Una llovizna fría descendía sobre Buenos Aires desde medianoche.
Sentado en un café, junto a la vidriera. Walter observaba el vaivén de los transeúntes. El melódico reloj de Escasany dio las siete, hora de rumbear hacia la oficina. Levantó el cuello del piloto y se encaminó a la estación Perú del subte. Sobraban asientos en el coche, pero él se mantuvo de pie junto a la puerta opuesta a la del andén, pues el trayecto era corte.
Descendió en Sáenz Peña, y caminó hasta el Departamento de Policía, donde se desempeñaba como subinspector en la Dirección de Investigaciones, Sección Robos y Hurtos.
Nadie había llegado aún. Se quitó el piloto y lo extendió entre dos sillas junto a la estufa para quitarle humedad. Encendió un cigarrillo y se dio al trabajo.
Aún estaba solo cuando sonó la chicharra.
—¡Maldición! —se dijo—. El director llama. Esperemos que no haya que salir a la calle con este día perro.
Se arregló la corbata ante el vidrio del escritorio, y se dirigió a la oficina del director de despacho alisándose el bigote con el dorso, de la mano.
—Buenos días, señor; permiso. ¿Llamó, verdad?
—Sí, Walter; precisamente a usted necesito. Tome asiento, por favor.
Continuó escribiendo unas líneas con su estilográfica; luego firmó y estampó el sello aclaratorio. Oprimió uno de los varios pulsadores que había a un costado del escritorio, y apareció en seguida un ordenanza.
—A Chavez, por favor —dijo alcanzando la hoja.
Hizo girar el asiento hacia Walter y comenzó a decir:
—Se trata de Goldoni. Acabo de comunicarme con Prontuarios y me dijeron que tiene su historia.
—Sí, es bastante conocido.
—Quisiera que usted se encargara del caso. No es tarea fácil que le encomiendo, pero lo creo capaz, Walter.
—Le agradezco, señor.
—Resulta que en la comisaría de la Sección 34ª se ha recibido una denuncia telefónica relacionada con Goldoni.
—¡Ajá! ¿Voz de mujer?
—Voz de mujer.
—Goldoni le habrá hecho alguna perrada.
—Es lo más probable.
—¿Y qué denuncia es, señor?
—El hombre asaltaría esta noche una fábrica de artículos plásticos ubicada en la calle Esquiú.
—¡A la fresca!
El director sonrió.
—¿Se anima usted? Si no se lo dejaría al comisario de la 34ª. El me avisó por si quería yo enviar a alguna determinada persona.
—Me animo, ¡cómo no! —exclamó Walter—. Claro que... necesitaría algunos agentes. Convendría prevenirse por si Goldoni fuera acompañado.
—Desde luego, Walter. El comisario de la 34ª estará a su entera disposición. Y una sugerencia: si no quiere que se sepa, no lo diga ni a su sombra.
A las veinte, noche cerrada ya, un coche policial salía de la Seccional 34ª Walter había conseguido cuatro agentes y la dirección de la FABRI-PLAST.
Descendió ante la fábrica, dando orden a los demás ocupantes del auto de aguardar en el interior. Comprobó que todas las puertas del edificio estaban cerradas, y que no había luz en ninguna de las ventanas del piso alto. Tocó el timbre en una portezuela lateral, e inmediatamente se abrió en ella una mirilla.
—¿Quién es? —dijo la voz española del sereno.
—La policía, señor.
—¿Y qué sucede?
—Tenemos orden de pasar la noche aquí, pues han denunciado que se planea un asalto a la fábrica.
—Pues, si yo no veo sus credenciales y la orden policial, no los dejaré entrar.
—Aquí están mis credenciales, señor.
—Y aquí la orden.
—Veamos, pues...
Tardó en leerla el sereno y algo aun en decidirse a abrir.
Cuando oyó el ruido de llaves, luego de percatarse de que nadie venia por la oscura acera. Walter hizo descender a los agentes y despidió al chofer, quien se alejó lentamente, conduciendo el coche hacia el Departamento Central.
