jueves, 22 de junio de 2017

El autor secreto

Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553

Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas indiscretas.
Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
—Mi capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle.
Hacía frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.
Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Pasó el tiempo sin obtener respuesta.
A fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo, que hablaba desde el interior.
—¡Voto a Dios que no son horas! —decía la voz—. ¿Quién va?
—¡Abrid en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar.
La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor.
—Voto a Dios que no es hora de visitas.
—No es hora, en efecto —dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo.
El peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevó a una mesa donde había letras en moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el oro resplandeció incluso en aquella tenue luz temblorosa de la vela.
—Esto es mucho dinero —dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado—. Nada bueno queréis.
Don Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó también sobre la mesa.
—Ese dinero es en pago por imprimir este libro. Veréis que soy hombre asaz generoso.
El viejo ladeó la cabeza.
—Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata.
—La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y… bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo. —Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
El viejo miró la nueva bolsa y miró el cuero con el libro.
—Aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo —dijo el anciano acercando la luz a la segunda bolsa.
—Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. —Y don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa—. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad.
El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encaminó hacia la puerta.
—Hay un problema, caballero —añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta.
El caballero se detuvo y se volvió despacio.
—¿Qué problema?
—Aquí, en el libro, no figura autor alguno.
Don Diego sonrió de forma siniestra.
—No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. —Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se  desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.


Roma. Año del Señor de 1555

El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice.
—Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre.
—¿Qué asunto? —preguntó el papa Julio III con aire distraído.
El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
—Se trata del índice de libros, el Index librorum prohibitorum, santísimo padre.
Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero.
—¿Desde España? —preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
—Sí, santidad —continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de ejercitar una paciencia infinita—. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos —y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
—El Lazarillo de Tormes —repitió su santidad—. ¿Tan popular se ha hecho ese libro?
—Hasta cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como éste, santidad; hay que prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos.
—Supongo que tenéis razón —respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo; hasta que, de pronto, parpadeó y, con curiosidad, preguntó—: ¿Y quién ha escrito ese libro?
El gran inquisidor, que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejó de sonreír.
—No lo sabemos. —Y el inquisidor hizo una breve pausa—. No lo sabemos aún, santidad, pero lo averiguaremos.
Apenas cuatro años después, en 1559, el Index librorum prohibitorum fue oficial. En él ingresó el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto, cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre literatura de los siglos XIX, XX y XXI y sus conclusiones: la atribución de la autoría del Lazarillo de Tormes a don Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este capítulo. No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha considerado que el Lazarillo quizá pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del mismísimo Fernando de Rojas, autor de La Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez, Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles autores es casi interminable.
Siempre pensé que el que no se conociera quién es el autor de esta novela era una derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes victorias de la literatura universal.

Santiago Posteguillo
La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
La vida secreta de los libros

jueves, 15 de junio de 2017

Auto fantasma

El domingo a la madrugada, venía por la ruta 11 desde Corrientes hacia Formosa y, como era de esperarse, mi pobre y destartalado FIAT 600 se rompió. Me tiré a la banquina esperando que alguien me auxiliara y a los 10 minutos apareció un Mercedes Benz Kompressor impresionante a 190 km/h pasando frente a mi. En eso veo que el tipo del Mercedes da marcha atrás y vuelve hasta el fitito. Ahí mismo se ofrece a remolcar mi pobre porquería y acepté enseguida, pero le pedir por favor que no corriera mucho, si no mi Fiat y yo, íbamos a ir a parar al carajo (obvio). Y combinamos que le iba a hacer luces cada vez que el Mercedes estuviera yendo más rápido de lo aconsejado. Entonces, el Mercedes comenzó a remolcarme, y siempre que se zarpaba con la velocidad, le hacía luz (lo pongo en singular, porque para variar, uno de ellas estaba en corto y no funcionaba).
En eso, aparece un Porsche Carrera GT 2, negro, polarizado, fachero mal, que intimida al Mercedes. Éste no deja que lo forreen y va: 120, 130,150, 190, 210, 240, 260 km/h!!!! Yo ya estaba desesperado y desfigurado!!! Haciendo luces como loco!!!! Y los otros dos locos a la par... y a fondo, ¡¡¡¡¡al taco!!!!! Por ahí, pasamos por un puesto de Policía Caminera del Chaco, pero... ni vi el radar, que registró impresionantes 270 km/h. Entonces el policía avisa por radio al próximo puesto de Gendarmería en Tatane: 
¡Atención! ¡Atención! Dos masculinos, uno en un Mercedes Gris Plata Kompressor y otro en un Porsche Carrera GT 2 Negro disputando una picada a más de 270 km/h en la autopista, y... muchachos... juro por mi vieja, por mis hijos y por mi laburo, por Diego, Dalma y Giannina: Atrás de ellos, chupado al Mercedes, viene un FIAT 600 haciéndoles luces para que lo dejen PASARRRRRR!

Vieja hija de p....

Hace rato fui al Waltmart a comprar cerveza... Estaba en la fila esperando a pagar y había una señora adelante y se me hizo raro, de hecho me sentí incómoda porque me miraba mucho, pero demasiado, y me pregunté ¿Qué onda la vieja esta? Le gustó o me conocerá de algún lugar.
Me dije: no pierdo nada le voy a preguntar, ¿Me conoce?
Y ella me respondió: No, es que te parecés mucho a mi hija...
Y yo me quedé así como, que me sorprendió... ¿Enserio? Y me gano la risa...
En eso me dice, es que el falleció hace un mes... y pues no supe que contestar...
Después me dice: ¿Te puedo dar un abrazo?
Y yo así con cara de sorprendida, y pues se me hizo fácil decirle que si, y tremendo abrazo que me dio que parecía garrapata la doñita y sigue avanzando la fila. Antes de pagar ella con su carrito de compras repleto de mercancía me dice: ¿Te puedo pedir un favor? Y pues le dije que si... a lo que ella me dice: "Me dices adiós Mami con la mano cuando me esté yendo. Esas fueron las últimas palabras de mi hija antes de fallecer y con el parecido que tú tienes me sentiría feliz escucharlas nuevamente."

Y me quedé así como en shock y dije que si, así se sentirá bien pues no me cuesta nada y le gritó a los 4 vientos para que todo el mundo escuchara:
"Adiós mami cuídate al rato voy..."
Como me pidió ella y hasta demás queriendo hacerla sentir bien, tan tierna la viejita... pues se fue. En eso me toca a mi pagar en la caja, paso con mi pack de cerveza y cuando voy a pagar la cajera me dice: Son $2,570 y le contesté ¿Queeeeeeé? ¿¿¿Estas loquita vo'???¿O que te pasa?
Y me dice la cajera: Son $70 pesos del pack y $2,500 de su mamá, ya que ella me dijo que eras su hija y que tu me pagabas. Y le dije: ¡¡Noo vieja gila!!, ni siquiera la conozco y salí corriendo a buscarla,pero ya se había ido...

miércoles, 14 de junio de 2017

Poema a un perro vagabundo

A ti, perro vagabundo
a quien todos miran, y nadie quiere
cabeza gacha y mirada que hiere
que despierta la más pura sensación,
un amor que palidece
y se convierte en compasión.

A ti, del humano fiel amigo
aunque de él no has recibido
más que pena y decepción.

A ti, que no vives y estás vivo
que buscas por entre las sobras
lo que vale y se ha perdido.

En ti, mi fiel amigo
no veo un ser mal herido
sino un colega que comparte
mi mismo destino...

...La soledad.