(Canónigo de la Catedral de Córdoba)
Después de los trabajos que había realizado, Brochero se consagró enteramente a moralizar el vecindario, llevando a todas partes la doctrina cristiana, procurando que su ejemplo precediera a su palabra, que la profesaran en acción y practicándola conocieran sus preceptos.
Existía entonces un bandido terrible que moraba en las quebradas profundas o en los bosques espesos. Inútiles habían sido para su captura todas las diligencias de la Policía.
Un día salió Brochero en dirección al punto en que se hallaba. Montó tranquilamente en mula, y sin comunicar a nadie su pensamiento partió solo al lugar indicado.
Encontró a un hombre recostado en el suelo y el caballo que montaba a poca distancia. No manifestó la menor señal de alarma al verlo aproximarse, y conservo la misma actitud con impasibilidad estoica.
Brochero, después de saludarlo y conversar un momento, le dijo: -“Amigo, vengo a convidarlo para que vamos a los ejercicios.”
El gaucho se levanta entonces y le dirige brutales insultos acompañados de horribles amenazas. Brochero saca una imagen de Cristo que lleva siempre bajo su sotana y enseñándosela le responde: -“Yo no soy, amigo el que viene a convidarlo; es éste. ¿A qué no lo insulta?” movido por este original recurso, el bárbaro paisano, tan colérico al principio, se presta entonces a conversar con él, y concluye aceptando la invitación de concurrir a los ejercicios. Hoy es un vecino honrado y un esposo irreprochable.
Había un individuo que vivía perpetuamente ebrio, haciendo la desgracia de una familia numerosa, que iba acercándose a las puertas de la miseria.
Todos los medios que la imaginación aguzada por la necesidad puede sugerir, se habían tentado para despojarlo del vicio. Todos los esfuerzos habían sido infructuosos.
Una vez la dice Brochero –Vea, don N: ¿quiere que hagamos un trato?
- Señor, como usted mande hay ser.
- Bueno; usted se va a comprometer a no tomar ni un traguito de licor durante dos años, y yo tampoco voy a tomar ni un chiquito de dulce ni un poquito de bebida
- ¡Vaya! -¿quiere qué hagamos este convenio?
- No, señor, no me animo.
- Pero, hombre, vea que yo también me voy a embromar.
El paisano se queda pensando un momento y al fin responde.
- Está bien, señor.
Desde este día, en el tiempo determinado, no se vio a ninguno de los dos infringir lo pactado, y desde esa época el ebrio consuetudinario ha olvidado para siempre su vicio, y vive contraído a su familia y a sus intereses.
Serían innumerables los actos de este género que pudiera referir, pero bastante los mencionados para mostrar el sacrificio, las privaciones, el peligro, las fatigas y los dolores que con gusto soporta Brochero, para conseguir el bien que se propone.
Esto se llama practicar la virtud cristiana de la que los pueblos mucho necesitan.
Hay un acto en la vida de Brochero, que ni puedo dejar que pase en silencio.
Guayama, el heredero de las tradiciones de Quiroga y Chacho a la cabeza de sus montoneros andaba sublevado en los Llanos de la Rioja, saqueando las poblaciones, que mantenía en constante alarma, y haciendo sentir su acción vandálica hasta en los departamentos de la Sierra.
Brochero se propuso desarmarlo y hacerlo entrar en la vida civilizada, de trabajo y de sosiego.
Se dirigió a la provincia de la Rioja en busca del célebre caudillo y vago varios días por esos desiertos, sin más compañía que su propio pensamiento.
De Guayama no adquiría noticias. – Encontraba sus gauchos, les interrogaba por su jefe, y todos guardaban misterioso secreto del sitio en que se hallaba; pero Brochero persistía en su propósito y seguía por campos despoblados y caminos intransitables en sus laudables correrías.
Por fin un día encontró a un amigo suyo, que servía a las órdenes de Guayama y era persona de su confianza. Este le prometió conducirlo delante del caudillo, pero después de prevenírselo y recabar su consentimiento.
Guayama, informado del objeto de la visita de Brochero accedió a darle una cita en un bosque espesísimo e impenetrable. El cura fue puntual y el montonero no concurrió. Desconfiaba profundamente de este amigo oficios, que se le ofrecía, y creía que bajo la capa humilde de un sacerdote se le ocultaría una celada.
Brochero insistió no obstante y Guayama volvió a repetir la cita. El primero asistió acompañado del amigo que le servía de intermediario, y nuevamente no encontraron al segundo. Brochero quedó en el lugar señalado y su compañero comenzó a reconocer las inmediaciones. Como a las dos cuadras encontró a Guayama que con atenta vista seguía todos sus movimientos.
Allí en ese punto, el virtuoso cura y el semibárbaro de los Llanos, último vástago del individualismo brutal de nuestros campos, tuvieron una larga conferencia, abandonándose en íntima y franca conversación.
Brochero lo exhorto a que abandonara esa vida andariega y aventurera que llevaba y se contrajera por entero al trabajo. Le prometió entregarle una estancia con numerosa hacienda, dándole una fuerte participación en sus productos, lo que conseguiría de un acaudalado propietario de su departamento, y le ofreció pagarle todas sus deudas y darle un indulto del Gobierno Nacional.
Guayama aceptó esta proposición, exigiéndole, sobre todo, el cumplimiento de su última promesa, que el doctor Juárez Celma se encargó de solicitar del Gobierno de la Nación.
El general Roca respondió que por parte del Gobierno Nacional no se le molestaría, pero que esto mismo no podía asegurarle respecto a la acción común que podía entablarse ante los tribunales ordinarios.
Brochero volvió a ver a Guayama, pero este no tuvo valor para dejar su vida de pillaje sin obtener completas y absolutas garantías contra el fallo justiciero de las leyes.
Sin embargo, sus gauchos no se hicieron sentir más en San Alberto y él se vio luego en una cárcel hasta sufrir el fin trágico que todos conocemos.
Ramón J. Cárcano.
“El Estudiante Argentino” Pág. 51-54
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