viernes, 21 de abril de 2023

Los dos cazadores


Eran hermanos los dos muchachos campesinos de esta historia. Uno se llamaba Juan, y el otro, Pedro.
No se parecían en nada —como suele suceder entre hermanos—; no se parecían ni por fuera ni por dentro. Los igualaba, eso sí, una cosa: el amor a los pájaros. Pero aun en este cariño, como veremos, eran diferentes.
Un día, Juan cazó la calandria que todas las mañanas y todas las tardes venía a cantar, posándose en una de las ramas del timbó, el hermoso árbol que daba sombra a la casa. La encerró en una jaula rústica, construida con palitos, y se dispuso a deleitarse con su canto. Pero pasaron las horas y pasaron los días, sin que el pájaro le hiciera oír su canto dulce y salvaje a la vez.
Por eso Juan estaba triste y de mal humor.
Le preguntó a su hermano Pedro:
—¿Por qué no cantará mi calandria?
—Porque está encerrada —contestó el hermano—; si estuviera suelta como antes, cantaría. Suéltala y verás.
—Sí, pero si la suelto no la tengo; si la suelto no es más mía —respondió Juan.
Pasaron varios días.
Pedro es feliz. Juan era desgraciado.
Pedro se iba al bosque cercano a oír cantar los pájaros. Juan se quedaba en la casa esperando oír cantar su calandria.
Interrogó otra vez a su hermano:
—¿Cuándo cantará?
—Ya te lo dije: cuando la sueltes.
—Pero, ¿tú qué prefieres, el pájaro o el canto? —interrogó ahora Pedro.
Juan se quedó pensando. Al rato dijo.
—¿Cómo haces tú para estar contento?
Y respondió Pedro:
—Conformándome con ser cazador de cantos, en vez de cazador de pájaros... Yo voy al bosque y oigo cantar a todos los pájaros, y todos son como míos, porque son míos sus cantos, que cazo con los oídos.
Luego de un silencio, agregó con cierto tono sentencioso:
—Es lindo ser cazador de cantos, y es cruel ser cazador de pájaros.
—Vaya una zoncera —dijo Juan, y se fue a esperar que su calandria cantara.
La encontró triste, con las plumas encrespadas, como si tuviera frío.
—Se te va a morir —le advirtió Pedro.
—Es verdad. Antes que se me muera la suelto —arguyó Juan, y la soltó.
Al día siguiente tuvo un bello despertar. Mejor dicho: el pájaro lo despertó con su canto.
—¡Pedro, Pedro! —gritó sacudiendo a su hermano que dormía en una camita a su lado —Oye la calandria, canta, canta para mí.
Y diciendo esto se vistió rápidamente, como para tomar posesión de lo suyo. Salió al patio y vió al ave parada en la ramita de siempre, cantando. Le pareció que la calandria lo miraba agradecida. Le pareció que nunca había cantado tan fuerte y tan bello. ¡Le pareció que solo cantaba para él!

Fernán Silva Valdes
En Arturo Capdevilla y Julián García Velloso “Florecimiento” 
Libro de lectura para cuarto grado. Ed. Kapelusz. Bs As. 1949 pp.103-106

martes, 18 de abril de 2023

Los carozos

Los juegos de niños tienen
su época favorita:
la cometa en primavera;
en otoño, las bolitas;
los trompos en el invierno;
y en los meses de verano,
cuando se alargan los días
con carozos de damasco
se juega a “la payanita”.

¡A la payanita juego
con carozos de damasco;
al aire libre y al sol
vamos a jugar, muchachos,
que tengo los dos bolsillos
llenos de ruido y verano!

Recojo cinco carozos,
luego los lanzo hacia arriba
y los recibo en el dorso
de mi mano morenita.

¡Barajé! Uno, dos, tres
los demás fueron al suelo;
uno a uno los recojo;
hay que tener vista y dedos.
Mientras uno lanzo arriba,
tomo rápido el del suelo,
y con éste ya en la mano
recibo el que va cayendo.

