sábado, 28 de abril de 2018

Para comprobar, en cuerpo viviente, si es cierto que usted, Borges, no le teme a la muerte...

XXVII. PAUSA DOCE: 
(PARA COMPROBAR, EN CUERPO 
VIVIENTE, SI ES CIERTO QUE USTED, 
BORGES, NO LE TEME A LA MUERTE...)

Borges, créame, me estoy volviendo loco.
Le explico: lo que le pasó al Quijote, de tanto convivir con las historias de caballería, me ha empezado a pasar a mí, de tanto leer sus libros sobre infamias, eternidades y cuchilleros.
Mi vieja cuando chico me decía que comer manzana hace bien a la cabeza. Yo, viendo que mi cabeza empieza a desflorar ocurrencias inverosímiles, peligrosamente inverosímiles, he retomado a la masticación de manzanas. No como otra cosa desde hace cuatro días: muerdo manzanas desde la mañana hasta la noche. Trato de remediar con ellas las desviaciones de mi cabeza. Trato, pero siento que ya es demasiado tarde...
Le contaré ahora otra historia de cuchillero. Sucedió hace dos días, en pleno 1978, en Buenos Aires. Sí, Borges, no le miento. El protagonista de esta historia es usted…
No frunza el ceño. No estoy completamente loco. Estoy casi loco. Por el momento. Todavía me queda un resto de cordura y lo usaré para acomodar los sucesos y referírselos con algún decoro sintáctico…
Todo empezó cuando volví a repasar el diálogo aquel que tuvimos sobre la muerte, sobre el supuesto Jacinto Chiclana que entraba a su pieza dispuesto a matarlo. Ese diálogo, no sé bien por qué, se me atascó, no lo pude digerir bien. La duda sobre su esperanza en la muerte se me incrustó en los sesos. Y no me dejó. Y no me dejó por más que traté de desalojarla… Terminé afiebrado. La fiebre me empujó a concebir la siguiente idea:
“Compraré un cuchillo de buen acero. Munido de ese cuchillo esta noche, a eso de las tres de la madrugada, entraré al edifico de la calle Maipú, donde vive Borges. Tocaré el timbre de su departamento. Antes de abrir, Borges preguntará: quién es. Le diré: Soy el cartero, aquí tengo un telegrama... un telegrama de Suecia para usted... Borges abrirá. Yo saludaré: Buenas noches… Cerraré la puerta, con dos vueltas de llave. Le diré: Borges, preste atención: a diario usted repite que siente una gran esperanza por la muerte, que si llegara esta noche la recibiría con alegría. Yo no le creo.  Y vengo a comprobar su mentira: no soy un cartero, soy un hombre que ha comprado un cuchillo y viene a matarlo, a matarlo en serio. Sí, Jacinto Chiclana murió, pero yo estoy vivo... Borges, estoy aquí para ver si es tan cierto que no le teme a la muerte. Quiero ver qué cara pone ante la muerte que en los próximos minutos va a llegarle por mandato de este cuchillo.
...Usted, Borges, no me creerá, sonreirá, me dirá: Le ruego que me deje descansar, estoy muy fatigado, hoy estuve firmando autógrafos en la Feria del Libro, eso agota a un atleta, imagínese yo, que voy para los ochenta años... Yo, con voz más tensa que enérgica, le advertiré: Borges, esto no es un juego, esto es cierto, muy cierto, en la mano derecha de mi cuerpo hay un cuchillo de treinta centímetros, es de acero inglés, como a usted le gusta... con este cuchillo le voy a dar por lo menos dos puñaladas: la primera en el vientre, para que la sienta y se dé cuenta de que la muerte es cosa seria, tan seria como la vida... la segunda será un rato después, en el corazón, cuando yo considere que he averiguado lo que vine a averiguar. Diré eso, pero usted seguirá sereno, Borges. Me dirá: Tome asiento, señor... Yo le diré: No juegue más, Borges, aquí no estamos jugando, ni haciendo literatura, ni soñando: aquí tengo un cuchillo, tóquelo, pálpelo, compruebe el categórico acero con sus propios dedos... Le alcanzaré el cuchillo. Usted, físicamente más sagaz de lo que suponía, golpeará con su bastón mi mano del cuchillo. El cuchillo caerá debajo de un mueble de biblioteca. Yo iré a recuperarlo, gatearé para eso. Usted, otra vez rápido, apagará la luz. Quedaremos igualados: yo, con la ventaja de mi juventud. Usted, con la ventaja de saber tratar con la oscuridad… Me pondré de pie y le diré, mintiendo: Borges, puedo prescindir de la luz, traigo linterna. No se le ocurra gritar porque abrevio esta ceremonia… Seguiré palpando con disimulo la pared… me encontraré de pronto con su bastón, me aferraré a él, se lo arrancaré de las manos, lo arrojaré lejos... Usted caerá, yo caeré encima... usted se acurrucará, yo me quedaré tenso, a la expectativa... oiré su respiración muy cerca, su respiración entrecortada... palparé su rostro, sabré que está mojado de lágrimas... acomodaré su cabeza temblorosa entre mis manos… y al oído le diré: No se aflija, Borges, yo también tengo tanto miedo como usted... llore tranquilo que yo también estoy llorando. Quiero que sepa: en realidad no vine a matarlo, sólo quería comprobar si era verdad lo que anda diciendo de la muerte en tanto reportaje. Comprenda, es la búsqueda de la verdad lo que me empujó a esto…
Yo estaré llorando en serio, llorando en castellano, usted me dirá: Bueno, ya sabe lo que venía a averiguar... no le guardo rencor, usted escribirá lo que sabe en un libro… su infamia, joven, se ha dignificado porque fue impuesta por la urgencia de la literatura… aunque, cuídese, porque de seguir así va a terminar haciendo literatura realista, literatura comprometida… Yo apaciguaré mi llanto. Usted me indicará exactamente dónde está la llave de la luz. La luz que nada ilumina, nos alumbrará. Usted recibirá el bastón y me dirá: No hay, casi, bebidas en mi casa, pero en ese mueble encontrará una botella, lo invito a que tomemos una ginebrita. Con la ginebrita pareceremos dos hombres de coraje. Serviré la ginebra, brindaremos por el lindo coraje que nos falta… Le diré: Hasta siempre, don Borges, perdone tanta molestia… Usted me recordará: No olvide su cuchillo, se lo está dejando...  Yo alzaré el cuchillo. Lo llevaré conmigo.
(Fíjese, Borges, las cosas que se hospedan últimamente en mi cabeza, pese a la compensación tardía de las manzanas.
Le conté lo que le conté, para que sepa.
En cualquier momento puedo desgraciarme para siempre en este loco afán... de buscar la verdad.
Borges, si una de estas noches alguien llama a su puerta en la madrugada, no le abra. NO LE ABRA).

