El colibrí anduvo siempre entre las flores. Se acercaba a ellas, les daba un beso, les decía una palabra cariñosa, les recitaba un verso o les deba alguna buena noticia, y se alejaba en seguida para acercarse a otras.
En algunas oportunidades le pedían que llevara un mensaje a alguna compañera lejana y él cumplía a conciencia su misión.
Era servicial y sus amigas le correspondían con una pequeñísima gota melificada. Tan poquita cosa le conformaba siempre. Tampoco pedía más. ¿Para qué más? ¡Él, tan pequeñito, tan menudo!...
Llevaba todos los días el mismo traje, descolorido y ceniciento.
-¡Si le pudiéramos regalar uno! –suspiró una rosa contemplando un rayo de sol escondido en una cristalina gota de rocío.
-¿Por qué no? Cuando venga a visitarnos acariciemos con nuestros pétalos su ropita cenicienta y dejémosle un poco de nuestro color –propuso una campánula.
-Buena idea, ¿verdad?
-¡Buena idea!
Nadie se negó. Y cuando el picaflor se acercaba a una corola, las flores lo acariciaban; pero apenas llegaba a rozarlo el pequeño pájaro se alejaba con rapidez hacia otra flor. Por eso apenas le quedaba en su plumaje un reflejo del color de la rosa, de la dalia, del jazmín nacarado, de la santarrita, de la campánula…
Todos los colores se confundieron y fue como un hijo de la luz. Sin el canto que embellece a los otros pájaros, el picaflor servicial y cariñoso se embelleció con los siete colores de la luz en albricias de la primavera.
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