Al ver a les agentes, armados con sendos fusiles ametralladoras, el sereno, que los conocía, se tranquilizó.
—¡Hola, José! —comenzó a saludarlos— . ¿Qué dices tú. García? ¡Ah, vinieron también Alonso y Carreño! Parece que la cosa va en serio.
—Será cuestión de esperar —dijo Walter— para ver si Goldoni viene a la cita.
— ¡Goldoni! —exclamó el sereno—. ¿Alias el "tano"?
—El mismo.
— ¡Tiene fama de buen tirador!
—Por eso nos hemos venido prevenidos —respondió Walter, señalando las armas.
—¿Y yo? —preguntó el sereno—. ¿Qué haré?
—Le sugiero que se vaya tranquilamente a su casa.
—Pero mi deber es estar aquí. Para eso me pagan, hombre.
—Le pagan para cuidar, pero hoy lo reemplazan cinco serenos con armas diez veces más eficaces que la suya. Si el asalto se realizara, su vida correría peligro. Es probable un tiroteo, y yo, más que sugerirle debo ordenarle que deje usted el servicio.
—Y bueno, si es así... Aquí tiene usted todas las llaves. En la cocinita del primer piso encontrarán todo lo necesario para preparar café o tomar mate. Buenas noches y buena suerte.
Walter dejó un agente junto a la puerta de entrada y dos en el patio. Él se ubicó con el cuarto agente en el primer piso, junto a las ventanas que daban a la calle, y así las cosas, se dispusieren a esperar.
La noche era serena y fresca. El viento sur se habla hecho cargo durante la tarde de la espesa y extensa capa de nubes que habían dado a la ciudad el aspecto triste de los días lluviosos. Las estrellas ardían en el infinito negro.
Un campanario dio las doce. Walter chistó al agente que se hallaba apostado a unos metros de él, y cuando se le hubo acercado susurro:
—¿Qué tal es usted para preparar café?
—Me doy maña.
—¿Qué le parece si se hace una escapadita hasta la cocina y prepara un poco? Los muchachos de abajo tendrán frío. Lléveles, por favor.
—Muy bien.
—Yo cuidaré por usted. Trate de no hacer ruido y de ocultar la llama del calentador.
Continuó avanzando la noche sin que se produjeran novedades. Algunos gatos reñían sobre los techos maullando estremecedoramente. Muy de vez en cuando los faros de algún automóvil que pasaba iluminaban la calle.
El agente alcanzó a Walter un humeante pocillo de café.
—¿Les llevó a los muchachos de abajo? —preguntó antes de dar el primer sorbo.
—Sí, y les cayó muy bien.
—No vieron ni oyeron nada, ¿verdad?
—Nada.
—Bien, aguarde aquí mientras doy un paseíto por abajo.
En el patio cambió impresiones con los agentes.
—¿No será una brema de Goldoni? —opinó uno—. ¿Traernos aqui para asaltar en otro lado?
Walter se rio y se limitó a responder:
—Todo es posible, pero aún no terminó la noche.
Dieron las tres, Goldoni se estaba haciendo esperar demasiado... Las cuatro... No vendría esa noche. Un asalto se realiza por lo común, según las estadísticas, entre las once y las tres. Pasado ese lapso comienzan a circular los obreros que van al trabajo y la ciudad despierta para recobrar su dinamismo diurno.
Una idea comenzó a germinar en el cerebro de Walter. La rechazó en un primer instante por atrevida, pero ella continúo desarrollándose y acabó por imponerse.
Algo nervioso comenzó a pasearse por el patio, y no tardó en dar forma a su plan. Lo consideró lógico y fácil de llevar a la práctica.
Consultó su reloj, y las esferas le dijeron que era preciso obrar con rapidez. Las cuatro y media: dentro de una hora comenzarían a llegar los obreros de la fábrica.
Se dirigió a los agentes apostados en el patio y les dijo:
—Yo creo, muchachos, que por esta noche hemos terminado.
—Si no vino hasta ahora, ya no vendrá —corroboró uno de los hombres.
