¿Cuándo lo conocí? ¿Dónde lo vi por vez primera? Lo he contado otra vez. Fue por estos mismos días estivales, en un pueblecillo levantino. «Un carácter —ha dicho Emerson— tiene necesidad de espacio; no conviene juzgarlo cuando está rodeado de muchas personas, ni entre el apremio de los negocios, ni por pasajeras vislumbres entrevistas en raras ocasiones». El grande hombre vivió allí durante seis u ocho meses. A las seis, todos los días, ya estaba en pie. El pueblo comienza a despertar a esta hora. Aún las fuentes tienen el mismo rumor sonoro de la noche; las golondrinas cruzan raudas sobre el cielo de intenso .azul, piando voluptuosamente; acaso, por una retorcida calleja moruna se columbran los manchones negros de dos o tres devotas con sus sillitas en las manos. Y una campana va tocando lenta, en el sosiego matinal, con golpes cristalinos, espaciados...
Todas las cosas tienen durante el día un breve instante en que irradian su verdadero espíritu, y será inútil visitarlas y contemplarlas a otra distinta hora; así los jardines, los museos, los viejos palacios, las iglesias, las tiendas, las calles, las fábricas, los obradores. En estos momentos precisos, todos los detalles, todos los elementos de la belleza—la luz, el color, el aire, los ruidos, las líneas—forman una síntesis suprema, algo como una armonía inefable, desconocida, que adquiere su máximum en un punto y que poco a poco va disipándose, fundiéndose en el ambiente vulgar del resto del tiempo, que hace que desaparezca el color propio del muro vetusto, y la penumbra de la estancia abandonada, y la claridad crepuscular que bañó una sauceda junto a un estanque, y los sones extraños de un piano que parten, a media noche, de una ventana iluminada... La hora viva, exultante, del pueblecillo en que el insigne hombre habitaba, era esta de los primeros albores matutinos. La edificación se asienta en las laderas de un montecillo que remata en un peñón ingente, agudo, enrojecido por los siglos, coronado por un castillejo morisco; un riachuelo contornea la montaña; ancha zona de umbríos huertos destaca en sus orillas. Y las casas, agazapadas entre el peñasco y la arboleda, vueltas de espaldas a los huertos, abren sobre la verdura sus largas solanas con toscas barandillas de madera, o muestran, a través del boscaje, los negros cuadros de sus ventanas misteriosas.
Y a una de estas solanas daba el despacho del hombre ilustre. El se asomaba un momento todas las mañanas, a las seis, y contemplaba el panorama verde, suave, de las cuencas del río. Acaso a esta hora, frente a él, al otro lado de los huertos, bordeando el hondo cauce, allá en lo alto, un agudo silbido rasgaba de pronto los aires, y una negra masa pasaba vertiginosa, con un sordo estrépito, perdiéndose a lo lejos, mientras difuminaba con un trazo fuliginoso el añil radiante. Y luego, todo volvía a quedar en silencio: una golondrina trina, rauda; croan las ranas en el estanque; la campana sigue tocando, tocando cristalina. Y entonces, el grande hombre, desde su ventana, sólo ante la Naturaleza, acaso sentía esa repentina e inexplicable opresión de angustia que sentimos nosotros, ciudadanos, cuando en plena campiña contemplamos un tren que pasa.
Y el hombre ilustre tornaba a entrar en su despacho y se sentaba ante la mesa, cargada de libros, pruebas, cuartillas, cartas y telegramas. La estancia era pequeña: era una salita de estas casas levantinas, construidas de maciza piedra, que parecen cajas sonoras. Las paredes son blancas, estucadas, brillantes; el pavimento, de diminutos mosaicos, frotado y refrotado por la aljofifa, tiene claridades e irisaciones de espejo; el pasamanos de la escalera, de caoba pulimentada, refulge bajo la luz que cae de la alta claraboya y forma en torno a los peldaños un culebreo luminoso. A media mañana, cuando ya la limpieza se ha terminado, las puertas y las ventanas se entornan; una suave penumbra se extiende por toda la casa, y en el silencio y la semioscuridad, mientras fuera el sol desciende cegador y ardoroso, las estancias—salas, alcobas, corredores—se ponen a tono, y un grito, un golpazo, una carcajada resuenan con estruendo, y los arpegios de un pájaro repercuten con matices desconocidos, y las melodías inesperadas de un piano cantan poderosas, vibrantes, y os arrebatan con desvaríos románticos. ¿Comprendéis cómo, llevados por el secreto destino de nuestra vida, un egregio panteísta no podía pasar los últimos días sosegados de su vivir, sino en esta tierra levantina—Grecia moderna—, donde las cosas hallan sus síntesis?
