lunes, 16 de julio de 2018

El cuarto cerrado (Velmiro A. Gauna)

La muerte de Abraham Baidum se presentó rodeada de las circunstancias más desconcertantes. Vivía en una casita de material que constaba de dos piezas, una de las cuales la destinaba a su negocio de tienda y la otra a dormitorio. Esta última tenía una puerta que daba a la calle principal del pueblo y una ventana que se habría sobre otra lateral que conducía al río y allí fue encontrado, una tarde, por denuncia de una vecina que se extrañó no abriese, como de costumbre, con una feroz herida en el cuello por donde se había desangrado, pero, y he aquí lo raro del caso, la habitación tenía las puertas cerradas por dentro y la ventana, además de una poderosa reja, solo se entreabría unos diez centímetros por estar unidos los postigos por una cadena de seguridad. A través de esa pequeña abertura fue que don Frutos, Arzásola y Leiva pudieron distinguir el bulto del hombre en el lecho y como no respondiese a sus llamados tuvieron que unir sus fuerzas para hacer saltar la cerradura de la puerta y entrar a la estancia.
Temerosos que se encontrase bajo los efectos de un ataque, se acercaron presurosos al yacente, pero, apenas lo hicieron, vieron la sangre que empapaba la almohada.
—¿Se haberá suicidau? —dijo don Frutos.
—Así parece —confirmó el oficial— pero, ¿dónde está el arma?
Buscaron por el suelo y luego movieron el cuerpo para ver si estaba debajo de él, sin resultado.
—Entonces, es un crimen —prosiguió Arzásola— y el asesino se llevó el cuchillo.
—Cierto —aceptó don Frutos y añadió—: pero por acá no ha salido. Taba
tuito bien cerrau.
—Habrá venido por el lado del negocio… Quizás por una de las puertas del patio —expresó el oficial y pasaron al otro cuarto.
Sin embargo allí también todas las aberturas estaban bien aseguradas con llaves o trancas.
—Pero che, esto parece cosa’e brujas… —dijo el comisario al cabo de un rato de intensa búsqueda—. Tuito cerrau y el tipo muerto’n la cama y sin rastros’l arma…
—Por lógica tiene que haberse escondido adentro esperando la ocasión para salir…
—Pero si lo revisamos tuito.
—Quizás hemos pasado por alto algún rincón. Insistamos…
Encarecieron al cabo Leiva, que estaba en la puerta para impedir la entrada a los curiosos, que redoblase la vigilancia y volvieron a buscar minuciosamente por todo el local.
Fueron golpeando el piso y las paredes por si el sonido a hueco denunciaba posibles escondrijos, abrieron los roperos, vaciaron cajones, etc. Al fin, fatigados y sudorosos, volvieron al dormitorio para descansar un rato. A poco llegó el doctor Levinsky a quién habían hecho buscar con el agente Ojeda.
El médico revisó el cadáver y dictaminó:
—Deceso por hemorragia intensa provocada por una herida de arma blanca…
¿Quién lo mató?…
—Eso es lo que quisiéramos saber, doutor —le contestó don Frutos— pa mi tiene que haber sido un fantasma.
—¿Por qué?…
—Porque a pesar de que tuito esto estaba tan bien cerrau que debimos voltiar una puerta pa dentrar, no encuentramos a naides y endemás, tampoco hallamos el arma.
—¡Pero eso es imposible! Quien lo mató debe haber salido por algún lado si es que no está todavía por acá.
—Sin embargo, doctor —intervino Arzásola—, todo estaba bien asegurado por dentro y no hemos dejado rincón por escudriñar. Parece cosa de magia, pero el asesino mató al hombre y desapareció sin pasar por puertas ni ventanas.

Dejando a Ojeda de guardia, los superiores fueron a la comisaría que no se encontraba muy lejos del lugar, a tomar unos mates y cambiar impresiones.
El doctor Levinsky, atraído por lo desusado del caso, también se convirtió en aficionado investigador y arriesgó su teoría:
—Yo una vez leí un relato de un hecho similar. La víctima fue horriblemente mutilada por una pequeña fierecilla a la que hicieron entrar y salir por un respiradero que había en la parte superior del cuarto. ¿No pudo haber sido introducido, por entre el espacio que dejaban los postigos, un mono amaestrado para que lo acuchillara?…
—Únicamente un monito tití pasaría por esa estrecha abertura y ese animalejo no podría haberle inferido tan tremenda puñalada— le rebatió Arzásola.
—En efecto —concedió el galeno—, la herida fue causada por un golpe sorpresivo y de singular violencia.
—¡Ya está! —interrumpió el cabo Leiva—, lo he resolvido todo…
—¿Cómo? —aventuró escéptico el oficial.
—Jueron dos… Cuando l’asesino salió el cúmplice cerró la puerta…
—Y el que quedó en el interior, ¿cómo salió? —preguntó el médico.
—Güeno, eso es entuavía lo que no puedo esplicarme —admitió el cabo.
—¿Y vos qué pensás? —solicitó don Frutos a Arzásola.
—Yo pienso que cuando Baidum fue a entreabrir los postigos, el criminal, que estaría al acecho, pasó el brazo por entre las rejas y le propinó la puñalada huyendo después. El turco, agonizante, tuvo, sin embargo, fuerzas para llegar a la cama y tenderse en ella…
—Tonses habiera habido gota’e sangre n’el suelo, cerca’e la ventana y no había. Endemás habería desarreglau las ropa’e la cama y estas estaban bien como si lo hubiesen agarrau dormido…
—Esa es también mi opinión —expresó Levinsky—. La herida era necesariamente mortal y no creo que después de recibirla haya podido efectuar ese trayecto y cubrirse, además, con la sábana. Por otra parte había solamente sangre del lado donde estaba el orificio y en el extremo superior del lecho. De haber llegado herido hubiera manchado otros lugares. ¿No le parece?…
—Lo que a mí me preocupa —dijo en ese momento don Frutos— es el motivo. No robaron nada ansí que por interés no jué, tiene que haber sido por venganza.
—Siguro, entonce que haberá sido por mujeres —afirmó Leiva—, porque el finau era muy engolosinau por laj pollera.
—Sabés que tenés razón —aceptó don Frutos—. Y aura vamos pa la Bajada que maliceo quién puede haber sido’l fantasma.