—Pueden irse, entonces —dijo Walter—. Yo me quedaré hasta que llegue el personal de la fábrica.
Los agentes no se hicieron repetir la sugerencia y se fueron.
Una vez solo. Walter se dirigió al primer piso, donde estaban las oficinas, y cerró las persianas de las ventanas que daban a la calle. Encendió la luz y observó la disposición de los muebles. Le llamó la atención una puerta sobre les vidrios deslustrados de la cual se leía "Administrador". Probó en ella las numerosas llaves que el sereno le habla entregado, y cuando consiguió abrir entró y encendió la luz.
Se mantuvo indeciso unos instantes. ¿Dónde estaría el dinero? Si fuera cierto que Goldoni andaba con ganas de visitar la fábrica, seria por haberse enterado de que ahí había dinero.
Optó por un armario de puertas de vidrio. No hallando llave para él, rompió los vidrios, pero no encontró el dinero.
Se dirigió luego al escritorio ubicado en el centro de la oficina, pero las llaves de los muchos cajones no estaban en el llavero que él tema. Maldiciendo corrió a la planta baja en busca de herramientas.
El campanario cercano daba las cinco cuando lograba abrir el primer cajón sin hallar en él lo que buscaba. Igual suerte tuvo con el segundo y tercero.
Con los nervios de punta se dio a abrir el penúltimo cajón del costado izquierdo, encontrando gran resistencia. Iba a abandonarlo para intentar con otro, cuando se le ocurrió que habría algún motivo para que ese cajón estuviera mejor cerrado que les demás. Y cuando consiguió abrirlo vio confirmadas sus sospechas. Su mirada atónita pudo acariciar varios fajos de billetes grandes. Hizo un paquete con ellos, y tomando las herramientas que había usado bajó corriendo.
Abrió la portezuela de la calle y se asomó: nadie venía. Se encaminó a paso rápido a un baldío cercano y ocultó entre unos arbustos paquete, pistola y herramientas, y volvió a la fábrica.
Dejó adrede la portezuela de la calle entornada, y luego de subir al primer piso buscó el baño y entró en él. Cerró por dentro con llave, la quitó de la cerradura, y luego de arrojarla en el inodoro oprimió el botón del agua.
Respiró entonces con cierta tranquilidad. Había dado, término a lo planeado. Sólo restaba esperar.
Sería necesario forzar la puerta para sacarlo del baño. Entonces aclararía las cosas:
—Idos los policías —diría—, pues ya no se esperaba a Goldoni. apareció éste y, arma en mano, me despojó de la pistola y me hizo entrar en el baño, cerrando con llave por fuera. No sé qué habrá hecho después, pero oí ruido de vidrios que se rompían y luego golpes como de herramientas, y lo sentí después pasar corriendo.
No sería necesario agregar más. Todos creerían que Goldoni había roto los vidrios del armario, forzado los cajones y que, luego de alzarse con el dinero, había huido dejando abierta la puerta de calle.
Se sentía nervioso, palpitante el corazón, pero creía haber hecho las cosas bien. Se miró en el espejo, y encontró en él un rostro alterado. Se lavó las manos para borrar las suciedades que le habían dejado las herramientas, y se dispuso después a esperar tratando de calmarse.
Grande fue su sorpresa cuando oyó un rumor en la cerradura. No supo qué hacer ni qué decir. Alguien trataba de abrir, indudablemente, ¿pero quién? Recordó que había dejado la puerta de calle abierta. ¡Se habían metido!, ¿pero quién? No podría ser gente de la fábrica, pues era demasiado temprano aún.
Un ruido seco y otro en seguida, le hicieron entender que habían sido sacadas las dos vueltas de llaves. La puerta empezó a abrirse lentamente y asomó una pistola.
—No se mueva, señor policía —ordenó una voz potente mientras la puerta se abría del todo.
Walter pudo ver a un hombre alto y delgado que conservaba aun en la siniestra la ganzúa con que había abierto.
—¿Y usted? —preguntó azorado.
