martes, 21 de abril de 2015

Si los docentes no leen, son incapaces de transmitir el placer de la lectura

La educadora argentina Emilia Ferreiro, quien revolucionó la lectoescritura, asegura que si los docentes no leen son incapaces de transmitir placer por la lectura. Dice que todos los chicos pueden aprender si los maestros se lo proponen. Para la investigadora, la escuela es muy resistente a los cambios porque siguen instaladas viejas ideas. 


Emilia Ferreiro casi no necesita presentación. Para el mundo de la educación es un referente indiscutible, que revolucionó la enseñanza de la lectoescritura y que realizó numerosos aportes a la alfabetización en el mundo.
Es argentina, pero está radicada en México desde hace más de dos décadas. Su tesis de doctorado fue dirigida por Jean Piaget en la Universidad de Ginebra. Hace años que recorre América y Europa dando conferencias y capacitaciones a docentes; es autora de innumerables artículos científicos y libros y fue reconocida varias veces como doctora honoris causa por diversas universidades, entre ellas la Universidad Nacional de Córdoba (1999).
La investigadora del Centro de Investigación de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional de México estuvo en Córdoba invitada por la Facultad de Psicología de la UNC. En diálogo con La Voz del Interior , aseguró que el docente no puede seguir haciendo tareas burocráticas, que debe profesionalizarse, que todos los chicos pueden aprender si tienen un maestro que crea que pueden lograrlo y que la escuela se resiste a los cambios que no genera ella misma. A continuación, un extracto de una larga charla.

–¿Qué puede hacer la escuela para evitar el fracaso escolar?
–El fracaso escolar tiene varias caras (…) Voy a hablar de los aprendizajes vinculados con la lengua. La alfabetización inicial o tiene lugar en los primeros años de la primaria o es un déficit que se arrastra muy mal. Incluso en casos donde no hay percepción de fracaso puede haber fracaso con respecto a lo que significa alfabetizar. Hoy nadie puede considerarse alfabetizado si está en situación de comprender mensajes simples, saber firmar o leer libros con léxico y sintaxis simplificada. Desde finales del siglo XX estamos asistiendo a una revolución en la que la digitalización de la información es parte de la vida cotidiana y la escuela ni se ha dado cuenta. Entonces sigue preparando para leer un conjunto limitadísimo de textos, sigue haciendo una alfabetización para el pizarrón. Trabajar con la diversidad de textos y alfabetizar con confianza y sin temor a circular a través de los múltiples tipos de textos y de soportes textuales del mundo contemporáneo es indispensable.

–¿Se puede decir que la escuela sigue siendo demasiado conservadora para niños de la era tecnológica?
–El sistema escolar es de evolución muy lenta. Históricamente ha sido muy poco permeable a cambios que la afectaban. Dos ejemplos: cuando apareció la birome, la primera reacción del sistema educativo fue “eso no va a entrar acá porque arruina la letra”, y la escuela le hizo la guerra a ese instrumento: una guerra perdida de antemano (…) Lo mismo hizo cuando aparecieron las calculadoras de bolsillo y dijeron “eso va a arruinar el cálculo escolar y no van a entrar”. Y entraron con muchas dificultades, hasta que en algunos lugares descubrieron que podía hacerse un uso inteligente de la máquina de calcular. En ese contexto hay que ubicarse. La institución escolar siempre ha sido muy resistente a las novedades que no fueron generadas por ella.

–Ahora se resiste a la computadora.
–Es una tecnología de escritura y tiene ventajas innegables para la enseñanza. La primera reacción es de desconfianza. El primer acto reflejo es que si nos traen una, la ponemos con llave.

–¿Se puede alfabetizar igual en diferentes contextos sociales y culturales y con recursos distintos?
–Hay cosas que van a ser iguales y otras que son necesariamente distintas. Algo que les digo siempre a los maestros es: “¿Usted no sabe qué hacer el primer día? Lea en voz alta”. La experiencia de escuchar leer en voz alta no es una experiencia de todos los chicos antes de entrar a la escuela y es crucial para entender ese mundo insólito que tiene que ver con que hay estas patitas de araña (muestra las letras) en una hoja y que suscitan lengua.

–Es otra forma de enseñar a leer y escribir…
–Más que empezar con la pregunta típica de cómo hago para enseñar a leer y escribir, primero hay que enseñar algo acerca de lo que es la escritura y para qué sirve. El maestro tiene que comportarse como lector, como alguien que ya posee la escritura. La gran diferencia entre los chicos que han tenido libros y lectores a su alrededor y los que no los han tenido es que no tienen la menor idea del misterio que hay ahí adentro. Más que una maestra que empieza a enseñar, necesitan una maestra que les muestre qué quiere decir saber leer y escribir. Cuanta menos inmersión haya tenido antes, más hay que darle al inicio.