Ya están todos en mi mano;
ahora viene lo bueno:
con el índice y pulgar
hago un “puente” bien abierto.

Mientras echo uno al aire
van pasando uno tras otro
por el puente de mi izquierda
todos, todos los carozos...


Fernan Silva Valdes

En Arturo Capdevilla y Julián García Velloso “Florecimiento” 
Libro de lectura para cuarto grado. Ed. Kapelusz. Bs As. 1949 pp.25-26

sábado, 15 de abril de 2023

El niño robado

I
El pesquisante, en la sala de guardia, informó al comisario:
—Traigo esta mujer; su captura está recomendad por secuestro de un niño en brazos. La descubrí en el parque Alberdi. Miraba de modo sospechoso a los menores que chacoteaban en la pista de arena. La observé y, gracias a mi retentiva, descubrí que su filiación concordaba con la de una orden del día de la Jefatura. Me la arrimé con aire distraído, tirándomelas de hombre tierno y aficionado a las criaturas, y le preparé un hábil interrogatorio. No desconfió; inocentemente mordió el cebo y dijo lo bastante para hacerme comprender que era la persona buscada. La detuve, no opuso resistencia y ni siquiera manifestó contrariedad. Pertenece a la clase de las delincuentes novatas y dóciles.
El comisario, sujeto achinado, obeso, de cuello corto, que no cesaba de enjugarse la cara con el pañuelo, preguntó a la detenida:
—¿Es cierto lo que cuenta el empleado?
La interpelada, de aspecto demacrado y ropas raídas, trazó un signo afirmativo con la cabeza.
El comisario felicitó al subalterno por su perspicacia, diligencia y demás excelentes dotes detectivescas, y dispuso en seguido la formación del sumario preventivo.
Un meritorio, afamado por la destreza de pluma y la falta de aseo, afiló su lápiz y preparó los papeles para tomar apuntes de la deposición y labrar después las actuaciones.
El comisario aconsejó a la acusada:
—Diga usted la verdad, toda la verdad; le conviene. Mentir en estas circunstancias es muy peligroso. Hable claramente, sin enredos y dentro de la cuestión. Es perjudicial andarse por las ramas. Y sepa que ni sus cómplices ni nadie la sacarán del apuro. Declare sin miedo; no la vamos a comer.
La muchacha ocupó una silla, frente al comisario, que reclinaba el busto sobre la mesa. A su vera el meritorio, listos sus adminículos de pinche de oficina, sacudió violentamente un dedo dentro del oído, preparándose para escuchar.
El comisario indicó:
—Diga su nombre y antecedentes y a continuación haga el relato de los hechos.
La detenida permaneció unos instantes callada y con los ojos puestos en el retrato del gobernador, que entre cuatro varillas sonreía desde el centro de la pared. No se sabía si solicitaba al mandatario clemencia o inspiración.
Impaciente, ordenó el comisario:
—Arranque, pues.
Y con voz monótona, firme y pausada, arrancó:


