Yo quisiera expresar con palabras sencillas todo el encanto que las cosas—un palacio vetusto, una callejuela, un jardín—tienen a ciertas horas. Esta vieja ciudad cantábrica ofrece también, como las ciudades del interior, como las ciudades levantinas, momentos especiales, momentos profundos, momentos fugaces en que muestra, espontáneo y poderoso, su espíritu... Son las ocho de la mañana: si sois artista, si sois negociante, si queréis hacer una labor intensa, levantaos con el sol. A esta hora la Naturaleza es otra distinta a la del resto del día; la luz refleja en las paredes con claridades desconocidas; los árboles poseen tonalidades de color y de lineas que no vemos en otras horas; el horizonte se descubre con resplandores inusitados, y el aire que respiramos es más fino, más puro, más diáfano, más vivificador, más tónico. Esta es la hora de recorrer las callejas y las plazas de las ciudades para nosotros ignoradas. Estamos en Santander. ¿Hacia dónde dirigiremos nuestros pasos? Dejad los planos; dejad las guías; no preguntéis a nadie. Tal vez el vagar a la ventura por el laberinto de las calles es el mayor placer del viajero. Y ocurre que si visitáis Toledo, o Sevilla, o Burgos, o León, insensiblemente, sin daros cuenta, llegará un momento en que os hallaréis frente a la Catedral, ante una puerta gótica en que habrá mendigos sentados que gimotean, viejas dobladas y tullidas, hombres con redondos sombreros y capas parduscas, tal como Gustavo Doré los ha trasladado a sus dibujos. En Santander también os encontráis, tras breve caminata, en los umbrales de la vetusta portalada.
Y entráis en la Catedral. La Catedral de Santander es sencilla y pequeña; mas en su misma pequenez y austeridad, tiene un poderoso atractivo, que no poseen aquellas otras suntuosas y anchas. Las tres naves están en estos instantes desiertas; un reloj, sobre el coro, lanza nueve agudas campanadas. Y lentamente van asomando los canónigos... ¿No os interesan los canónigos? Yo os aseguro que son interesantes: hay entre ellos una variedad grande. ¿Quién es éste de la cabeza fina, pelada, y de los ojos grandes, luminosos, que anda raudo, callado, con las manos sobre el pecho? ¿En qué viejo caserón vive? ¿Qué hace? ¿Cuáles son sus ideas? ¿Qué libros tiene en su estante? En una de las grandes catástrofes morales de la vida, ¿cuál sería su primera actitud, su primer ímpetu, su primer gesto? Tal vez vosotros, viéndole andar majestuoso, sigiloso, os figuráis tener delante uno de aquellos grandes psicólogos españoles—dominicos, agustinos, simples clérigos— que, como Fray Diego Murillo o Fray Antonio Arbiol, escribieron tan sutiles tratados de cosas de la conciencia, que aún hoy, entre los grandes analíticos contemporáneos, no encuentran superiores... Mas ya esta misteriosa figura se ha perdido en el coro; otra solicita vuestra atención. Y es un hombre recio, corpulento, que marcha con un tantico de movimiento a un lado y a otro, y que, como el Arcipreste de Hita, tiene encendido el color, el pescuezo recio y las cejas pobladas. ¿Quién es este canónigo?—os tornáis a preguntar. ¿En qué estancias hará resonar sus joviales carcajadas? ¿Amará, con franco y sano amor, como Juan Ruiz, las troteras y danzaderas? ¿Le placerá, como a Juan Ruiz, correr por las ferias de los viejos pueblos en compañía de ruidosos estudiantones nocherniegos? Y si lee, por acaso, alguna vez, en los ratos de aburrimiento, ¿qué es lo que leerá? Y esta figura, como la anterior, se pierde por la puertecilla del coro. Otra aparece. Es un mozo joven, acaso un poco desgarbado, pero vivo, pronto, ligero, nervioso. ¿De qué pueblo ha salido este mozo? ¿Qué paisajes han visto sus ojos en la infancia? ¿Qué mujeres enlutadas, sollozantes, le han besuqueado y le han apretujado en sus brazos siendo niño y le han llevado luego a los largos claustros sombríos, monótonos, del seminario? Y van saliendo, saliendo todos los canónigos y refluyendo hacia el coro. De pronto, una larga y sonora melopea resuena bajo las bóvedas; los altos ventanales dejan caer suaves resplandores azules, amarillos, rojos... Y vosotros, absortos, sumidos en la penumbra, dejáis vagar libremente el espíritu. Y pensáis que esta Catedral de Santander, junto al muelle, frente a la implacable legión de los barcos que van y vienen despreocupados por el planeta, es, en medio de tales tráfagos mundanos, como un oasis de la fe, del recogimiento, de la meditación y del dolor. Y ésta es la nota que a esta hora y en este lugar encontraréis aquí vosotros...
