Los ojos de Aurelia
Cestona es un hotel elegante, mundano,confortable; Urberuaga es una casa de enfermos. Tal vez Cestona os produzca la impresión, con sus anchos corredores simétricos que parecen salones, de un modernísimo colegio de jesuítas; acaso Urberuaga, con sus estrechos pasillos tortuosos, encalados y de baja techumbre, os dé la idea de un convento modesto de franciscanos. La misma posición tienen uno y otro balneario en el fondo de un valle; pero en Urberuaga las vertientes se estrechan más; el riachuelo es más ramblizo; los castañares son menos amplios, y algo como un ahogo, como una leve opresión—ya iniciada por un prejuicio— os sobrecoge cuando llegáis ante su puerta. Mas esforzaos en ocultarla y dominarla; traspasad los umbrales del balneario. La construcción total del edificio es un ensamblaje de navadas y pabellones construidos, sucesivamente, al correr de los años. El cuerpo principal se levanta en una tenue hondonada; descendamos cuatro peldaños... Ya estamos ante la puerta; penetremos en un zaguán estrecho; en el fondo se abre un pasillo, desnudo, largo, que acaba en una espaciosidad dividida por tres columnas. Aquí hay una puertecilla que da ingreso a la gruta de donde surte un blanco y cristalino hilo de agua vivificante. Avancemos un poco más; un diminuto salón con divanes y cajones con plantas aparece ante nuestra vista. Y luego cruzamos por un patizuelo a otro corredor, y después encontramos otra espaciosidad, donde se halla el correo, el gabinete médico, y largos mostradores con baratijas y chucherías. Caminemos un poco; otro salón y otro largo pasillo nos llevan a las salas de pulverizaciones y baños de vapor... Y luego, tornamos a descorrer lo andado; de nuevo volvemos a ver la gruta, el gabinete médico, la administración de correos; de nuevo avanzamos por el pasillo primordial en busca de la escalera que nos conduzca al piso alto. Y ya en él, nos vemos en un estrecho corredor lleno de puertas diminutas; el piso es de recias tablas, enceradas, brillantes; un angosto reflejo se pierde allá en la lejanía; se percibe un olor penetrante de frescas y silvestres hierbas aromáticas, de cloruro de éter. ¿Por qué no avanzar por el pasillo? ¿Hay nada más grato que la inspección de una casa desconocida para nosotros? ¿Existe sensación más agradable que la de ir sorprendiendo poco a poco las cosas y los hechos insólitos que ante nuestros ojos surgen de pronto?
Este pasillo conduce a otro pasillo. Torced a la derecha; atravesad un corto salón con un cierre acristalado; ascended por unas escaleras y os hallaréis al cabo en un ancho rellano, ante otras escaleras, por las que será preciso bajar para entrar en un salón anchuroso, bordeado de divanes, con espejos apaisados y un piano vertical, que hace, en el fondo, destacar la mancha roja de su reverso. ¿Estáis satisfechos? ¿Habéis llevado ya a vuestro espíritu ávido una sensación sintética del nuevo medio en que acabáis de hacer irrupción?Todos estos corredores, todos estos rellanos, todas estas salas, están desiertas, silenciosas; el pavimento, brilla; las paredes aparecen enjalbegadas. Y de cuando en cuando, en el silencio, oís una tos breve, seca, o una tos larga, pertinaz. Y sentís que hay algo en este ambiente de íntima y profundamente provinciano: por el enredijo de salas y pasillos con pisos desnivelados, por la simplicidad del mueblaje, por los alterones y honduras de las camas, por la llaneza e ingenuidad de la servidumbre, por el prosaísmo castizo de la cocina... Mas vosotros, como yo, estáis en un momento en que gustáis de todas estas cosas tan españolas. Dentro de un poco, cuando llevéis una hora más en el hotel, vuestro gusto va a ser plenamente satisfecho. Porque os percataréis de que el ambiente que respiráis, no sólo es hondamente provinciano, sino que, por una concatenación lógica y necesaria, está también saturado de un romanticismo ensoñador y melancólico. ¿Desconoceréis acaso la virtualidad de estas aguas? ¿No sabéis que a estos manantiales acuden los enfermos «estéticos», en la verdadera y primitiva acepción de esta palabra? Y ¿cómo podréis negar la intima relación que existe entre el romanticismo y la tez pálida, las ojeras, la delgadez y la infinita desesperanza trágica? Si vosotros amáis esas muchachas románticas de pueblo, tan suaves, tan tristes, tan delicadas, tan fantaseadoras, que gimen, que lagrimean, que pasan súbitamente de una alegría a un desconsuelo, que guardan en el fondo de un cajoncito un retrato desteñido y unas cartas con timbres de un café o de una fonda, que tienen una enredadera, que tocan en el piano «La marcha fúnebre de una muñeca», que leen a Campoamor y a Bécquer en un libro forrado con un periódico, que se miran al espejo de pronto para ver si se han puesto feas, que aguardan tras los visillos, en los días foscos del invierno, el paso de un transeunte desconocido, que tal vez es un galán que puede revolucionar nuestra vida...; si vosotros amáis a estas muchachas, venid a Urberuaga. Yo he conocido estos días a Eulalia, a Juanita, a Lola, a Carmen, a María, a Enriqueta. Y he visto, sobre todo, los ojos anchos, vagos y tristes de Aurelia.