–¿El docente es consciente de que esta es una buena manera de enseñar a leer y escribir? Hay investigaciones que dicen que los maestros no leen.
–Ese es uno de los dramas del asunto porque se habla mucho del placer de la lectura, pero ¿cómo se transmite ese placer si el maestro nunca sintió ese placer porque leyó nada más que instrucciones oficiales, libros de “cómo hacer para”, leyó lo menos posible. Es muy difícil que ese maestro pueda transmitir un placer que nunca sintió y un interés por algo en lo que nunca se interesó. En toda América latina el reclutamiento de maestros viene de las capas menos favorecidas de la población. En muchos casos no hay aspiración a ser maestro. Y en ese sentido cambió, pasó de ser una profesión de alto prestigio social a una con relativo bajo prestigio social.

–¿Cuánto influye eso en la alfabetización de los niños?
–Mucho, porque si alguien está haciendo lo que hace porque no pudo hacer más, se va a sentir frustrado; y la frustración profesional no ayuda al ejercicio profesional.

Una escuela vieja. –¿Se avanzó en el modo de alfabetizar?
–Hay una visión muy instrumentalista que piensa lo mismo desde hace tantas décadas que da hasta lástima decirlo. Dice: “Primero vas a aprender la mecánica de las correspondencias grafofónicas y para eso mejor que ni pienses porque es un ejercicio mecánico de asociación de correspondencias. Después vas a aprender de corrido, y después vas a entender lo que estás leyendo y después, quizá, te venga esa cosa desde algún milagro llamada placer por la lectura”. En realidad, el placer por la lectura entre los chicos que tienen lectores a su alrededor es lo primero que se instala (…) Es lo primero, no lo último.

–Esta tendencia del placer antes que lo instrumental no está en práctica; seguimos con las viejas teorías. ¿Cómo se revierte eso?
–No es fácil. Lo que no consigo es que me den la lógica de la visión opuesta. Por ese lado hice investigaciones que revelan que los chicos piensan sobre la escritura antes y que lo que piensan es relevante y que es bueno tenerlo en cuenta.

–¿Sigue en vigencia esa idea de que el maestro es la autoridad que les enseña a niñitos que no saben nada?
–Siguen instaladas viejas ideas que son parte de la lentitud del sistema para reaccionar. A veces con el razonamiento de que si siempre se hizo así para qué cambiar (…) Una de las tendencias es regalarle el fracaso a la familia o al niño y no asumir la responsabilidad de que todos los chicos pueden aprender y deben aprender. Andan buscando desde antes que empiece el año escolar quiénes van a repetir o quiénes son los disléxicos o los que tienen alguna patología por la cual la cosa no va a andar. Y realmente todo cambia muy fuerte cuando el maestro dice “aquí no va a haber repetidores” y cuando asume desde el inicio que “aquí van a aprender todos”. Eso exige un involucramiento fuerte del maestro con el aprendizaje; ahí entramos en otra vertiente, en la que el oficio del maestro se ha ido burocratizando cada vez más y desprofesionalizando al mismo tiempo. Recibe instrucciones y las ejecuta: esa es la definición de un burócrata. En tanto, el profesional es el que sabe lo que está haciendo, por qué lo está haciendo y tiene una racionalidad y una especificidad que puede defender profesionalmente.

–¿Cómo se hace para sacar adelante a niños que concurren a escuelas donde hay un libro cada 40 alumnos, sin biblioteca ni computadora y el docente, además, atiende situaciones familiares, psicológicas?
–Enseñar a leer y escribir bajo los bombardeos es difícil. Cuando un maestro está convencido de que puede hacer algo termina descubriendo la manera de hacerlo, y si deja que el malestar general lo apabulle no va a poder hacer nada. Si acepta estar ahí es porque cree que algo puede hacer. Si forma parte de la desesperación colectiva, si se deprime junto con el ambiente, no va a poder hacer nada. Pero hay maestros creativos que consiguen llevar adelante algo que da esperanza… El maestro tiene que decir “aprender es posible”, como el médico decir “la salud es posible”.