II
Me llamo Marcela Moño, argentina, soltera nacida en octubre del 16, maestra de corte y confección y sin domicilio fijo.
Hasta hace dos años vivía yo en Santa Rosa de Calchines, con una tía mía, Dolores Moño, de mucha edad y viuda pensionada de maestro jubilado.
Mi tía murió y, aunque quedé sola, no quedé desamparada. Recibí en herencia una cantidad de dinero, no muy grande, pero que me aseguraba para largo tiempo un pasar decoroso.
La vida ociosa nunca me ha seducido y como en Santa Rosa no tenía yo ninguna ocupación ni lazos que me ataran al suelo, decidí venir a Santa Fe. Con mi diploma de una academia particular de corte y confección y una carta de recomendación del juez de paz para el director general de escuelas, emprendí el viaje llena de ilusiones. Creía fácil obtener un empleo en el ramo de mi especialidad.
Subí y bajé infinitas veces las empinadas escaleras del Consejo de Educación. Horas tras horas permanecí en la sala de espera, con otras postulantes como yo, cuyas caras reflejaban a menudo ansiedad y sufrimiento. Me recibía después un señor calvo, de antojos, con aire de cansancio, que mecánicamente sonreía y mecánicamente pronunciaba palabras amables y consoladoras. En resumen, no había vacante. Y anotaba mi nombre en unas inacabables listas que, sin duda, se destinarían al canasto.
Me harté de ir en balde al Consejo. Bien pudo decirme este señor, desde el principio, que no había ninguna probabilidad favorable para mis aspiraciones. No se lo reprocho, sin embargo, porque siempre es duro matar de golpe las esperanzas, y además las franquezas desagradables poco se agradecen. Al último, creo que más piedad me inspiraba ese pobre señor que la que yo debía inspirarle a él; piedad porque no podía hacer felices a las desdichadas que desfilaban incesantemente por su despacho, muchas en un verdadero estado de desesperación. Pero la culpa de ese dolor recae sobre las academias y las escuelas normales, por lanzar al mundo y al desengaño a una turba de muchachas que suponen ingenuamente haber conquistado una llave mágica para abrir las puertas del bienestar. Y el soñado nombramiento no se extiende nunca.
(Con estas divagaciones me aparto de mi asunto. ¡Perdón!)
Me instalé en un modesto hotel de las inmediaciones del ferrocarril de los franceses. Sin amistades u sin descubrir motivos de distracción, me aburría tanto como podía aburrirme en Santa Rosa. Y consideraba la idea de regresar a mi pueblo, cuando un acontecimiento sobresaliente vino a transformar mi vida.
Era huésped del hotel un joven uruguayo, de buen semblante y buena planta, que iba y venía con una valijita de mano. Se ocupaba de comisiones. Se me acercó gentilmente, y yo muy dichosa de que se me acercara. Hicimos relación. Conversaba mucho, con despejo y lucidez, y toda su persona irradiaba simpatía. Me convenció de que debía asegurarme la vida y me hizo firmar una póliza dotal que me costó trescientos pesos. Salimos juntos. De tarde paseábamos en la costanera y de noche asistíamos a la retreta de la plaza España. Mi corazón se abrió a las confidencias. Nos comunicábamos nuestras penas y esperanzas. Por primera vez me advertí prendada de un hombre; y así fue un inmenso júbilo recibir un día su confesión de enamorado. Yo, muy pava, le creí y acepté sus festejos. Después convinimos en casarnos. ¿Para qué demorar? En una mueblería de rusos, elegimos unos juegos bonitos y tal vez demasiados costosos para nuestros posibles. Y como él dispondría de dinero hasta le llegara un giro del exterior, yo le entregué unos cuentos billetes míos. De todos modos, ya no habría nada mío ni nada suyo; todos sería nuestro, de los dos. Y una noche, muy crecida la madrugada, se abrió suavemente la puerta de mi pieza y avanzó un hombre. Intenté gritar y defenderme, pero desfallecí. A la mañana siguiente me enteré con horror de que el infame se había marchado definitivamente del hotel y de la ciudad, sin dejar sus señas. Yo había sido engañada, robada y ultrajada. Pude dar aviso a la policía. No lo hice; y no me arrepiento. Nada hubiera ganado.
