LA PIEDRA GRIS
La tarde está limpia, plácida, fresca. La carretera blanca serpentea, con suaves curvas, en lo hondo de las verdes gargantas; el río inmóvil, callado, espejea, junto al camino, la silueta de los esbeltos y finos álamos. Una rana hace «croá-croá»; resuena a lo lejos el grito de un boyero: «¡aidá!, ¡aidá!» Las montañas, de un verde obscuro, cierran el horizonte y se levantan en empinados recuestos, a una y otra banda. Arriba, en las cumbres, un pedazo de peña azulina, grisácea, brillante, aparece; más bajo, entre el verdor obscuro de los castañares, se extiende un ancho cuadro de pradería, claro, suave, con redondas manchas obscuras que en su tapiz colocan los manzanos; más bajo, destaca una ringla de nogueras que corre a lo largo de una senda; más bajo, un festón de espesos matorrales araña el cristal sosegado del río. Una rana hace «croá-croá»; se oye a intervalos el grito de un boyero: «¡aidá!, ¡aidá!» Y de la techumbre roja de una casita, colgada allá en lo alto, se escapa un humo tenue, azul, que se difluye poco a poco en el aire, mezclándose con la blanca neblina que avanza, avanza, hasta cubrir las aristas y los picachos de las montañas...
Y cruzamos Azpeitia. Las calles son estrechas, formadas de casas con enormes aleros, con balcones de anchurosa repisa, con zaguanes obscuros, negros, en cuyo fondo aparece una escalerilla lóbrega. En las pueitas, las comadres trabajan en sus labores, y los alpargateros, sobre sus lustrosas mesillas, enarcan a intervalos los brazos y dan sordos golpeteos. Y nos detenemos un instante en la «Bustinzuriko plazachoa»; y luego, por una estrecha calleja, salimos otra vez al campo. Allá, en el fondo, sobre el verdor de las montañas, aparece una enorme masa grisácea, trepada por diminutos cuadros de sombra. Es el monasterio de Loyola. En los días del invierno vasco, cuando el horizonte se enfosque y la lluvia caiga perenne, toda esta mole de sillares grises se tornará negra, tenebrosa, y en todas estas espaciosas estancias y claustros largos, de paredes desnudas, ahora en estío en penumbra, se hará un lóbrego ambiente, cruzado y recruzado por sombras caliadas, ligeras, cuyos pasos resonarán sonoramente en las anchas tablas de roble del pavimento...
Entremos en el monasterio. Ante la puerta principal se alza una escalinata que conduce a un pórtico de columnas jónicas; pero hay otra puertecilla lateral que es la que nosotros hemos traspuesto. Un patizuelo silencioso y limpio se ha ofrecido a nuestra vista; en el fondo, sobre una puerta, rezan las letras doradas de una lápida negra: «Casa solar de Loyola». Estamos frente a la casa en que nació el esforzado guerreador místico. Nos acercamos a la puerta, claveteada con agudos y amplios chatones; en una de las hojas pende un blanco cartel con una larga lista manuscrita. «J. H. S.»—dice ante todo a la cabeza. Y luego sigue: «Distribución del tiempo durante los santos ejercicios.—«Mañana: cinco y media, levantarse; seis, meditación; siete, misa; siete y media, desayuno, tiempo libre; ocho y media, lectura espiritual; nueve y cuarto, puntos de la meditación; nueve y media, meditación; diez y media, examen, tiempo libre; once y tres cuartos, examen; doce, comida». «Tarde: dos y cuarto, rosario o «Vía Crucis»; tres, lectura espiritual; tres y tres cuartos, puntos; cinco, examen, paseo en silencio; seis, preparación para la confesión; seis y tres cuartos, puntos; siete y cuarto, tiempo libre». Y al final, en letras grandes, enérgicas, resaltantes: A. M. D. G.
La casa de San Ignacio ha sido conservada en su exterior, intacta; mas dentro, las estancias, los pasillos, las alcobas, la cocina, todas, todas las piezas se han convertido en oratorios, capillas, altares, sacristías. Grandes lienzos de una pintura infantil cubren las paredes; en los techos resalta el vigamento barroco, tallado, dorado, repleto de rostros, figuras, santos, vírgenes, soles eucarísticos, ángeles, nubes. De trecho en trecho un retablo destaca con su pesadez enorme y recargada; las lámparas titilean mortecinas; veis la figura de un jesuíta callado, recogido, en la penumbra de un rincón, que ora con la cabeza inmóvil sobre el breviario; oís el crujir de una falda o el tintineo de un rosario, y seguís pasando, pasando de una estancia a otra, de uno a otro altar. Y penetráis en la diminuta alcoba en que el místico torturado sintió el primer ímpetu de su sino: otro altar, igualmente pesado, igualmente recargado, cubre el paño del fondo. Ya en esta estancia no queda ni un hálito, ni un rezago lejano del hombre aquí nacido. Serán inútiles vuestros esfuerzos imaginativos: no intentéis evocar su figura. Los retablos, las columnas, las pinturas, las lamparillas, los cortinajes, las hórridas vidrieras de colores han traído un ambiente de piedad y de religiosidad femenina, blanduzca y anodina, a este paraje donde liabitara un temperamento férreo, indomable, audaz, incontrastable.
Salid de estas capillas y oratorios; entrad en el convento. La piedra gris vuelve a saltaros a los ojos en la grande escalera, chata y maciza, en los largos claustros de bóvedas rechonchas, en los anchos patios de eminentes muros desnudos, en los salones vastos, pavimentados con recias tablas. Un jesuíta pasa, a intervalos, a lo largo de las paredes, encorvado, juntas las manos. Os asomáis a una ventana y contempláis el vasto panorama de la huerta conventual. Por sus rectos caminos van, vienen las manchas negras de los ejercitantes que en estos días limpian y sahuman sus conciencias en el retiro... Y volvéis, después de esta visión rápida, a recorrer los claustros interminables y obscuros, las salas anchas, las escaleras lóbregas. Deteneos un minuto en este patio adornado de un jardincillo; allá, enfrente, una puerta de cristales acaba de abrirse, y por ella van surgiendo dos largas filas de novicios, delgados, finos, un poco pálidos, un poco inclinados, con los brazos en cruz, con la vista en el suelo. Un pedazo de cielo gris, plomizo, se columbra en lo alto, encuadrado por los muros altísimos de piedra gris...
La tarde ha ido enfoscándose. Cuando salís veis que una densa neblina vela las cercanas montañas. Los grises sillares de la inmensa edificación se han tornado negruzcos y resaltan formidables sobre el verde obscuro del monte. Va llegando el crepúsculo. El campo está en silencio. Densos y anchos vellones se van partiendo y desgarrando en los castañares. Las aguas del río forman, bajo el ramaje corvo, anchos remansos negros. Una rana hace «croá-croá», y el grito de un boyero resuena en el valle callado: «¡aidá! ¡aidá!»
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