miércoles, 9 de junio de 2021

Lobisón

Ña Casiana tenía seis hijos varones y el séptimo, encargado.
—Tenes que ser mujer —ordenaba ña Casiana acariciándose la panza. Miraba alto y musitaba a las estrellas—: Dios mío… que sea mujer.
El día en que la comadrona entro al rancho para asistirla en el parto, el hombre rezaba con los otros hijos. La comadrona misma murmuraba entre dientes:
—Padrecito que estas en los cielos, hace que sea mujer.
Y cuando se oyó el llanto de la criatura, los que esperaban en la cocina se persignaron.
Casi enseguida sonó el grito de la madre. Y una mariposa negra huyo por la ventana.
Esa misma tarde salió el padre de aquel rancho maldecido con otro hijo varón. El séptimo. Llevaba en brazos al recién nacido. Iba a la iglesia de Pago Alegre, el pueblo más cercano, a que se lo bautizaran. Le pusieron el nombre de Benito. Era el que había que ponerle para quebrar el maleficio.
También había que bautizarlo en seis iglesias más, de seis pueblos distintos: siete en total. Eso lo sabía de sobra el padre, pero el gurí era apenas nacido y la maldición recién se cumpliría cuando llegara a mozo.
—Hay tiempo —dijo el padre—. Hay tiempo todavía.
Y le entrego el hijo a la madre. El Benito enseguida se prendió a la teta como lo hubiera hecho un gurisito cualquiera.

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Las distancias son largas en Corrientes. Los pueblos quedan apartados. Y había seis hermanos más para atender. Y había también pobreza y un solo caballo.
Pero los padres no olvidaban la gravedad del caso. Tampoco era muy fácil de olvidar, viendo que el Benito crecía flacucho, enfermizo y con más de una costumbre rara. Como esa de no querer probar la carne. Como esa de pasársela escarbando en el potrero y volver con las uñas renegridas. Uñas largas y duras que na Casiana cortaba por las noches y a la mañana estaban largas otra vez. Y curvas.

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Recién para su quinto cumpleaños lo llevaron a su segundo bautismo en la iglesia de Pago Arias. A los ocho, lo bautizaron en Loma Alta, la tercera iglesia. A los once, en Pago de los Deseos, la cuarta. A los trece, en la iglesia de Saladas, la quinta. Saladas era casi una ciudad por aquel tiempo. Y en la casi ciudad hicieron noche. Al otro día, el padre lo llevo a la sexta iglesia en Colonia Cabral.
Solo faltaba una y todavía había tiempo, aunque ya no tanto. El padre aún era joven, aunque menos, y el caballo era el mismo.

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Cuando el Benito estaba al cumplir los quince, ya no escarbaba potreros ni rechazaba la carne ni le crecían las unas de aquella rara manera. Seguramente los bautismos estaban alejando la profecía.
Fue entonces cuando intentaron ir hacia el norte, hasta Mburucuya. Querían que el ultimo bautismo fuera en una iglesia grande, con una bendición importante. Desde aquel mal nacimiento, el padre guardaba en el pecho un largo sapucay para gritarlo el día en que se quebrara la maldición.
Esta vez los acompaño el Florian, el hermano mayor. Había cumplido veintidós y montaba un tordillo que le prestaron.
Y allá iban los tres, camino a Mburucuya. El padre, en el zaino; los hijos, en el tordillo.
Cruzaron montes de talas espinosos, vadearon lagunas de juncos tupidos, rodearon plantaciones de tabaco. Y siguieron andando.
Cada tanto veían algún carpincho que se metía en su madriguera. Iban atentos porque estas cuevas son peligrosas si el caballo llega a hundir la pata ahí.
Sin embargo, resulto que, bordeando los esteros de Santa Lucia, el zaino viejo del padre metió la pata nomas en una vizcachera. Y cayo de rodillas el caballo, con una quebradura. El padre también tuvo una mala caída. Y ahí nomas quedo, de cara al cielo, con los ojos abiertos y el espinazo roto.
Y se llevó a la muerte el sapucay.

