VIII. PAUSA TRES:
(PARA
INICIAR EL CANJE, CON UNA
HISTORIA DE CUCHILLEROS)
Los callados
Borges, el lugar donde ocurrió
lo que ocurrirá no tiene nombre. Ni eso.
Estaba empezando el
siglo, iba por su tercer día. Pero allí era como si nada.
No espera adiciones de metáforas o de paisajes
porque allí, donde ocurrió lo que ocurrirá, la rutina de la pobreza lo había carcomido
todo. Hasta las furias, hasta las pasiones, hasta las venganzas, hasta las
envidias.
Pero dos hombres se
obstinaban en recordar que lo eran: Hormiga Cruz y Serafín Soler.
Tenían fatalmente que
enfrentarse, porque eran los únicos que conservaban un residuo de coraje, y
extrañaban el agrio sabor del peligro.
Hormiga Cruz y Serafín
Soler memorizaban cuidadosamente el hábito de expresarse mejor con la velocidad
del acero.
No se buscaron.
No hubo provocador en
esta contienda (detalle inusual que usted, Borges, sabrá valorar como nadie en
el mundo).
No se buscaron porque
no hacía falta.
Cierto día, el irrevocable
azar los juntó: el sol los alumbró en la puerta del mismo almacén.
Se miraron hondo. Se aquietaron
con la mirada. No se dijeron nada.
Serafín Soler entró no
más al almacén, compró tabaco y fosforo. Pero se veía que venía por otra cosa.
Hormiga Cruz entró también
al almacén, compró gomina para el pelo y peine. Pero se veía que venía por otra cosa.
Los dos se fueron del almacén
y olvidaron lo que habían pagado.
Los dos comenzaron a
caminarla misma desdibujada vereda, barriada por el mismo desganado viento.
Taloneaban en la misma dirección.
Ninguno de los dos
usaba chambergo. No había charol ni lustre en sus pies. Pero se habían puesto
lo mejor que tenían.
Al llegar al último árbol
de la vereda los dos consintieron en mirarse de nuevo. Y no se dijeron nada. Ni
se regalaron el énfasis del más precario gesto. Eso sí, se miraron hondo otra
vez. Bastaba.
Siguieron.
Más adelante los
esperaba un frágil puente de soga y tablas que atravesaba un riacho que ahora
estaba seco. Sólo cabía uno por vez en ese puente tan angosto.
Hormiga Cruz lo empezó
a caminar primero.
Pero muy enseguida Serafín
Soler.
Al otro lado del puente
había muy poco para ver.
Y ya estaba a la vista:
un terreno interrumpido transversalmente por un largo trozo de pared (medianera
con la distancia) por momentos celeste, por momentos verde, por momentos
blanca. En ese muro, en tiempo pasado y sin duda mejor, se habían afirmado tres
casas ahora derrumbadas.
En aquella especie de
patio con una sola frontera y el único techo de un cielo callado, desentendido,
iba a ocurrir lo que ya está ocurriendo.
Hormiga Cruz detiene
sus pasos, afirma sus piernas y pone la mirada a disposición de Serafín Soler.
Serafín Soler también busca
ángulo para sus pies y mete sus ojos en los ojos de Hormiga Cruz.
Consumen un momento de
algunos segundos, así.
Sin gestos ni palabras.
Los dos a la vez acuden
a sus cuchillos.
Sin demoras empiezan a
buscarse.
Hay un roce en un
pómulo para uno.
Hay un tajo sin importancia
en un codo para otro.
Los dos sienten el olor
a hombre del otro, agravado por el olor a duelo.
Uno hace como que
retrocede. El otro se le viene encima, con todo.
Pero se encuentra
antes, en el trayecto, con el cuchillo del contrario, que se lo encaja arriba
del ombligo.
No tiene necesidad de
repetir la punzada, el más ligero. Siente que el otro empieza a derrumbarse. Saca
la mano y le deja el cuchillo, adentro, hasta el mango.
Sobre la pared y al borde
del puentecito, todos los rostros que tenían el lugar estaban mirando.
Entre aquello rostros había
dos mujeres que lloraban, por distintos motivos.
Los dos hombres
continuaban casi en la misma posición. Uno de pie, el otro en el suelo,
encogido.
El que estaba de pie se
inclinó sobre el otro, que todavía estaba vivo, y con el último pensamiento
para decir.
Se inclinó para retirar
el cuchillo de su cuerpo.
Pero le caído lo detuvo
con un chistido y estas últimas, únicas palabras: Déjemelo puesto el cuchillo… usted no lo va a precisar más.
¿Quién fue el muerto,
quién el vivo?
Lo mismo daba en aquel
paraje del mundo.
Posdata: Borges, como
ve, soy hombre de palabra: ya empecé a cumplir lo pactado. Sobre su curiosidad
no me caben dudas: usted seguirá leyéndome, y leyéndose. Seguramente usted
esperaba más de esta primera historia de coraje, pero trate de amortiguar sus
exigencias. En mi relato, procuré ser lo más informativo posible. Sepa disculpar
algunos deslices de piel literaria: no fueron causados por mí espero: son consecuencia
de las malas lecturas, y de las buenas, que usted, con su adiestrado hábito,
sabrá destacar. Seguro.
Rodolfo E. Braceli (1979) “Don
Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” VIII. Pausa tres: (para
iniciar el canje, con una historia de cuchilleros) pág. 47