sábado, 28 de marzo de 2015

La mariposa (Velmiro A. Gauna)

Alborotaban las cotorras en el ceibal cercano. Los sauces, reclinados sobre el río, acariciaban con sus finos dedos verdes a las ondas esquivas, mientras, sobre la boscosa orilla del lado paraguayo, bostezaba el sol naciente su cansancio de siglos.
Los tres habitantes del rancho de la isla ya estaban en pie. Ña Casiana, la vieja, fue la primera, porque sus dolores reumáticos no la dejaban casi pegar los ojos y, sentada en una mecedora de lona, se frotaba las manos, deformadas por la artritis, con grasa de yacaré, labor que interrumpida, de tiempo en tiempo, para sorber los mates que alcanzaba Eduvigis, su nuera, con su redondo vientre de avanzada preñez, abultado como un bombo; mientras, Manuel Acevedo, su hijo, terminaba de liarse sobre la cintura las vueltas interminables de su larga faja.
Iba a cruzar ya sobre ella el facón de cabo de plata, cuando, llegándose desde afuera, revoloteó en la pieza una gran mariposa negra.
-¡Jesús, María y José!… –dijo la esposa-. Anuncio´e disgracia.
El insecto se agitó pesadamente y luego fue a sentarse sobre la almohada, en el revuelto lecho, en el mismo lugar donde todavía se marcaba el hueco dejado por la cabeza del hombre.
Manuel borbotó una imprecación en guaraní y desvainó la hoja de acero, pero el animal, simultáneamente, se elevó y salió por la ventanuca perdiéndose en dirección al río detrás del próximo matorral, donde ya empezaba a sentirse el chirriar de las chicharras.
-¡Cuídate m´hijo! –previno la vieja-. Mariposa negra es mala señal…
-¡Bah!, mamá, agüerías… eso es lo que son –contestó el hijo pero sin poder ocultar su turbación.
Llenó de cartuchos sus bolsillos y descolgó la escopeta del clavo que la sostenía en la pared.
-¡Ay, no! –le rogó su mujer mientras le alcanzaba un mate-. No salgás con armas, hoy, ma bien llevá la carga e cueros al pueblo. Tengo miedo, no sé por qué…
-¡Dejáte´e macanas! –tronó él- vua dir a cazar como tuito loj día y esta tarde llevaré la carga.
-No ti hagás mala sangre, Eduvigis –interrumpió la vieja- Si está´e Dios que le pase algo naides lo poderá impedir…
-¡Qué va a pasar… qué va a pasar! –dijo el hombre despectiva. Se caló el sombrero y salió rumbo al monte.
 ***
Con el vientre grávido levantándole el vestido por delante Eduvigis siguió acarreando mates a la anciana y haciendo al mismo tiempo, las tareas de la casa. Pero no podía apartar de su mente a la mariposa negra con su aspecto macabro.
-¡Ojalá no le pasa nada, Dios mío! –musitaba.
A su memoria venían recuerdos de accidentes fatales: Lorenzo “El nutriero”, a quien hallaron, una tarde en el monte caído sobre la escopeta y con el pecho destrozado por la descarga; “Quique” Saucedo, a quien se le enganchó el gatillo en una rama y al querer arrancarlo de un tirón se disparó y los perdigones le llevaron media cara, dejándole por un lado convertido en un espantajo, con un ojo menos y los negros surcos de hondas quemaduras.
-Pa mí que va llover… -se quejó la vieja-. Tengo como alfileres por tuito´l cuerpo. A ver, traime otra papa…
La joven se la alcanzó y la enferma la introdujo en el bolsillo, porque era creencia popular que la misma ayudaba a combatir los dolores reumáticos y que éstos iban cesando a medida que el tubérculo se secaba y se convertía en pellejo.
-Hacé nomá´l puchero… -dijo finalmente- yo vua armar un cigarro.
-¿Quiere que se lo arme yo? –se ofreció la muchacha.
-Grasia… Dejáme ni anque sea hacer mis visios. Ya bastante carga tenés con mis achaques.