Transcurrieron unos meses de angustias y vergüenzas. El dinero se me acababa. Entré de costurera, con un sueldo mezquino, en un taller de modas. Pero pronto debía alejarme para ingresar a un sanatorio, de donde salí con un niño en brazos; un niño hermoso como un sol; yo viviría para criarlo, cuidarlo y adorarlo. Acariciaba los más arriesgados y absurdos proyectos; haría de él un hombre que sería mi gloria, mi orgullo y mi sostén. Ya no maldije más el recuerdo del traidor que, al labrar mi desgracia, me daba ese tesoro inigualable. El niño fue modelado sus formas, acreciendo sus encantos día a día y haciendo las menudas gracias que constituyen el más puro sabor de la maternidad. Cuando lo llevaba conmigo las gentes lo miraban con el agrado que produce todo lo bello, y señoras amables le hacían algún mimo y me averiguaban si lo alimentaba con cereales o leche. Pero el destino no quiso permitir tanta ventura. Mi hijo, al cumplir un año, murió de un momento para otro. Me abracé a su cuerpecito helado, y en su nicho derramé lágrimas y flores.
Mis ilusiones estaban rotas. Hubiera deseado morir. Pero la vida se impone a todos los sufrimientos. Y me preparé a luchar valientemente con la adversidad. Mis recursos se habían agotado, y busqué empeñosamente algún quehacer para ganarme el sustento. Otra vez volví a subir y bajar las escaleras del Consejo de Educación, ahora con el alma llagada, y siempre en vano. Aquel pobre señor calvo y miope, que mentía a las infelices pedigüeñas con piadosas y vagas promesas, me pareció más agobiado y envejecido. Gestioné por otro lado. Alguna vez conseguí entrar de costurera en casas de familia, donde al cabo de la jornada me daban unos níqueles, como de limosna. De ese modo conocí íntimamente a muchos hogares de fachada ostentosa y de cotidiana indigencia.
Y el recuerdo de mi niño no se apartaba de mi imaginación. Los designios de Dios son impenetrable y sabios. Pero era como para protestar.
Una noche quise otorgarme un poco de distracción. Temía enloquecerme. Fui a la sección popular de un cine del centro. A mi lado se situó una señora con un chico alzado. Tenía éste la edad y, me pareció, las facciones del que yo perdí. Le toqué la barbita con un dedo, y él sonrió como sonreía el mío. Me sentí emocionada y turbada. Trabé conversación con la madre, la cual lamentó la carga de los hijos que, no teniendo con quién dejarlos en la casa, son un estorbo. Y traerlos al cine representa un compromiso, porque rompen a gritar y es necesario marcharse por la gente imprudente que rezonga y perder a lo mejor el más lindo pasaje de la película. En su opinión, el cielo sólo debía darles nenes a las señoras que pueden costearse una nodriza. Yo estaba en franco desacuerdo con esa opinión; pero no la contradije. Soy enemiga de las discusiones.
La sala quedó de súbito en tinieblas y sobre el cuadrado blanco el león rugiente sacudió sus melenas y a continuación se inició una historia rural de novios que no pueden casarse y de infatigables persecuciones a caballo. A los pocos minutos la señora me pidió: “Me da vueltas la cabeza. Voy a tomas un poco de aire. Hágame el servicio de tenerme al pibe”. La mujer se fue, dejándome al niño en las rodillas. Yo lo apreté contra mi corazón. Me sentí segura de que el destino me devolvía al hijo que tan injustamente me había arrebatado.
Corrió un tiempo. En la pantalla seguían los enamorados padeciendo vicisitudes y los cowboys galopando y tiroteando por las áridas llanuras del Arizona. Pero yo a todo ese orbe refulgente y movedizo lo veía turbio, lejano, como humo de pesadilla. Alentaba la engañosa ilusión de que había recobrado a mi hijo. Temí entonces que la señora retomara y me lo quitase, y se hizo fuerte en mi voluntad la tentación de huir con la presa. Me levanté y salí. El portero que me vio cruzar el vestíbulo no sospechó que yo era una ladrona. Caminé muchas cuadras, presurosamente. Nadie me seguía ni espiaba. Por fin, arribé a mi alojamiento.
