No se parecían en nada —como suele suceder entre hermanos—; no se parecían ni por fuera ni por dentro. Los igualaba, eso sí, una cosa: el amor a los pájaros. Pero aun en este cariño, como veremos, eran diferentes.
Un día, Juan cazó la calandria que todas las mañanas y todas las tardes venía a cantar, posándose en una de las ramas del timbó, el hermoso árbol que daba sombra a la casa. La encerró en una jaula rústica, construida con palitos, y se dispuso a deleitarse con su canto. Pero pasaron las horas y pasaron los días, sin que el pájaro le hiciera oír su canto dulce y salvaje a la vez.
Por eso Juan estaba triste y de mal humor.
Le preguntó a su hermano Pedro:
—¿Por qué no cantará mi calandria?
—Porque está encerrada —contestó el hermano—; si estuviera suelta como antes, cantaría. Suéltala y verás.
—Sí, pero si la suelto no la tengo; si la suelto no es más mía —respondió Juan.
Pasaron varios días.
Pedro es feliz. Juan era desgraciado.
Pedro se iba al bosque cercano a oír cantar los pájaros. Juan se quedaba en la casa esperando oír cantar su calandria.
Interrogó otra vez a su hermano:
—¿Cuándo cantará?
—Ya te lo dije: cuando la sueltes.
—Pero, ¿tú qué prefieres, el pájaro o el canto? —interrogó ahora Pedro.
Juan se quedó pensando. Al rato dijo.
—¿Cómo haces tú para estar contento?
—Conformándome con ser cazador de cantos, en vez de cazador de pájaros... Yo voy al bosque y oigo cantar a todos los pájaros, y todos son como míos, porque son míos sus cantos, que cazo con los oídos.
Luego de un silencio, agregó con cierto tono sentencioso:
—Es lindo ser cazador de cantos, y es cruel ser cazador de pájaros.
—Vaya una zoncera —dijo Juan, y se fue a esperar que su calandria cantara.
La encontró triste, con las plumas encrespadas, como si tuviera frío.
—Se te va a morir —le advirtió Pedro.
—Es verdad. Antes que se me muera la suelto —arguyó Juan, y la soltó.
Al día siguiente tuvo un bello despertar. Mejor dicho: el pájaro lo despertó con su canto.
—¡Pedro, Pedro! —gritó sacudiendo a su hermano que dormía en una camita a su lado —Oye la calandria, canta, canta para mí.
Y diciendo esto se vistió rápidamente, como para tomar posesión de lo suyo. Salió al patio y vió al ave parada en la ramita de siempre, cantando. Le pareció que la calandria lo miraba agradecida. Le pareció que nunca había cantado tan fuerte y tan bello. ¡Le pareció que solo cantaba para él!
Fernán Silva Valdes
En Arturo Capdevilla y Julián García Velloso “Florecimiento”
Libro de lectura para cuarto grado. Ed. Kapelusz. Bs As. 1949 pp.103-106
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