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El Benito y el Florian fueron barridos por semejante desgracia. Deshechos. Y tuvieron que sepultarlo ahí mismo.
El Florian miraba alrededor buscando con que abrir la sepultura, cuando ve que el Benito empieza a usar las uñas. Las que desde tanto tiempo atrás no usaba. Y se quedó mirándolo con el alma encogida.
Cuando el Benito acabo el pozo, entre los dos bajaron el cadáver y, otra vez con las unas, el Benito lo cubrió.
Todavía les faltaba despenar de un tiro al caballo, que tampoco tenía salvación. Pero esa noche les falto coraje.
Ya habían llorado hasta quedarse secos. Y se durmieron, uno junto al otro y al sereno, en el vaho húmedo de los esteros. Con el sueño pesado del que ha llorado mucho. Bajo la luna redonda como un plato. Y era viernes.

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Apenitas estaba amaneciendo. El Florian creyó ser el primero en despertarse. Alargo el brazo para tocar al Benito, pero solo toco la manta sobre la que había dormido. Se incorporó de un salto y lo busco a la luz que apenas se insinuaba, pero no lo diviso.
Entonces fue hasta donde había quedado el zaino. El animal no se movía. Tendido de costado, sobre la pata rota.
Florian se fue agachando, le acaricio la cabeza a la luz imprecisa del amanecer y, en la misma caricia, bajo la mano hasta el cuello.
Sus dedos se sobresaltaron al tocar algo pringoso9 y tibio todavía. Se puso en cuclillas y, sin ver bien, tanteo mejor. Toco una herida honda. Toco otra. Toco la yugular que no latía. Alguna fiera nocturna le había clavado los colmillos.
En eso oye unos pasos arrastrados. Levanta la vista y lo ve al Benito. Parado ahí. Greñudo, ausente.
—¿De ande venís? -le dijo y le señalo el caballo.
El Benito se tapó la cara con sus dedos de unas largas, curvas, sucias. Al instante, corría monte adentro.
Cuando Florian reacciono y fue tras él, tardo muy poco en perderle el rastro.

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El Florian volvió, monto el tordillo y anduvo en busca del Benito por varios días, pero no lo encontró. Una sospecha horrible le comía los sesos.
Finalmente, volvió al rancho con las tres noticias: la muerte del padre, la muerte del zaino y la huida del Benito tras aquel viernes de luna llena.
Noticia tras noticia, la madre y los hermanos iban cayendo como arboles bajo el hacha. Con apenas un hilo de voz, ña Casiana pudo decir:
—¿Alcanzaron al séptimo bautismo?
—No —respondió el Florian.
Y salió a buscar botellas. Las trajo. También traía una maza. Puso las botellas sobre una bolsa de arpillera. Las fue rompiendo a mazazos. Los vidrios, al quebrarse, sonaban a desesperación. Los otros hermanos trajeron carbones y maderas y hojas secas para encender un fuego y atizarlo, llegado el caso. Quizás fueran a necesitar brasas, muchas. No sabían si el Benito seguiría siendo el Benito. Bajo que aspecto volvería a la casa, si es que volvía. Temían que no tuviera forma humana.
Ahora había que esperar, como mínimo, hasta un martes. Hasta el próximo martes de luna llena.
Pero no fue tan largo el esperar. El domingo a la tardecita, el Benito apareció. Lo traían en ancas unos paisanos. Venia más flaco, consumido, enfermo.
Ña Casiana lo abrazo llorando y le sirvió un plato del guiso del mediodía. Pero el Benito se negó a probarlo. Otra vez rechazaba la carne, como cuando era chico. Y ña Casiana ahogo un quejido.
El Benito no hablo, no conto nada y al otro día volvió a escarbar en los potreros durante horas. Solo.
A la velocidad con que corren las voces en los pueblos, por todo Pago Alegre se comentaba el caso.
El Benito se volvió sospechoso de haberse convertido en lobisón.
Quien más quien menos se las arregló para tener un crucifijo a mano. Botellas rotas. Tizones encendidos.
Sabían que, cuando un lobisón vuelve a su forma humana, no quiere que se sepa su secreto. Por eso huye de los vidrios y de las quemaduras que le podrían dejar marcas.
Así que los vecinos estaban preparados. Quien más quien menos oía por las noches mugir a las vacas. Eso que solo pasa cuando un lobisón las ronda para beberles la leche.
Quien más quien menos encontraba cada tanto el patio limpio de suciedades de gallina. Eso que solo pasa cuando un lobisón anda en la noche lamiendo lo que solo un lobisón considera un alimento exquisito.