El cauce de un arroyo seco formaba un declive en las barrancas, que los capibarenses arreglaron retirando las piedras y rellenando las bases para que sirviera de vía de acceso a los vehículos hasta la orilla del río.
Por ella transitaba, roncando estertorosamente, el «forcito» del hijo de don Quinca llevando a los pasajeros de los barcos que no querían arriesgarse por el más corto, pero abrupto sendero de cabras, que salía junto al almacén de don Pedro y por allí, también, iban y venían los tarros y carretas que llevaban sus cargamentos de naranjas, sandías, melones, lanas, cueros y otros productos de la región para transportarlos a los lanchones y chatas que atracaban en la costa.
De trecho en trecho se veían enormes pirámides de doradas esferas esperando su turno para ser llevadas en canastos a las bodegas.
Tratándose de una mercadería perecedera la naranja se pagaba solamente una vez que estuviese a bordo. A veces, por no haber llegado barcos en cantidad suficiente, la remesa debía arrojarse al agua; otras, crecidas y bajantes extraordinarias movían a los patrones de las embarcaciones a buscar otros puertos más lejanos, pero más accesibles y la cosecha también se malograba.
Pacientes y filosóficos los correntinos se sentaban junto a la pila de naranjas a tomar mate y fumar esperando «tener suerte y vender». Los carros y carretas, ya vacíos, estaban con las varas al aire y los animales, atados a estacas, mordisqueaban un poco de hierba que crecía salvaje o el pasto que en previsión trajeran los dueños, mientras movían desesperadamente las colas para tratar de alejar a las moscas y a los molestos tábanos.
Don Frutos y sus acompañantes pasaron por entre los grupos conversando con uno y otros, en tanto que sudorosos changadores iban y venían con sus canastos repletos desde las amarillentas pilas a las bodegas, deslizándose ágilmente por los delgados tablones que oficiaban de planchada.
De pronto el comisario indicó a un mozo joven, que estaba sentado en cuclillas junto a un fogón improvisado con unas piedras, dispuesto a tomar mate y dijo a Leiva:
—¡Ahí está! Metelo preso a ese bandido…
El aludido se incorporó protestando:
—¿Por qué, pa? ¿Qué hice, don Frutos?
—Casi nada, lo chuciaste al turco Abraham…
—¡Di ande, comesario! S’enquivoca fiero nicó…
—No, Tránsito. Toy bien siguro…
Leiva llevó al joven que no se resistió, rumbo a la comisaría y el viejo dijo al sorprendido oficial señalándole una caña clavada en la arena, cerca de dos pacientes bueyes:
—Ahí tenés, l’arma…
Arzásola retiró la vara que medía casi dos metros y puso al descubierto un aguzado hierro en su extremo.
—Ves, el mozo ese, que se llama Tránsito Ruiz, viniendo pa estos laus, al pasar frente a la casa, vio por la rendija de la ventana al turco en la cama. Tonses, aprovechando que no había naide cerca, metió la picana que tenía p’azuzar a los güeyes por entre los postigos y se la clavó n’el cuello, dispués la sacó y siguió viaje…
—Es verdad —dijo Levinsky—, eso resuelve el misterio del modo en que se le dio muerte.
—Primero pensé que podería haber sido alguno con una lanza, pa poder llegar desde ajuera hasta la cama, pero me di cuenta que un hombre con esa arma habiera llamau la atención al que lo viera. En cambio, uno con una picana, manejando una carreta, no despierta sospecha alguna…
—Pero había otros también con carretas… ¿Por qué eligió a Ruiz de todos ellos? —inquirió el oficial.
—Porque al conversar con l’otra gente me enteré que había llegau a la siesta, maj o meno a la hora en que pudo haberse cometido el crimen y dispués tenía que ser alguien con un motivo grande nicó p’haser mesejante cosa.
—¿Y él lo tenía?
—¡Y de no! Hace un año, cuando Tránsito golvió del Chaco con unos pesos pa casarse con l’hija’e doña Casimira, se encuentró que el turco lo había madrugau y visitaba tupido’l rancho’e la muchacha que ya no quiso saber nada con él, comprada por los regalos que le hacía el dijunto…
—¡Ajá!… Ahora solo falta que acepte su culpa…
—Perdé cuidau, que unos días’e calabozo lo van a hacer aflojar…
Y así fue, a los dos días confesó.
Velmiro A. Gauna

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