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXVII. 
Pausa doce: (para comprobar, en cuerpo viviente, si es cierto que usted, Borges, no le teme a la muerte...) p. 141

jueves, 26 de abril de 2018

Callejero

Era callejero por derecho propio,
su filosofía de la libertad
fue ganar la suya sin atar a otros
y sobre los otros no pasar jamás.

Aunque fue de todos nunca tuvo un dueño
que condicionara su razón de ser,
libre como el viento era nuestro perro,
nuestro y de la calle que lo vio nacer.

Era un callejero con el sol a cuestas,
fiel a su destino y a su parecer,
sin tener horario para hacer la siesta
y rendirle cuentas al amanecer.

Era nuestro perro y era la ternura
que nos hace falta cada día más,
era una metáfora de la aventura
que en el diccionario no se puede hallar.

Era nuestro perro porque lo que amamos
lo consideramos nuestra propiedad
y era de los niños y del viejo Pablo
a quien rescataba de su soledad.

Era un callejero y era el personaje
de la puerta abierta en cualquier hogar,
era en nuestro barrio como del paisaje,
el sereno, el cura y todos los demás.

Era el callejero de las cosas bellas
y se fue con ellas cuando se marchó,
se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormido y ya no despertó.

Nos dejó el espacio como testamento,
lleno de nostalgia, lleno de emoción,
vaga su recuerdo por mis sentimientos
para derramarlos en esta canción.