—Goldoni, para lo que guste mandar. Pero por el momento levante las manos y diríjase a la calle. Yo iré detrás con mi pistola. Pase, señor.
Obedeció el policía y se encaminó a la calle. Goldoni ocultó el arma bajo el saco y advirtió:
—Caminaremos hasta la esquina. Doblando sobre esta misma manzana, tengo el coche a mitad de cuadra. No intente burlarse de mí, porque sabrá que a Goldoni le da tanto matar a un policía como apagar una vela.
Llegados al automóvil dijo:
—Tome el volante y conduzca por donde yo le indique.
Acató Walter la orden sin titubear, y el hombre se sentó atrás poniendo la pistola junto a la cabeza del otro.
—Dirija hacia Avenida Sáenz —ordenó y Walter puso el motor en marcha.
Fue guiando de acuerdo a las indicaciones de Goldoni. por Sáenz, luego Caseros, para doblar finalmente hacia el Norte hasta llegar a Avenida Belgrano.
—Al Departamento de Policía, chofer —ordenó Goldoni, y Walter se atrevió a mirarlo interrogativamente.
A la altura de Entre Ríos, a dos cuadras del Departamento, Goldoni dijo:
—Detenga usted. Imagino que deseará saber muchas cosas, y no tengo inconvenientes en contarle. Cuando ustedes llegaron a la Fabriplast, hacía rato que yo estaba escondido adentro. Entré por la tarde colándome entre unos obreros que descargaban caños de riego, y ya me disponía a caer sobre el sereno cuando llegaron ustedes. Viéndome en inferioridad numérica preferí permanecer tranquilo en mi escondite. Cuando quedó usted solo comprendí que había llegado el momento de actuar, paro me sorprendió su manera de proceder. Esperé para ver lo que hacía, y me froté las manos al verlo salir con el paquete y las herramientas. Vi donde los escondía, y me fue fácil retirarlos, cuidando, eso sí. de tomar las herramientas con un pañuelo. Volví tras suyo, pues me intrigaba su comportamiento. Usted se demoró buscando algo, y yo pude llegar a tiempo para vario entrar, oír el ruido de la llave al cerrar, al ser retirada de la puerta y al caer en el agua del inodoro. Cuando apretó el botón, lo comprendí todo. Usted diría que yo lo había encerrado por fuera, y toda la culpa caería entonces sobre mí. ¡Ingenioso plan! Ahora no le será tan sencillo explicar las cosas. Echarle la culpa a Goldoni es fácil, pero no hallarán mis impresiones digitales en las herramientas que usted usó y trató de ocultar en el baldío, y que yo, antes de abrirle la puerta del baño, he tenido la precaución de colocar sobre el escritorio que usted forzó. ¡Qué sorpresa se llevarán los muchachos de dactiloscopia cuando comprueben que las huellas dejadas coinciden con sus impresiones digitales!
Rio el hombre y añadió:
—Bien, oí de los agentes que usted trabaja en el Departamento, y lo he traído hasta él. En alguna forma debía pagar el favor que me hizo retirando el dinero. Bájese y no se vuelva hasta llegar a Solis. No me obligue a ser descortés con usted.
Descendió Walter y Goldoni se sentó al volante. Dejó que el subinspector se alejara hasta la otra esquina. Tomó entonces por Entre Ríos y escapó a gran velocidad por la avenida.
Walter miró la hora: eran las seis. Ya habrían entrado los obreros a la Fabriplast. No podría ya regresar para retirar las pruebas del delito. La única solución era fugarse.
—¡Hola, Walter! —exclamó el director de investigaciones sacando la cabeza por la ventanilla, y abriendo la puerta continuó— Suba, que pascaremos un rato mientras llega la hora de entrar a la oficina. Estos aires matinales son deliciosos. Escucharé con gusto su relato. ¿Le díó trabajo Goldoni? ¿Fue él allá? Cuente, Walter, cuente.
Cuento de Juan Carlos Brusasca
Revista Vea y Lea, 22 de noviembre 1960 N°351, pp. 76-79
Muy bueno gracias
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