Pero el grande hombre está ya sentado ante su mesa. En las paredes del despacho cuelgan oleografías de Gisbert y Pradilla, un cuadro en que aparece bordado en cañamazo un perrico de lanas, un enorme calendario que hace lucir sus negros guarismos en la blancura. En un rincón, sobre una mesa, aparecen amontonados, revueltos, desencuadernados, los libros que han sido traídos para el trabajo; libros todos sobre la Revolución francesa, o sobre la época prerrevolucionaria: los «Orígenes de la Francia contemporánea», de Taine; los estudios de los Goncourt; las obras de Blanc, de Lamartine y de Michelet; «El antiguo régimen», de Tocqueville; las crónicas de Touchard-Lafosse... El grande hombre trabaja desde las seis hasta las doce; ante él, un secretario va escribiendo rápidamente sus palabras. Yo veo un abultado rimero de cuartillas con la escritura flamante, y junto a ellas —tengo vivo el. recuerdo—un volumen de la colección de «Mujeres célebres», el de la Virgen, manoseado, doblado, y con tales o cuales párrafos cruzados con gruesas rayas de tinta. Ya el grande hombre, viejo, cansado, enfermo, ofrece escaso trabajo original, y sus crónicas y sus correspondencias para Europa y América son una misma correspondencia o una misma crónica, trastocadas en su fraseología, o simples glosas e injertos de antiguas páginas.
A mediodía, cuando cae la primera grave campanada de las doce, el hombre ilustre levanta la mano con gesto de cansancio, y el trabajo queda suspendido en redondo. Y ya la hora de la comida es llegada. Pero el grande hombre apenas come. Ante él desfilan estos manjares primarios y suculentos de la cocina provinciana, que él ama tanto, y él los contempla con ese aire, mezcla de displicencia y de ansiedad con que los enfermos miran lo que les ha proporcionado el placer y les ha aparejado el dolor... Y ya también ha venido la hora de la siesta; pero el grande hombre tampoco duerme. Estas horas largas, abrasadoras, él las pasa_anonadado en un dulce sopor, allá, en el huerto, o bien escuchando la lectura monótona de los periódicos. Hay entre la fronda del arbolado, en lo más recóndito y umbrío del jardín, un cenador tapizado de enredaderas y pasionarias. Aquí se sienta el hombre ilustre. La bravía luminaria solar inunda la campiña; los matices y gradaciones del verde han desaparecido; la vega es un manchón de azul negruzco. Todo calla; el surtidor de una fuente susurra y las cigarras cantan con sus chirridos clamorosos.