Alberto Cortez

miércoles, 25 de abril de 2018

El muy pálido

XXII. PAUSA DIEZ 
(PARA CONTAR LA HISTORIA DE 
UN CUCHILLERO INCOMPRENDIDO)
El muy pálido
Borges, el hombre de esta historia tenía nombre y apellido. Pero le decían siempre El Muy Pálido. Y así lo nombraré, para no transgredir el hábito y para no molestar la dignidad de una familia muy notaría de nuestros días que tiene su mismo apellido.
El Muy Pálido fue un guapo incomprendido, ya verá.
Nació por el 1902, en una casa de Villa Urquiza. A su padre no tuvo tiempo de aprenderlo con sus ojos; murió joven, de un infarto. La madre entonces redujo su casa-mansión a la mitad.
Con el buen dinero que sacó de la otra mitad y una discreta herencia que la socorrió por esos años, pudo afrontar los días sin tener otro trabajo que el cuidado de ese niño, hijo único, tan pálido, y no por casualidad. No frecuentaba la intemperie de la vereda, se la pasaba en la sosegada penumbra de unas altas habitaciones, jugando juegos muy quietos, hojeando libros muy viejos.
El Muy Pálido creció mirado por su madre. Se hizo hombre de la misma manera.
Cuando llegó ese tiempo en el que el hombre debe hacer su vida, el Muy Pálido decidió hacerla, pero al lado de su madre. No quise mujer. Eso hubiera sido un desvío.
Sus hábitos cambiaron apenas. Todos los días salía a la calle, pero siempre un rato largo después que el sol, su temido sol, ya no estaba. Iba siempre a los mismos lugares: los cabarets del Bajo y un determinado café de Corrientes y Uruguay. Un solo día no salía: el sábado a la noche, porque entonces todo el mundo baja el centro, decía.
A tiempo, antes de que los dineros de la herencia se les terminaran, el Muy Pálido aprendió el oficio de prestamista. Cuando le preguntaban de qué vivía repetía invariablemente: “Yo vivo de la estupidez de la gente… nunca conoceré el hambre…”
Cumplió los treinta años sin modificación alguna en sus hábitos: salida para el centro cuando empezaba la noche, retorno para la casa ante la primera amenaza del sol.
Su madre envejecía apaciblemente. Sus fuerzas alcanzaban para atender al hijo, para hacerle la comida, para lavarle la camisa blanca, para plancharle el eterno traje azul de gabardina, para cepillarle el sombrero gris de cinta negra…
Los días siguieron su suma. Hasta que la vejez de la madre fue casi inmovilidad: ya no le lavaba la camisa, ni le hacía la comida, ni le planchaba el traje azul de gabardina… eso sí, siempre le cepillaba el sombrero antes de salir. El se encargaba de todo, sin queja.
Borges, pero hay un detalle que se me va quedando y que le va a interesar. En el chaleco del Muy Pálido, en el interior de su costado derecho, había una especie de bolsillo longitudinal que servía de vaina para un cuchillo de tamaño razonable y suficiente como para abreviar la vida de cualquier cuerpo. Sí, el Muy Pálido era zurdo para firmar, para tomar la sopa, para peinar a su madre y para ese cuchillo…
¿Qué hacía el cuchillo habitando el chaleco de este hombre tan notoriamente frágil? Eso que se pregunta usted, Borges, se lo preguntaban todos los que lo conocían.
Pero, pese a su aspecto negador, el Muy Pálido escondía hondo el vicio del coraje. Lo tenía muy adentro de su sangre. Sin embargo nadie se lo admitía. Nadie podía concebir ni aceptar que se pudiera ser tan frágil, tan Muy Pálido y hospedar coraje. Nadie podía admitir que cuerpito tan magro tuviera algo que ver con el valor.
Nadie salvo su madre. Ella sabía que el vicio estaba en su hijo.  Nunca nombraban la palabra, pero todos los días, cuando empezaba el declive de la tarde, mientras el Muy Pálido la peinaba antes de ponerse el traje azul, ella puntualmente le preguntaba:
-¿Usaste ESO anoche?
Y él puntualmente le contestaba:
-Quise, pero no pude: no me creyeron, madre…
Ella entonces le apretaba la zurda, y le decía:
-No sufra, mi Pálido. Insista.
Se cuenta que diecisiete veces, ante ofensas de morondanga, el Muy Pálido sacó el cuchillo que nadie suponía, del costado de su fatigado chaleco. Pero no le hicieron caso. Lo dejaron allí, con el cuchillo pendiente… Es que a nadie se podía considerar cobarde por no enfrentar al Muy Pálido, al contrario, cobardía hubiera sido hacerlo.
Un día después de la Navidad de 1943 el Muy Pálido fue como tantas veces al piringundín de la calle Reconquista.
Al rato llegó un tal Curbelo, famoso matón de cuchillo bien conceptuado que además tenía cierto nombre como boxeador. Curbelo vio al Muy Pálido y se le fue encima. Hizo lo de costumbre: le dio un beso en la frente y le añadió otro en la oreja. También le dijo:
-¿Qué hace a estas horas mi bebé por aquí?
El Muy Pálido sintió que el agravio lo rebalsaba de felicidad. Su zurda buscó el cuchillo y lo encontró donde siempre. Lo contestó:
-El bebé ha venido a matarlo, poco hombre…
Curbelo arrojó la carcajada.
El Muy Pálido se le acercó y le escupió la cara.
Curbelo no se la limpió. Con el acompañamiento de otra carcajada le respondió:
-Salivita con gusto a leche de madre…
El Muy Pálido, con un susurro desafinado, le dijo:
-¡Saque el cuchillo, porque voy a matarlo!
Curbelo, con un resto de carcajada, le gritó:
-… de risa me vas a matar!
El Muy Pálido ya no habló más. Con un tajo prolongó la boca de Curbelo. Entonces este se le fue ciego encima, pero sin apelar a su cuchillo… El Muy Pálido lo esperó con la zurda tensa. Su cuchillo entró en el lugar exacto, donde no se falla.
Cayó Curbelo. Cayó sin más palabras, cayó sin más carcajada.
El Muy Pálido estaba feliz, pero no tanto: porque al final el otro tampoco le había creído, y él mismo se había metido en la muerte, sin recurrir a su acero.
Dispuesto a que su felicidad fura completa, dispuesto a mostrarle a todos que su coraje no era poca cosa, el Muy Pálido hizo a continuación algo: hundió el cuchillo en su propio y escaso pecho, también en el lugar exacto.
Cayó encima del otro. Y su cuerpo pareció el de un hijo que duerme sobre su padre.
Cuando lo llevaron a su madre ella dijo, sin lágrimas:
-Ya era hora, estaba empezando a desconfiar de su coraje. Vengan mañana por él y por mí, porque a mi vida le quedaba un solo día, y es éste.