Colocó sobre sus rodillas una madera lisa y, lentamente, empezó a extender sobre la misma una hoja de tabaco. Luego puso sobre ella finos y largos trozos para envolverlos apretadamente en la primera, haciendo rodar el rollo para que tuviera mayor consistencia, unió el borde con un poco de engrudo y con un cuchillo filoso cortó los extremos. Eduvigis, con su redondo vientre por delante, iba y venía arreglando la cama, avivando el fuego, echando verduras en la olla y arrojando inquietas miradas a la linde del monte por donde debía regresar su marido.
***
Los loros hacia rato habían cesado su disonante algarabía. Sólo seguían vibrantes como nunca las chicharras y, de tiempo en tiempo, se oía el esquivo lamento del “crespín”.
El sol, en lo alto,bañaba de fuego el ambiente. El intenso calor arrojaba a los animales al ampara de la sombra y ni un ave turbaba con su vuelo el azul del firmamento.
-Tá tardando el Manuel… -exclamó Eduvigis, mientras levantaba la tapa de la olla y revolvía en su interior.
-Aura nomás ha de llegar –le contestó la vieja y arrojó al aire una bocanada de humo.
Enseguida agregó:
-Va a llover para la caída de la tarde. Toy que no puedo ma´e laj conyunturas…
En ese momento, por la estrecha picada del frente, Eduvigis vio aparecer el negro sombrero de Acevedo, con la escopeta cruzada sobre la espalda y llevando apoyado sobre el hombro un palo del cual pendían dos grandes pieles que se balanceaban con su andar.
Sin apartarse del fogón la mujer observaba la marcha del hombre y, cuando estuvo a unos pasos, divisó una mancha sangrienta en la camisa. Soltó la espumadera y corrió a su encuentro.
-Tás herido! –gritó- ¿Viste?... ¿Viste?...
-No te asustés, mujer –le contestó el marido con toda tranquilidad- Jué un chijetazo´e sangre que pisé al descuerar a unoj d´estoj bicho y me manchó.
Le entregó el arma y le pidió:
-Andá a colgarla y no ti asustés qu´está sin bala… Yo de mientra me vua a colocar loj cuero.
Marchó por detrás de la casa y siguió unos cuatrocientos metros hasta el lugar donde había hecho el “estaquiadero”. Lo tenía un poco lejos del rancho porque, a veces, “solían jeder muy fiero”.
Tendió las pieles que eran de una comadreja picaza y un gato montés, sobre la hierba, y als revisó concienzudamente, para librarlas hasta del menor rastro de grasa que pudiera haber quedado adherido. Luego las estaqueó cuidadosamente y volvió para el rancho. Venía silbando alegramente una polka paraguaya, cuando, de pronto, sintió un pinchazo en el tobillo izquierdo.
-Me habré ortigau o ha´e ser abrojo… pensó, pero el ruido de las hierbas al ser rozadas lo devolvieron a la realidad. Rápidamente sacó el cuchillo y lo bajó violentamente sobre el relámpago rojo que fugaba y sobre el verde de las hojas se agitaron los pedazos de una víbora, en cuyo vientre amarillento se veían los anillos púrpura y negro de una especie mortal.
Avanzó unos pasos y, de improviso, el paisaje empezó a enturbiarse. Se detuvo y se sacó el sudor que corría a raudales por el rostro.
-¡Eduvigis!... –gritó y siguió tambaleante-. Al grito apareció la mujer que, al verlo vacilante, echó a correr hacia él con el henchido vientre balanceándose.
-¡Manuel!... ¡Manuel!...-gritaba y seguía bajo el sol de fuego.
La madre, con una intuición terrible, dejó  la reposera, se asomó y, al verlos, vino también, tendidas hacia ellos sus manos sarmentosas.
-¡M´hijo!... ¡M´hijo!... ¿Qué le pasa?
Casi estaba por caer cuando llegaron las mujeres a sostenerlo y de sus labios resecos salió la voz tartamudeante.
-Me pi… picó… u… una co… ral…
Apoyándose en ambas llegaron al rancho y allí lo depositaron en el lecho. Olvidada de sus dolores y de sus años la vieja movía ágil e imperactiva.
-Hacé un té´e contrayerba –ordenó a la nuera. Luego levantó la pierna del pantalón y observó el tobillo que estaba hinchándose. Arrancó del cuello del hombre el pañuelo y lo anudó fuertemente un poco más arriba, luego con el facón hizo un tajo uniendo los dos puntitos dañinos y empezó a apretar para que saliese la sangre negra y espesa.
