Erase una vez un matrimonio de viejecitos muy pobres que tenían tres hijos.
Un día, el mayor les pidió permiso para ir a correr mundo y buscar trabajo. Los padres se pusieron muy tristes, pero como el hijo insistió tanto, le dejaron hacer su voluntad. La madre le preparó unas tortas y unos quesillos y se los acomodó en las alforjas. Se despidió prometiendo volver en cuanto cambiara de suerte, y marchó.
Al poco tiempo, el segundo hijo también pidió permiso para ir a correr mundo. Fue doble la pena de los padres, pero igualmente tuvieron que consentir en su partida. Lo mismo que al primer hijo, la madre le preparó al segundo tortas y quesillos para el viaje, éste hizo la misma promesa que el anterior y se fue.
Cuando el menor que era un niño todavía, dijo a los padres que quería ir en busca de trabajo, los viejecitos se echaron a llorar y le pidieron que se quedara. Él les aseguró que se conduciría con prudencia, para que nada malo le sucediera y los padres, viendo que no podían disuadirle, lo dejaron marchar. Esta vez, la madre no pudo más que una sola torta y un solo quesito.
El mayor encontró en el camino a un viejecito que parecía muy pobre; iba montado en un burro y le pidió algo de comer.
-No tengo nada. -le contestó ásperamente.
-Y eso que llevas en las alforjas, ¿qué es?
-Eso es carbón. -le dijo en tono de burla.
-Que carbón se te vuelva cuanto pongas ahí. -le respondió el viejo, y siguió su camino.
El mediano, encontró en otro punto del camino el viejecito que pedía limosna, y también se la negó. Con él sostuvo el mismo diálogo que su hermano mayor; y "que carbón se vuelva cuanto lleves ahí" fueron las últimas palabras del viejo.
En otro lugar, el viejecito que pedía limosna se encontró con el hermano menor. El niño no sólo fue cortes y respetuoso sino que repartió con él su torta y su quesito.
-Tienes un corazón de oro -le dijo el anciano-; por consiguiente, que oro se vuelva todo lo que pongas en tus alforjas.
El señor le dijo que precisamente buscaba un mandadero para encomendarle un encargo urgente. Necesitaba enviar una carta a una señora que vivía lejos. Debía recorrer un camino lleno de accidentes, guiado por unas ovejas. Nada debía temer ni retroceder ante ningún peligro, si quería cumplir el mandato. El muchacho aceptó.
A la madrugada del día siguiente el entregaron la carta y soltaron las ovejitas, que emprendieron la marcha. Él las siguió.
A la madrugada del día siguiente el entregaron la carta y soltaron las ovejitas, que emprendieron la marcha. Él las siguió.
Después de caminar algunas horas, llegaron a un río de aguas cristalinas, pero muy caudaloso. El muchacho sintió miedo; pensó que el viaje era un pretexto para hacerle morir ahogado, y regresó. Las ovejitas pasaron, mojándose apenas las pezuñas.
El patrón despidió al muchacho porque no le había servido para su trabajo, y le dijo:
-Dime cómo quieres que te recompense lo que has hecho en mi servicio, ¿con un Dios te lo pague, o con una carga de oro?
-Con una carga de oro, señor. ¿Qué puedo hacer con un Dios te lo pague?
El patrón le dio lo que pedía y el muchacho emprendió el viaje a su casa.
En todo el camino ni hizo otra cosa que rumiar su felicidad de ser rico y pensar en el asombro de sus padres cuando vieran descargar el oro.
Al llegar, gritó a los viejecitos, desde lejos, que abrieran las arcas, que traía tanto oro que las llenaría todas. Así lo hicieron, y, al vaciar su carga, cayó carbón en lugar de oro. El enojo de los padres, por lo que creían una burla, fue mayor al conocer la falta de piedad y el poco valor de su hijo, cuando les relató lo que le había sucedido y citó las palabras de pordiosero.
El segundo hermano llegó al poco tiempo a la casa del rico hacendado. Le ocurrió en todo exactamente lo mismo que al primero, y también su carga de oro, al ser vaciada en las arcas de sus padres, se convirtió en carbón.
El menor llegó a pedir trabajo a la casa del mismo amo, quien le encomendó la misma tarea y le hizo idénticas recomendaciones que a sus hermanos. Aceptó y prometió cumplir fielmente las órdenes.
A la madrugada, recibió la carta y las ovejas, y marchó detrás del hato.
Llegaron al gran río de aguas cristalinas. Pensó que lo arrastraría la corriente, pero como las ovejitas entraron, se armó de valor y las siguió. Las aguas se apartaron abriéndoles camino, y así pudieron pasar sin dificultades.
Más adelante, un turbulento río de sangre les cortó el paso. Sintió asombro y miedo, pero como las ovejitas siguieron adelante, él fue tras ellas. La gran masa roja les abrió paso también y pudieron cruzar el río.
Más allá, vio a la orilla del camino una oveja que jugaba con un corderito, corriendo, saltando y dándole topetazos.
Más lejos, observó con extrañeza que en un alfalfar floreciente pastaban unos bueyes flaquísimos.
Muy cerca de éstos se hallaban otros bueyes, relucientes de gordos, los cuales se paseaban por un terreno pedregoso, donde no crecían sino algunas hierbas raquíticas.
Al rato de andar, dos peñas enorme que se entrechocaban haciendo saltar chispas le cortaron el camino. "Aquí moriré aplastado", pensó el valeroso muchacho. Pero las ovejitas, aprovechando el momento preciso en que las rocas se separaban, pasaron, y él junto con ellas.
Llegaron a una casa. Las ovejitas atravesaron el patio y se echaron a la sombra de los árboles. El muchacho comprendió que había llegado el término de su viaje. En efecto, salió una señora muy afable y le pidió la carta. Le trató con todo cariño, le dio de comer y le hizo dormir la siesta con la cabeza apoyada en su regazo. Cuando se despertó, ya repuesto de las fatigas del viaje, aquella señora le dio su bendición y le muchacho emprendió el camino de regreso.
El patrón se alegró mucho al verle llegar tras haber cumplido sus órdenes. Le pidió que le refiriera cuanto le había llamado la atención, y le fue explicando el significado de lo que había visto.
El río de aguas claras como cristal lleva las lágrimas que la Virgen María derramó por Jesús, las mismas que derraman todas las madres por sus hijos.
El río de sangre es el que brotó de las heridas de Jesús, en su sacrificio por redimir a los hombres.
Los bueyes flacos en el alfalfar floreciente son los ricos avarientos.
La señora a quien le entregó la carta, era la Virgen María, y el viejecito que pedía limosna, Jesús, que recorría el mundo probando la caridad de lo hombres. Las ovejitas que le sirvieron de guía en su camino eran ángeles.
-Dime, ahora -añadió al terminar- cómo quieres que te recompense ¿con un Dios te lo pague, o con una carga de oro?
-¡Oh, señor! -contestó el muchacho- Una carga de oro ha de terminas algún día, mientras que un Dios te lo pague dura siempre. Deme usted un Dios te lo pague.
Y así fue.
Cuando regresó a su casa, sus padres le recibieron contentísimos.
Había dicho que no traía nada, pero, al descolgar las alforjas, se encontró con que estaban llenas de monedas de oro. Cuando contó lo que le había ocurrido en su viaje, todos reconocieron que el oro era el premio que Dios daba a sus virtudes. Los hermanos, arrepentidos, prometieron enmendarse.
Y todos vivieron ricos y felices.
Cuento popular argentino
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