Fuente: Redes OEI
http://www.educacionyculturaaz.com/educacion/si-los-docentes-no-leen-son-incapaces-de-transmitir-el-placer-de-la-lectura

martes, 7 de abril de 2015

Un día de éstos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. 
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. 
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 
–Papá. 
–Qué. 
–Dice el alcalde que si le sacas una muela. 
–Dile que no estoy aquí. 
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. 
–Dice que sí estás porque te está oyendo. 
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: 
–Mejor. 
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 
–Papá. 
–Qué. 
Aún no había cambiado de expresión. 
–Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. 
–Bueno –dijo–. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: 
–Siéntese. 
–Buenos días –dijo el alcalde.
 –Buenos días –dijo el dentista. 
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escobar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 
–Tiene que ser sin anestesia –dijo. 
–¿Por qué? 
–Porque tiene un absceso. 
El alcalde lo miró en los ojos. 
–Está bien –dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. 
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
–Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
–Séquese las lágrimas –dijo. 
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese –dijo– y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 
–Me pasa la cuenta –dijo. 
–¿A usted o al municipio? 
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. 
–Es la misma vaina.
Gabriel García Márquez

sábado, 4 de abril de 2015

El alfarero

Todas las mañanas, antes que la claridad comenzara a delinear el borde de las montañas, ya estaba en pie; últimamente, aun en las horas del sueño, sus párpados se negaban a reposar y desde su yacija contemplaba la noche –soberana antes– doblegarse y clarear poco a poco. Conocía e individualizaba todos los ruidos de la noche, los diversos crujidos de la madera seca y de la madera verde y viva que crece imperceptiblemente, el rumor de los pequeños bichos, el salto y la caída fofa y amortiguada de los sapos en el piso, cazando moscas; los bufidos de las grandes bestias que pastaban en la falda del cerro junto al pantano maloliente. Desde niño conocía todo eso, cuando la imagen del fuego encendido en el sollado, que no debía dejar morir, lo mantenía pensativo y despierto o le poblaba el suelo de luces frías, de blancas cenizas aventadas. 
Rondaban los murciélagos en la casa y las lechuzas anidaban en la gran cúpula de paja del sobretecho. Ya era demasiado viejo y la mayoría se había marchado a otras tierras; o todos habían muerto. Salvo algunos, entregados cada quien a sus cosas; nadie acudía a la plaza ni caminaba por las veredas y, en las calles –sembradas de grandes hoyas, algunas colmadas de agua negroverdosa– muy de vez en cuando se atropellaban a la carrera grupos de caballos que descendían de las lomas vecinas. 
El hombre permanecía en su habitación semiderrumbada, junto al gran pozo de piedra y al fogón; y prefería, a causa de sus ojos, o de sus párpados debilitados, trajinar temprano de madrugada, o al caer la tarde y el resto del día sólo era propicio para el recuerdo, unos recuerdos oscuros de cuando casi todos se fueron, temerosos, no bien aparecieron esas manchas claras, que después se volvían parduzcas, entre los dedos y en las axilas, y estallaban derramando un líquido claro y tibio como lágrimas, como si el cuerpo se llenara de ojos y de lágrimas. Él y otros los habían visto irse, los contemplaron desde atrás, sin decir palabras nuevas –el último era un niño, el único de entre ellos– caminando sin hablar, con movimientos cautelosos, atravesar el bosque destruido por el fuego, perderse en el sendero, bordear el maloliente pantano y desaparecer. 
Ahora un pavo real gorgoriteó, tornasolado y blanco, hacia los fondos, afuera e inmediatamente el hombre lo vio desplazarse rápido y certero y en seguida vio en su pico algo que se retorcía y luchaba en vano por desasirse; también distinguió sus ojos fríos y crueles y su plumaje azul. Después el hombre se miró las manos grandes y hábiles, que no habían practicado la agricultura ni manejado el arado; unas manos vivas y sensibles, de cazador; las contempló mientras de cuclillas se mojaba la cabeza en el agua de la acequia; pero no pudo ver su cara. 
Había abandonado el lecho de pajas muy temprano y camino de la acequia, escuchó un rumor en el cielo, hacia el naciente. Ahora en el curso del agua se contemplaba las manos; el rumor se hizo mayor y él, estremecido de pavor inmemorial, miró al cielo; pero allí sólo estaba la claridad deslumbrante y con esas mismas manos grandes recaudó sus ojos. El rumor se hizo estridente y en pocos segundos recorrió la parábola del cielo y se perdió sordo, detrás de las montañas del oeste. El pavor desapareció. 
El hombre entonces uniendo sus manos hizo un cuenco, primero torpemente y luego con más destreza; una especie de voz o de gorjeo salió del fondo de su garganta y siguió experimentando hasta lograr transportar cantidades de agua a varios metros de la acequia. Al día siguiente, imitando en arcilla el cuenco de sus manos, hizo un cuenco y lo puso a secar en el sollado. Y a partir de entonces sus noches volvieron a poblarse, no de ruidos sino de formas, cuyos moldes, de día, iban acumulándose sobre el gran poyo de piedra. 
La voz corrió y los otros hombres, en silencio, acudían a distintas horas a espiar, escondidos, la obra del alfarero, a escuchar a la distancia el rumor de ese aparato de pronto creado, entre las piernas del alfarero. Pasaron muchos días, un invierno de vientos y un verano de vientos, y volvió a llegar el tiempo de la luz sosegada cuando el hombre, cansado tal vez de esas formas, una mañana quiso ir más allá. Se levantó mucho antes que apareciese la claridad y andando cauteloso, con paso casi vertical, en uno de sus cuencos trajo agua de la acequia y con esa agua primera comenzó a amasar el barro; sus manos, más grandes y entusiasmadas que de costumbre, parecían comenzar a moverse solas, como dos pájaros, aunque unidas por un solo ritmo secreto y concertado como si repitieran una lección remota; la arcilla se doblegaba entre esos dedos grandes y los dedos se hacían más y más sensibles, se alargaban, recorrían suave, vertiginosamente la piel mojada y virgen de la arcilla, de pronto se enroscaban y volvían a ponerse tensos, las palmas de sus manos se volvían cóncavas y convexas; el trabajo continuó a lo largo del alba. Pero cuando el sol salió francamente y su luz iluminó los detalles del patio y las lombrices ciegas surgieron de la tierra y el pavo real comenzó a atraparlas con certeros picotazos, el alfarero sintió algo distinto: como si sus manos fuesen menos rápidas que la arcilla que modelaban, como si la arcilla de pronto comenzara a latir y a moverse, caprichosa, indócil y obediente entre sus dedos y fuese más cálida y más suave y comenzara a elevarse, a crecer. De pronto él apartó sus manos y contempló lo que estaba en la mesa del torno; retrocedió unos pasos y volvió a contemplarlo; entonces por primera vez retiró los obstáculos y dejó en libertad a la luz que penetró mansamente, coloreando las cosas de adentro, y así las pajas de la yacija fueron doradas, el suelo pardo, rojas las palmas de las manos del hombre. Y lo que estaba allí, sobre el torno, recién modelado, se remodelaba continua y perpetuamente y adquiría formas, se aplastaba y se elevaba con la luz y proyectaba luces infinitas; entonces las barbas del hombre comenzaron a entreabrirse en el tajo de su boca, sus ojos se contagiaron con la luz que proyectaba esa forma, los infinitos fuegos de la arcilla, y el hombre, que ya no estaba solo, junto al pavo real y a la lechuza, a la vista subrepticia de los demás, olvidado de sus llagas, del sueño imperturbable, cayó de rodillas a los pies del torno y después levantó ambas manos y en sus manos pudo verse una luz, esa luz suave, intensa y clara que sus propias manos acababan de crear. 
Héctor Tizón