Y a medida que van pasando las horas, las sombras se alargan; vienen a intervalos ráfagas de aire fresco, y los verdes, obscuros o presados, de los herrenes, del arbolado, de los maizales y de las viñas, van surgiendo y ensamblándose en un inmenso y grato mosaico. Entonces el grande hombre y sus amigos salen del huerto. El grande hombre aparece vestido sencillamente; va enfundado en una ligera levita negra de alpaca; su cabeza está cubierta por un sencillo tiongo, y la nitidez, del cuello y de la pechera resalta en la nota fosca del traje. El grande hombre camina despacio, con una leve inseguridad en sus movimientos, apoyado en un alto paraguas. Su cara, antes redonda, llena, es ahora alargada, flácida; sus ojos grandes, pasan por las cosas y atisban las lejanías con miradas en que hay dolor y espanto, y sus manos, finas, blancas, tenues, acarician con ademán inconsciente, de cuando en cuando, el largo bigote de plata que cae lacio por la comisura de los labios. El grande hombre y sus amigos salen del huerto, y una vez recorrido un angosto camino que serpentea entre la verdura pomposa y húmeda de los bancales, entran bajo un anchuroso emparrado, que entolda la portalada de una casa vetusta. Cerca, se oye el estruendo de un salto de agua; dentro, una tarabilla marcha, marcha con su eterno «tic-tac, tic-tac»... Y las gallinas revuelan y cacarean en un cercado de cañas, y una bandada de palomas se abate y picotea entre la tierra, y luego torna a remontarse y a perderse a lo lejos.
Este es el momento en que el hombre insigne, sentado bajo el ancho parral, oreado por la brisa fresca del crepúsculo propincuo; este es el momento en que vive enteramente esta vida que se le escapa. Su alma se funde con el alma de la Naturaleza entera; una sonrisa asoma a sus labios, y de sus ojos grandes, claros, desaparece el espanto infantil que los velaba. ¿Diré que la Naturaleza no puede ser sentida en todas las épocas de nuestra vida, ni, aun teniendo el ánimo propicio a ello, siempre que nosotros queremos? Un poeta o un pintor noveles pueden darnos una sensación intensa de las cosas; pero no llegaréis a sentir la completa e inexpresable fusión con la energía universal sino sólo cuando hayáis trafagado mucho por el mundo y os hayáis saciado de sus satisfacciones, o cuando una abrumadora catástrofe moral haya caído sobre vuestro espíritu y lo haya limpiado de deseos, vanidades o concupiscencias, o acaso al salir de una larga e incierta enfermedad que os ha mostrado abierto ante vuestras miradas el eterno vacío... El grande hombre ha pasado por todos estos trances; y he aquí cómo sus ojos contemplan ávidos los árboles verdes^ y las lejanas montañas zarcas, y el agua que discurre con gorgoteos sonoros por ancho azarbe, y los pájaros que cruzan aleteando presurosos. Un grupo de amigos del pueblo y de admiradores, venidos para verle un instante, le rodea. Y él habla, y habla, y habla mientras la tarabilla del molino tecletea con sus golpes inacabables, y en el cielo comienzan a parpadear las primeras estrellas. Y ya las campanadas del «Ángelus» han sonado; la comitiva regresa al pueblo...
Y después de la cena, el grande hombre pasa al diminuto salón en que destaca el piano. Un tropel de lindas muchachas acaba de entrar: Amparito, Lola, Aurelia, Carmen, Asunción, Remedios, Angustias, Clarita... todas estas muchachas que os dicen sonriendo que ellas no valen nada, puesto que viven en un pueblo, y os ruegan luego, palmoteando, que les contéis cómo son las conocidas y amigas que tenéis en Madrid. El grande hombre no les cuenta estas cosas: su fantasía exuberante les habla de las gracias y atavíos de las remotas y gráciles egipcias, de las helenas, de las romanas, o bien les pinta los paisajes de Suiza, o las noches de «la oriental y orgiástica Venecia», o los faustos pródigos de París bajo el imperio del tercer Napoleón. De rato en rato el piano sonsonea una sonata de Beethoven, un nocturno de Chopín, una sinfonía de Rossini, o una de estas muchachas canta, después de sonrojarse un poco, una melodía de Tosti. Y a las once el salón queda desierto y el grande hombre, con su paso inseguro, tardo, se cetira a su alcoba.
Era esto en el ocaso de su vida. Pocos meses después, moría. Yo tengo vivo el recuerdo de estos días agradables que el hombre ilustre —Emilio Castelar— que lo había sido todo, pasó en un pueblecillo levantino, entre estos provincianos afables —don Juan, don Fernando, Pepita, doña María, Lolita, doña Isabel, don Fernando— que no eran nada.
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