Cuando volvéis a trasponer la puerta, bajáis las escaleras abovedadas 'y os encontráis en plena calle. Ha llegado otro momento supremo. Paraos un momento; volved la vista. Esta calle se llama del Puente; es corta, pero hay a esta hora en ella una sugestión profunda. Apenas si transcurre alguien de cuando en cuando; las ventanas están abiertas de par en par, como para recibir la frescura matinal; los muros son negruzcos; oís los trinos de un canario; en los miradores de cristales veis las mecedoras en reposo, y en el fondo de la vía, cerrando la vista, como una decoración de teatro, destaca airoso sobre la escalinata el torreón de la Catedral, ancho, fornido, negro, con la redonda y blanca esfera del reloj en lo alto. Una grata sensación de íntima y profunda armonía—la armonía de las cosas—os hace permanecer inmóviles un momento. Pero todavía una nota final, suprema, ha de acabar de completar vuestra visión. A la derecha, frente a vosotros, hay una farmacia. No pone «Farmacia» el rótulo áureo de su dintel; esto quizá desentonaría un poco. Las letras rezan castizamente: «Botica». Y dentro veis que todo está limpio, simétrico, que el piso es de azulejos diminutos, y que los botes son blancos, con sencillos dibujos pintorescos. Y observáis que no hay nadie en la botica. Y a vuestro espíritu vienen, evocadas por el recuerdo, sensaciones de niño: figuras de señores ya muertos, que habéis visto en otras boticas; cosas, que habéis oído leeer allí, en voz alta, en periódicos; discusiones sobre temas que entonces no comprendíais, horas plácidas, sedantes, pasadas en la trastienda sombría, húmeda, mientras en el morterico de mármol va majando un mancebo y remezclando misturas que esparcen por el aire aromas extraños...
¿Dónde ir después de haber gozado de esta sensación íntima? El día va avanzando. Yo no quiero fatigar vuestra atención con un examen minucioso del horario diurno; por fuerza hemos de condensar y sintetizar las cosas. Saltemos al crepúsculo vespertino. ¿Ha béis paseado a esta hora, en Santander, por la calle Blanca?. La calle Blanca y la de San Francisco son una misma calle; le llamaremos a toda ella la calle Blanca. Y bien: vosotros conocéis la calle Blanca; vosotros, en Granada— donde se llama el Zacatín—, y en Murcia— donde lleva por nombre las Platerías—, y en otras tantas ciudades, habéis visto una calle como esta calle. En nuestras viejas urbes españolas no hay nada más típico, más original, más consubstancial con la raza y con el medio. La calle Blanca es una calle estrecha, torcida, embaldosada, formada por dos líneas de casas altas y viejas llenas de tiendas y bazares en sus pisos bajos. No envidiéis las anchas,, simétricas y mundanas vías de las grandes capitales universales; no oigáis a los modernos y terribles arquitectos que miran con ojos furibundos las pintorescas sinuosidades, desniveles y altibajos de las calles vetustas. Si sois artista, venid aquí; paseaos por la calle Blanca, o por Zacatín, o por las Platerías, a la hora del crepúsculo, cuando la estrecha cinta que se ve en lo alto va palideciendo y cuando comienzan a encenderse las luces de las tiendas. A esta hora toda la intimidad, toda la sonoridad de estas calles parece que se intensifica y que redobla. No es una calle; es el corredor de una casa. Los edificios todos, diríase que se han fundido momentáneamente en un mismo pensamiento; las tiendas, ya encendidas todas, dejan escapar hacia la angosta vía su espíritu, contenido durante el día, y algo jovial, algo expansivo, algo que os hace andar como en una atmósfera de bienestar y de novedad, se difunde en el aire.