—¿Qué hace usted, Aurelia?—le dice un joven con quien la he visto bailando anoche.
—Nada—contesta ella—; miro el agua del río...
Aurelia está inclinada sobre el antepecho del puente, en una de esas actitudes de absorción, de elegancia y de abandono en que Gavarni colocaba, en la terraza de un jardín o sobre los brazos de un diván, a las finas y pálidas mujeres de 1850. Aurelia mira las aguas mansas del río; pero sus ojos, fijos, absortos, no ven la aguas mansas del río. Su silueta se recorta sobre el cielo pálido del crepúsculo.
Esta es la hora en que la carretera ejerce su tiranía sobre el bañista; pero vosotros no cumplís con esta práctica ineludible. Hay detrás del balneario, junto al riachuelo, una extensa avenida de álamos. Hacia allá dirigís vuestros pasos. La tierra está tapizada de fino césped; a un lado se levantan las laderas cubiertas de castañares; a otro se extiende una línea de manzanos bajos, achaparrados, que arquean sus ramas sobre las aguas. Tres, cuatro ringlas de álamos parten esta alameda en anchos caminos. Los troncos de los árboles son finos, rectos, gráciles; el follaje no comienza en ellos sino muy alto, de suerte que vosotros paséis por esta fronda como por entre una sutilísima columnata que sostiene una bóveda verde. Y cuando os habéis cansado de devanear a un lado y a otro, os sentáis en la orilla del río, junto a un ancho remanso. Una multitud de girinos patina, con sus carreras intermitentes, sobre las aguas, extendidas las cuatro patas, ligeros, volubles. Ya avanzan rápidos, ya se detienen, ya dan repentinas y violentas revueltas. Y cada uno de sus movimientos forma un círculo sobre las aguas, que va a mezclarse y trabarse con infinitos otros círculos en un momentáneo y caprichoso arabesco.
Pero la noche va llegando. Es preciso que retornéis al balneario. Una campana acaba de tocar con un son persistente. Vosotros volvéis a recorrer los pasillos de la planta baja y ascendéis a los del piso principal. Las luces han sido encendidas, y el largo reflejo de la madera encerada, como una estrecha cinta de azogue, se pierde allá a lo lejos. Un rumor sonoro de voces, algo como un coro susurrante y melódico llega a vuestros oídos: es que en la capilla próxima los bañistas rezan, como todas las tardes, el rosario. Entonces dais un paseo porel corredor, mientras escucháis esta mística salmodia, y vuestros ojos observan por primera vez las viejas y simpáticas campanillas colocadas encima de las puertas, antecesoras venerables de los locos timbres eléctricos. Y ya este nimio detalle acaba de sumiros en un ensueño de lejanías románticas. ¿Qué más os hace falta? Aún os queda algo principalísimo. Después de la cena es preciso bajar un momento al salón. Aquí volvéis a encontrar a Juanita, a Lola, a Carmen, a Enriqueta, a Eulalia, y volvéis a ver los ojos anchos, vagos y tristes de Aurelia, que miran absortos, sin verlo, el paisaje de un abanico. El piano lanza unas notas lentas y sonoras; todas estas muchachas lindas y pálidas, se levantan, salen hasta el medio de la sala, avanzan, retroceden lentamente, se traban de las manos un instante, se alejan de nuevo haciéndose reverentes cortesías, bailan, en fin, uno de estos sosegados «lanceros» que nuestras madres o nuestras abuelas bailaban con sus anchos trajes llenos de pliegues. Y ya parece que os halláis intensamente saturados de idealidad sentimental; pero la concurrencia pide que cante María, y María protesta riendo alegremente, y luego se pone seria, y después tose un poco, y al fin entona una canción lánguida, melancólica, plañidera...
Y os retiráis, llevando en vuestro espíritu algo que no acertáis a definir. Los pasillos estan silenciosos. Acaso escucháis una tos lejana, repentina, seca, o larga, pertinaz. Y cuando os acostáis, os dormís pensando en los ojos anchos y soñadores de Aurelia, y creyendo sentir el mayor de los absurdos y la mayor de las ingenuidades: creyendo sentir una vaga sensación de amor.
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