Siempre fuimos bastantes tiligos y colonizados los
argentinos, ya se sabe. Tenemos antiquísimos ejemplos: Bristol, nuestra playa más
antigua y popular, se llama como una de las más importante ciudades-puerto de
Inglaterra, además de ser casi una copia de Brighton, otra ciudad inglesa a las
orillas del mar. En la década del cuarenta la “confitería” mas elegante del
Barrio Norte era La Paris. Y como estos hay cientos de ejemplo. Convengamos que
snobs existen en todas partes: en los EE. UU. y Gran Bretaña habían alternado
frases en francés, como también lo hacen en las crónicas sobre arte,
espectáculos o moda.
En Buenos Aires, la cholulada por todo lo ingles, seguido
por el francés y algo de italiano, aumenta cada día. Idiomas como el alemán, el
dinamarqués o el sueco no se tienen en cuenta; y en tren de “hacerse el fino” a
nadie se le ocurriría pretender que sabe húngaro o catalán. El “cholulo-tipo” –incapaz
de armar una sola frase en otra lengua que no sea el español– intercala
palabras sueltas en francés o ingles durante su conversación con el fin de
pasar por culto y/o refinado.
Penetración cultural, ¿nosotros?
Los rubros más “atacados” por esta manía extranjerizante
son: moda, gastronomía, música, deportes y cosmética, en áreas como Recoleta,
Palermo, Centro, Belgrano y zona Norte. Pero a no ponerse nerviosos, en muchos
barrios ya lo están imitando. Seria visto como un suicidio social abrir un
negocio de “buen gusto” llamándolo “Creaciones Viviana”. Hasta los jabones y
espantamosquitos tienen nombre extranjeros. Un pan flauta que mida más de
quince centímetros pasa a ser una baguette.
Para un profesional del pelo, ser peluquero es signo de
ineficacia y vulgaridad: se es coiffeur; los más tímidos se anuncian como Jorge
o Carlos, agregando en el cartel la imprescindible palabra francesa. Remeras y
buzos perdieron sus nombres y adquirieron larguísimas leyendas en ingles, encontrar
alguno liso seria casi un milagro y probablemente ni yo lo querría. Si nuestros
adolescentes promocionaron –por ejemplo– el Animal Festival in Florida, los de
Minnesota, ¿podrían usar buzos que dijeran Sociedad de fomento de Olavarría?
Sería imposible encontrar un lavadero de autos que se llame
Cacho, como un papelón decir ciudad en lugar de city; la palabra perdóname esta
“out”, se impone sorry. Referirse a un calzoncillo es todo un riesgo, se dice
slip; ya no se toman tragos sino drinks.
Si a nuestra gloria nacional, el choripan, se le dice
chori-punk en cualquier momento al mate le dirán “hot green drink” y vaya a
saberse cómo se llamarán la semana que viene los bifes de chorizo.
Ni tilingos ni colonizadores
La computación, la electrónica y el vídeo “nacieron” en
ingles y además sería absurdo describir con treinta palabras lo que puede
decirse con un par de ellas. Lo mismo sucede con el lenguaje de la economía y
algunos términos ligados a la medicina. Pero hay otros rubros que –hasta ahora–
zafan del terrorismo idiomático: los negocios de electrodomésticos y los
bazares se llaman como sus dueños, con un “y hermanos” al final. Los que
arreglan zapatos, Nito o Pochi; las clínicas usan nombres de santos, como los
sanatorios. Tampoco tienen pretensiones los fabricantes de claraboyas, telas o
mosaicos ni quienes alquilan andamios o disfraces. Los que venden cojinetes o
bolilla y las casas de rulemanes o tornillos prefieren publicitarse como tales:
el rey del tornillo, o la casa de los mil rulemanes.
El mejor ejemplo de “coraje nacional” que se ha encontrado
es un negocio con venta de ropa interior, con este sencillo y claro nombre: El Calzón.
Porque a veces acá las cosas se llaman por su nombre y en español, que siempre
fue nuestro idioma, que se sepa.
Y ahora termino esta nota porque tengo un party en un loft.
Me hice un make up en soft Brown y pale pink y me puse una skirt con un touch
algo gipsy, rompiendo algo el look con un blazer de soie naturelle de color
italian green.
María Luisa Livingston
Diario Clarín 17/6/1986
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