcaro, lejos de mi rosal amado…
¡Pero eso es terrible!
-No lo sabe usted bien, señora náyade; en la hermosura es en lo que se ceba más la maledicencia. Todo ese ejercito de alados insectos y brillantes uniformes que me corteja desde que nace la aurora hasta que muere el sol, se venga de mis desdenes, calumniándome y vanagloriándose de favores no concedidos. Esas campánulas azules que crecen junto al rosal, me llaman orgullosa y fatua, porque las ofende mi hermosura; la brisa me trae sus cuchicheos y más de una vez he deseado morir al verme objeto de sus crueles mofas…
-Pues la compadezco a usted. –dijo la náyade, acariciando a la flor.
-Gracias… ¡Ah! Créame usted la hermosura es una verdadera desdicha.
-Y no tiene esperanza de que por fin el lucero…?
-Ya he dicho a usted que no tardaré en ser arrancada del tallo para consumirme en dorado búcaro… ¡si al menos me dejaron morir en mi rosal, envuelta en rayos de sol! Pero soy demasiado hermosa para que tengan lástima de mí. Confiese usted, señora náyade, que la Coronado tiene razón. También para la mujer es una desdicha nacer bella.
Dios, en sus inescrutables designos, ha querido que las rosas fuéramos la imagen fiel de la hermosura femenina…
-¿Por qué? –preguntó sorprendido la náyade.
-Porque como ella, en el palacio o en la choza vivimos rodeadas de espinas en el rosal.
Casimiro Prieto
Estudiante Argentino, pág. 112
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