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Una noche muy negra, se metió al rancho de don Nicosia un perro más negro que la noche misma. Era casi tan alto como un potrillo. Don Nicosia, que estaba prevenido, le salió al cruce al grito de:
- ¡Yaguá-hú!
Pero el perro olisqueo un hueso y se volvió, mansito, por donde había venido. Con eso, don Nicosia supo que no era lobisón, que era perro negro nomas. Y no le disparo la bala de plata que tenía en el cargador de su escopeta.
Cuando conto el incidente en el boliche, todo el pueblo estuvo al tanto de que don Nicosia tenía una de esas balas. Las únicas capaces de atravesar la piel de un lobisón y darle muerte.

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Cerca de veinte días habían pasado desde el regreso del Benito al rancho. Un miércoles, la luna se volvió a llenar. Los seis hermanos la miraron con recelo, y ña Casiana también.
Miércoles no es martes ni tampoco viernes. Pero la luna iba a seguir llena durante ocho días. Y eso era de temer.
La familia se turnó para vigilar el sueño del Benito, pero la distracción de un minuto alcanzo. El séptimo varón se echó al monte, no sin antes revolcarse en las cenizas de una hoguera apagada en el potrero días atrás.
Ya en el monte, llego a un claro, se dejó caer de rodillas y levanto la frente. La luna le volcó una luz azulada de tan blanca. Y el comenzó a agitarse con espasmos. El cabello le crecía en crenchas duras. Las cejas se alargaban más allá de la frente. Las manos y los brazos se le iban cubriendo de pelambre espesa. Los dedos se le arquearon en garras. Las piernas fueron cambiando hasta llegar a patas.
Su piel se ponía tirante a medida que, bajo los músculos, los huesos se alargaban o se contraían.
Las mandíbulas se le estiraron hacia adelante hasta acabar en hocico. Y le creció una cola poderosa.
Y una lengua que chorreaba saliva le colgó entre las fauces. Se alargaron los dientes en colmillos de fiera y un aullido terrible le vibro en la garganta.
Así, se puso en marcha de regreso al rancho. Buscaba ayuda tal vez... o tal vez no.
El caso fue que los hermanos andaban por afuera. Y cuando vieron a la bestia, temieron que no fuera un simple perro enorme y negro. Solo la madre tuvo presencia de ánimo:
—¡Yaguá-hú! -lo increpo para salir de dudas.
Y a la bestia se le erizaron los pelos. Mostro los dientes gruñendo con ferocidad. No era un perro negro, no. Lobisón era.
Uno de los hermanos fue por el crucifijo; otro, por las botellas; un tercero, por las brasas.
A la vista de la cruz, el lobisón retrocedió. Esto animo a los otros, que le empezaron a arrojar botellas rotas. El lobisón retrocedió aún más. Entonces el Florian, con un nudo en la garganta, le arrojo una palada de tizones encendidos.
El lobisón escapo de nuevo al monte. Pero esta vez la madre fue tras él.
Lo vio meterse en un naranjal y ella también entro. El había aminorado la carrera y ahora caminaba. Hasta que el ruido de una pisada le detuvo el paso. Se dio vuelta y la vio.
Otra vez se le irguieron los pelos del lomo. Un gruñido ronco le lijo la garganta, y se preparó para saltarle encima. Pero ella lo miro a los ojos con una pena infinita y solo dijo:
—Benito...
Y al desdichado lobisón, que había iniciado el salto, se lo vio ahí, en el aire, recuperar su forma humana, a medida que una bala de plata le iba atravesando el corazón.
Tras los naranjos, don Nicosia bajo el canon de su escopeta. Humeaba.

Rivera Iris (2018) Lobisón en Mitos y leyendas de la Argentina Historias que cuenta nuestro pueblo. Pp. 23-35. 3ª ed. 6ª reimp. Colección Azulejos, Ed. Estrada. Argentina.

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