Pasead, pasead cuanto queráis por la calle Blanca. Y cuando ya este instante en que los comercios muestran su alma vaya pasando, volved a casa. Si vivís en el Sardinero, otro espectáculo se os va a ofrecer, a las nueve, a las diez, cuando la noche vaya avanzando. Esta es la hora que podríamos llamar de «las ventanas iluminadas», y que podría dar tema para un hermoso libro a un poeta que fuese a la vez analizador y fantasista. Es la hora en que las ventanas cobran la plenitud de su vida, en que de la inercia, del apagamiento, de la opacidad en que han estado durante el día, pasan a la acción y a la elocuencia. En el Sardinero, en el grupo formado por los chalets y los hoteles, todas las ventanas irradian en estos instantes sus claridades, destacándose en vivos cuadros de luz, formando en el cielo fosco, con los múltiples y joviales resplandores, un nimbo de tenue claridad, que se va gradualmente perdiendo en las alturas. En el horizonte tenebroso, el faro del Cabo Mayor se enciende con un vivo reflejo, decrece, torna a encenderse; y el otro faro diminuto de la Magdalena, inmóvil, uniforme, aparece como un microscópico diamante en la negrura... Mas bajad a la playa; no podréis gozar de todo el misterio de este espectáculo si no contempláis las ventanas desde la rosca lejanía.
La playa está desierta; durante las primeras horas de la noche el mar se ha ido retirando lentamente. A lo lejos, en la noche negra, aparece acá y allá, casi apagada, la nota blanca de la espuma que el oleaje levanta. Se oye el rumor sonoro, incesante, ronco, pavoroso, de las ondas que llegan. Alejaos más, caminad hacia adentro; corred... Ya la claridad pálida, verde, de las luces del gas surge radiante por las ventanas henchidas de vitalidad, allá a lo lejos; delante de vosotros, la negrura se abre inmensa; a intervalos, en el confín remoto, fulgura tenuemente un relámpago; el estrépito formidable de las olas eternas atruena el aire. Y de pronto oís un grito largo, largo, desgarrador, que os sobrecoge. Y en la ancha zona de arena encharcada veis inmóvil el vivo reflejo luminoso de las distantes ventanas verdes...
Y vosotros recogéis absortos toda esta síntesis profunda de ruidos, de claridades y de sombras. El faro del Cabo Mayor prosigue con su parpadeo lento. ¿Qué dice con su luz en este momento este faro? ¿A qué espíritus perdidos en la inmensidad habla? ¿Qué ojos le miran desde la noche infinita y qué ansiedades y conturbaciones aplaca? Acaso en las tinieblas inmensurables que se abren delante de vosotros divisáis una microscópica lucecilla. Vuestro corazón se oprime. La lucecilla imperceptible aparece, desaparece, va corriéndose poco a poco hacia la derecha. En el fondo surge la claridad leve de un relámpago; el ronco zumbido de las olas prosigue...
Y las horas han ido pasando; ha disminuido el nimbo resplandeciente de las ventanas; una tras otra van desapareciendo, apagándose. Hay durante todas estas horas de prima noche algo como una lucha, como una porfía, entre las ventanas, el faro y el oleaje. Pero las ventanas son más débiles; son inconstantes; son delicadas; son volubles. Y así van cediendo, como con cierta ironía, elegante y plácida, ante la constancia inquebrantable del faro y ante la tozudez indómita de las olas. Y ya todos Tos cuadros luminosos han desaparecido. Un profundo silencio, una densa obscuridad reina en el mar y en la costa. Y entonces, ya solos, frente a frente, en el misterio de la noche, comienza el coloquio —símbolo eterno— entre el faro —que es la fuerza del hombre —y el oleaje inquieto y perdurable— que es la fuerza de la Naturaleza.
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