sábado, 23 de noviembre de 2013

Sorry, pero casi todos nosotros hablamos así

Siempre fuimos bastantes tiligos y colonizados los argentinos, ya se sabe. Tenemos antiquísimos ejemplos: Bristol, nuestra playa más antigua y popular, se llama como una de las más importante ciudades-puerto de Inglaterra, además de ser casi una copia de Brighton, otra ciudad inglesa a las orillas del mar. En la década del cuarenta la “confitería” mas elegante del Barrio Norte era La Paris. Y como estos hay cientos de ejemplo. Convengamos que snobs existen en todas partes: en los EE. UU. y Gran Bretaña habían alternado frases en francés, como también lo hacen en las crónicas sobre arte, espectáculos o moda.
En Buenos Aires, la cholulada por todo lo ingles, seguido por el francés y algo de italiano, aumenta cada día. Idiomas como el alemán, el dinamarqués o el sueco no se tienen en cuenta; y en tren de “hacerse el fino” a nadie se le ocurriría pretender que sabe húngaro o catalán. El “cholulo-tipo” –incapaz de armar una sola frase en otra lengua que no sea el español– intercala palabras sueltas en francés o ingles durante su conversación con el fin de pasar por culto y/o refinado.

Penetración cultural, ¿nosotros?
Los rubros más “atacados” por esta manía extranjerizante son: moda, gastronomía, música, deportes y cosmética, en áreas como Recoleta, Palermo, Centro, Belgrano y zona Norte. Pero a no ponerse nerviosos, en muchos barrios ya lo están imitando. Seria visto como un suicidio social abrir un negocio de “buen gusto” llamándolo “Creaciones Viviana”. Hasta los jabones y espantamosquitos tienen nombre extranjeros. Un pan flauta que mida más de quince centímetros pasa a ser una baguette.
Para un profesional del pelo, ser peluquero es signo de ineficacia y vulgaridad: se es coiffeur; los más tímidos se anuncian como Jorge o Carlos, agregando en el cartel la imprescindible palabra francesa. Remeras y buzos perdieron sus nombres y adquirieron larguísimas leyendas en ingles, encontrar alguno liso seria casi un milagro y probablemente ni yo lo querría. Si nuestros adolescentes promocionaron –por ejemplo– el Animal Festival in Florida, los de Minnesota, ¿podrían usar buzos que dijeran Sociedad de fomento de Olavarría?
Sería imposible encontrar un lavadero de autos que se llame Cacho, como un papelón decir ciudad en lugar de city; la palabra perdóname esta “out”, se impone sorry. Referirse a un calzoncillo es todo un riesgo, se dice slip; ya no se toman tragos sino drinks.
Si a nuestra gloria nacional, el choripan, se le dice chori-punk en cualquier momento al mate le dirán “hot green drink” y vaya a saberse cómo se llamarán la semana que viene los bifes de chorizo.

Ni tilingos ni colonizadores
La computación, la electrónica y el vídeo “nacieron” en ingles y además sería absurdo describir con treinta palabras lo que puede decirse con un par de ellas. Lo mismo sucede con el lenguaje de la economía y algunos términos ligados a la medicina. Pero hay otros rubros que –hasta ahora– zafan del terrorismo idiomático: los negocios de electrodomésticos y los bazares se llaman como sus dueños, con un “y hermanos” al final. Los que arreglan zapatos, Nito o Pochi; las clínicas usan nombres de santos, como los sanatorios. Tampoco tienen pretensiones los fabricantes de claraboyas, telas o mosaicos ni quienes alquilan andamios o disfraces. Los que venden cojinetes o bolilla y las casas de rulemanes o tornillos prefieren publicitarse como tales: el rey del tornillo, o la casa de los mil rulemanes.
El mejor ejemplo de “coraje nacional” que se ha encontrado es un negocio con venta de ropa interior, con este sencillo y claro nombre: El Calzón. Porque a veces acá las cosas se llaman por su nombre y en español, que siempre fue nuestro idioma, que se sepa.

Y ahora termino esta nota porque tengo un party en un loft. Me hice un make up en soft Brown y pale pink y me puse una skirt con un touch algo gipsy, rompiendo algo el look con un blazer de soie naturelle de color italian green.

María Luisa Livingston
Diario Clarín 17/6/1986

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