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXII. Pausa diez (para contar la historia de un cuchillero incomprendido) pág. 117

martes, 17 de abril de 2018

Amanecer

(Crescendo)

Blando céfiro mueve sus alas
empapadas de fresco rocío…
De la noche el alcázar sombrío
dulce alondra se atreve a turbar…
Las estrellas, cuál sueños se borran…
Sólo brilla magnífica una…

¡Es el astro del alba! La luna
ya desciende, durmiendose, al mar.

Amanece: en la raya del cielo
luce trémula cinta de plata
que, trocada con fulgente escarlata,
esclarece la bóveda azul;
y montañas y selvas y ríos,
y del campo la mágica alfombra,
roto el negro capuz de la sombra,
muestra nieblas de cándido tul.

¡Es de día! Los pájaros todos
lo saludan con arpa sonora,
y arboledas y cúspides dora
el intenso lejano arrebol.

El Oriente se incendia en colores…;
los colores en vívida lumbre…,
¡y por encima del áspera cumbre
sale el disco inflamado del sol!

Pedro Antonio de Alarcón

domingo, 8 de abril de 2018

Límites

De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido

a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?

Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.

Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.

Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.

No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando el ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.

Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son los que me han querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.


Jorge Luis Borges

lunes, 2 de abril de 2018

Blancaniña y la reina mora

Era que se era un Rey que iba de caza, y encontró a Blancaniña, que estaba jugando con sus hermanos. Blancaniña tenía largos cabellos y el Rey se prendó de ella. Quiso llevársela con él en su caballo. El Rey le pidió a la niña que lo esperara, porque él quería traer hermosos vestidos, piedras brillantes y una carroza transparente, rodeada de caballeros, para que entrase como una reina.
Blancaniña sintió miedo al quedarse sola en el monte, pero el Rey la calmó diciéndole que volvería al día siguiente, a mediodía. Y se marchó.
La niña vio una fuente de aguas muy claras y se subió a una rama de alto árbol para esperar al Rey. Veía desde allí el camino; también se veía reflejada en el agua, como en un espejo.
Una morita vino con un gran cántaro a la fuente y vio la imagen de la niña en el agua y creyó que era ella misma. Y dijo suspirando:

-Mora, morita, de la morería...
¡Y venir por agua a la fuente fría!