Gocé de unos días felices. Todas mis horas y afanes los consagraba al niño. Era una preciosidad y una repetición exacta del que nació de mi carne. No; éste no se moriría. Dios no iba a consentirlo. Salía con él; pasaba por delante de las comisarías; a nadie se le antojaba pensar que yo llevaba un niño robado, el niño robado del que hablaban los periodistas.
La realidad vino después a golpearme terriblemente. Yo estaba dispuesta a no reparar en ningún sacrificio, así fuera muy grande, para el bien del bebé. Mi situación se agravó. Ahora, con el chico, me resultaba más difícil, si no imposible, conseguir empleo. En la casa de pensión adeudaba varios meses; y al volver un día de la calle me notificaron que ya otro huésped ocupaba mi pieza. Sin techo y sin recursos, me eché a caminar, al azar, por todos los barrios. Anduve muchas horas. Llegué a la plaza Pringles, con el cuerpo quebrantado y el alma abatida. Reposé en un banco. Y allí, estrechando el rorro contra mi pecho, pasé la noche. Al venir el día, seguí andando. Anduve, siempre, como sonámbula. El hambre me estrujaba las entrañas; pero es hambre mía me dolía menor que el hambre del nene, que lloraba. Tendí la mano en la puerta de la Casa Gris; recogí algunas monedas; un señor que descendió de un auto lujoso, censuró a las mujeres jóvenes que prefieren la mendicidad al trabajo; y un vigilante ordenó bruscamente que me retirara de ese sitio.
En una lechería del mercado Modelo nos alimentamos el nene y yo. ¡Pobrecito! ¡Con qué avidez tragaba! Y continué ese insensato peregrinaje callejero. Fui a Guadalupe y volví. ¡Mucha distancia para un peatón! Al anochecer me encontré frente a San Francisco. Entré. La iglesia estaba silenciosa; un apagavelas trajinaba por el presbiterio, y un fraile con capucha oraba en un escaño.
Me senté y recé con fervor ardiente. Imploraba misericordia para mis faltas y alivio para mis aflicciones. Y empecé a comprender que era un grave pecado apropiarme de un niño de otra madre y una crueldad hacerlo partícipe de mi miseria. Yo estaba pronta a realizar para su bien el mayor sacrificio. Y el mayor sacrificio consistiría en desprenderme de ´le para confiarlo a la seguridad de la iglesia.
El apagavelas mató las luminarias, y el fraile, redoble de sandalias, se recogió al convento. Besé al nene una y cien veces, lo bañé con mis lágrimas y lo deposité cuidadosamente al pie del altar de San Benito. El santo negro protegería al inocente.
Salí a la calle. Tenía el corazón destrozado, y al par una dulce alegría me visitaba. Ya brillaban los focos del Parque del Sur. Los coches rodaban por el asfalto.
Y otra voz a caminar y caminar.
Al día siguiente leí en un pizarrón de informaciones que el niño secuestrado había sido devuelto a la madre.
Esta tarde contemplaba a los chicos que seguían con los ojos el revolar de las palomas, obedientes al pito del guardián, y que jugaban y reían en la arena; envidiaba yo a las madres que desde los bancos los vigilaban y a algunas que tejían, acaso a la espera de un hijo nuevo. Entonces un hombre se me aproximó y me trajo a la comisaría.
Eso es cuanto tengo que declarar. Ahora hagan conmigo lo que quieran.


III
El comisario bostezó, se frotó los ojos con un anular, y dijo:
—Que el meritorio redacte la declaración para firmarla y elevarla al Juzgado; y entretanto que la infanticida pase al calabozo.
El meritorio aclaró:
—No, señor comisario. Infanticida, no. La detenida no ha matado a nadie.
—¡An! ¿No, che? —repuso, levantando los hombros—: La verdad, me había dormido. No aguanto estas historias tristes.
—¿Y no sabe, comisario? —recordó el meritorio—. He leído que a la madre del chico robado la proponen para el premio a la virtud maternal. Vistas bien las cosas, nadie lo merece más que esta ladrona.
—No diga macanas, amigo —rechazó el superior—. Con razón le da por la literatura.

Mateo Booz
Cuentos Completos, Tomo I, pp. 101-108. Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Arg. 1999.