El hombre, ya inconsciente, deliraba balbuciendo nombres de personas y cosas olvidadas.
-¡Hola, don Segundo!... ¿Y la Rosita?
Don Segundo fue su primer patrón y hacía muchos años que había muerto. La mujer trajo presurosa la infusión y trataron de hacérsela beber, pero el líquido casi se perdió por completo, corriendo por entre las comisuras de los labios, ya que el doliente mantenía fuertemente cerradas las mandíbulas.
Ña Casiana puso su mano sobre la frente ardiente y ordenó:
-Vamoj a ponerl´n la cama y a llevarlo´l pueblo. Nu hay más que hacer.
-¿Y quién pa va a remar, mama? –preguntó la joven.
-Y nojotro, pue… -concluyó la vieja.
A cosra de grandes esfuerzos consiguieron llevarlo hasta la embarcación que estaba atada frente al rancho. Lo pusieron sentado al pie de la carga de cueros y, para resguardarlo del sol, tendieron una sábana que mantuvieron tensa con dos cañas.
Después, Eduvugis con su vientre abultado como un bombo y doña Casiana con sus manos de araña monstruosa, se pusieron a los remos.
El sol volcaba sus ardores inclemente, pero ellas seguían empeñosas en tanto de la boca del hombre escapaban palabras sin sentidos.
-¡Neique!... jabón… loj cuero… mañana… Itá-Ibeté…
Hora tras hora las dos mujeres se doblaron sobre los remos. Ríos de sudor corrían por sus rostros y el cansancio arrancábales suspiros y lamentos.
La vieja, sin embargo, con sus manos deformes y nudosas, era quien daba ánimos.
-Un poco má, Eduvigis… Un poco más que ya llegamo…
La correntada las tiraba río abajo, pero ellas, ampollándose las manos y sacando fuerzas de quién sabe qué reservas interiores, consiguieron atracar al pie del rústico desembarcadero en Capibara-Cué. Un pescador, al verlas, se apresuró a atar la cadena a la estaca y aseguró al bote. Doña Casiana dejó los remos y se asercó al hijo que estaba apoyado sobre la pila de cueros.
Tenía los ojos cerrados y un hilo de baba caía de la boca torcida.
La vieja le alzó un párpado y quedó un momento como petrificada al verel ojo inmóvil que miraba sin ver.
Luego lanzó un grito terrible, se arrojó sobre el cadáver y lo llenó de caricias con sus manos de araña mientras clamaba:
-¡M´hijo… hijito querido… mi Manuel!...
Al oírla acudieron unos hombres que le arrancaron de allí y la llevaron a la orilla.
Eduvigis bajó después y se sentó sobre una piedra. Estaba como atontada y terriblemente fatigada.
Vio como descendían el cuerpo yerto de su hombre y lo tendían sobre la hierba cubriéndolo con la sábana.
Pero, de pronto, se alzó y con una mano trémula señaló a una enorme mariposa oscura que saliendo de entre los cueros se elevó en el aire y se perdió volando lentamente sobre el río.
-La mari… -dijo y cayó desvanecida sobre la playa, sin oír los lamentos de la vieja que clavaban puñales de angustia en el pesado silencio de la siesta.
Velmiro Ayala Gauna

3 comentarios:

  1. Amo este cuento! Lo leía cuando era adolescente. Muchísimas gracias por subirlo!

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  2. Alguien sabe en que añofue publicado este cuento?

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  3. Este cuento yo lo lei cuando estube en la primaria alla por la decada de los 80.....me parece genial y facinante el manejo del habla regional que realiza Velmiro Ayala......para mi uno de sus mejores cuentos.....propio de la literatura regional....hasta se podria realizar una intertextualidad con el cuento A la deriva de Horacio Quiroga...desde el punto de vista de la mordedura de la vibora en el pie tanto de Manuel como de Paulino....GRACIAS

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