Tiró el cántaro y se fue. Pasó el sol alto a mediodía, y el Rey no vino. Blancaniña se entristeció porque temía que el Rey no volviera a buscarla. Y peina que te peinarás sus cabellos de oro con peines de plata fina.
Esa tarde volvió la morita con otro cántaro más pequeño, se acercó al borde del agua, vio otra vez a la niña, y creyendo nuevamente que era ella misma, dio un suspiro más hondo y nervioso y dijo:

-Mora, morita, de la morería...
¡Y venir por agua a la fuente fría!

Estrelló con más fuerza el cántaro y se fue. Blancaniña sonrió, y siguió peinando sus cabellos pensativa.
Pasó alto otro sol de mediodía y el Rey no vino. Al atardecer volvió la morenita. Mientras llenaba su cántaro vio otra vez reflejada la niña en el agua y dijo, creyendo que era ella misma:

-Mora, morita, de la morería...
¡Y venir por agua a la fuente fría!

Tiró el cántaro con tanta furia y enfado que Blancaniña rió, con risa cantarina.
La morita buscó de dónde venía la risa y vio a la niña sentada en la rama, y como tenía tanto enfado, pensó hacerle daño, y le dijo:

-¿Qué hace ahí, la blanca? ¿Qué hace ahí, la niña?

Y Blancaniña contestó:

-Estoy esperando al Rey,
que vendrá entre las doce y la una
a llevarme con él.

La morita se puso verde de envidia y dijo:

-¡Baja de allí, niña, que te ayudo a peinarte!

Y pensó encantarla y tomar su lugar.
Bajó la niña sin temor, y la morita se puso detrás, y comenzó a peinar los cabellos de Blancaniña con el peinecito de plata. Mientras le hacía las trenzas, en un movimiento rápido, le clavó un alfiler negro, y Blancaniña se convirtió en una paloma y salió volando en el azul cielo.
Por el camino venían dos hermanos de Blancaniña y le preguntaron a la morita si no había visto pasar por allí al Rey, con la niña montada en su caballo.
La morita, al adivinar quiénes eran los muchachos, dijo rápida no saber nada de nada. Entonces, antes que se dieran cuenta de lo que allí sucedía, los convirtió en dos bueyes.
La morita se subió al árbol, y cuando el sol estuvo alto, vio venir al Rey con sus caballeros, pajes y una carroza de mucho rumbo.
La morita se bajó del árbol, se presentó al Rey, y éste, asombrado por el cambio, dijo:

-¿Dónde el color, la blanca? ¿Dónde el color, la bella?

Contesta la morita, muy desenvuelta:

-¡El sol de la espera volvíame morena!

El Rey no supo qué hacer del disgusto. Pero palabras son palabras, promesas son promesas.
Así fue que el Rey volvió a palacio con la morita y se casó con ella. Todas las mañanas, por los jardines de palacio llega una paloma diciendo:

-Jardín del Rey, jardín del amor,
¿qué hace el Rey, tu señor?

-¡Ay, mi señor, casado con reina mora!

Unos días mudo, y otros llora.
La paloma aleteando, aleteando, desaparecía. Volvió una y otra vez al jardín; entonces, el jardinero, maravillado, se lo contó al Rey.
El Rey le ordenó untar la ramita donde se posaba la paloma. Cuando volvió al día siguiente, la paloma preguntó al jardinero:

-Jardín del Rey, jardín del amor,
¿qué hace el Rey, tu señor?

-¡Ay, mi señor, casado con reina mora!

Unos días mudo, y otros llora.
Cuando quiso volar se quedó pegada al rosal. El jardinero, con cuidado, la llevó a su señor. La paloma cautivó al Rey; entonces la puso en su mano, sentándose a la mesa a comer. La reina mora se enfureció cuando vio a la paloma beber en la copa del Rey. Ordenó a los criados que la asaran a la noche. El Rey, que acariciaba el plumón de la paloma, sintió bajo sus dedos la dura cabeza del alfiler. El Rey abrió unos ojos muy grandes y, de un tirón, quitó el alfiler. Apareció en sus brazos Blancaniña que, llorando, le contó todo lo que había pasado.
La mora, con sus artes, desapareció; los hermanos dejaron de ser bueyes y llegaron a palacio, cuando todos estaban de fiesta, por las bodas de Blancaniña y del Rey, su señor.
Como me lo contaron os lo cuento.