El señor de la peña

El palacio, deshabitado hace veinte años, se alzaba en peñón a la salida del pueblo, donde los vientos lo rodeaban persiguiéndose en sus juegos salvajes y donde el mar rompe los puños infinitos en su larga querella que no termina nunca. 
Los reparadores lo repararon un mes antes y enseguida llegaron veinte camiones cargados de muebles para las veinte habitaciones de la casa, el camino a muchas de las cuales se ha perdido. 
El portero, la cocinera, el jardinero y la camarera, contratados previamente por el nuevo dueño, los vieron llegar apoyados en el muro del portal. Deben ser un regimiento –suspiró la cocinera. Y los otros asintieron con los cabezas, melancólicos. 
Pero al final de la procesión no venía sino un solo automóvil y, dentro, sólo el nuevo Señor de la Peña. Menos mal –suspiró el jardinero. Y la camarera propuso, fervorosa: Así sea

2 
Es un muchacho, un verdadero niño –dijo la camarera arreglándose el pelo y procurando verse, de costado, en el vidrio de la despensa. Bueno –dijo el jardinero, dejando la boina sudada sobre la mesa de la cocina y secándose el sudor con un enorme pañuelo rojo y gualda. Un niño con cara de viejo. ¿A quién se le ocurre...? Y procedió a contar cómo el Señor de la Peña se había empeñado en que él escondiese los tiestos de las rosas entre las hojas de la palma. Además –agregó, mirando significativamente a la camarera–, apenas puede tenerse en pie. Claro –repuso ella, furiosa– con el dolor que le ha dado en la espalda al pobrecito. 

3 
Es un bendito de Dios –afirmó el portero, que era también valet del Señor de la Peña–, ahí metido entre sus libros, con esas ropas que parecen de cura, y siempre “me hace usted el favor», «tiene usted la bondad», «tantísimas gracias”. Si hasta me pidió perdón cuando le derramé el café encima. La cocinera se puso en jarras: ¡Ropas de cura! Todo sucio y con las botas... Un tártaro, eso es lo que yo digo. Y el modo de pedirme el ron, las palabrotas, total por nada. ¡Eh! ¡Ni mi difunto marido! Vaya, vaya –dijo el portero, contando distraídamente unas monedas–, un momento malo lo tiene cualquiera.

4 
Un viejo –dijo el jardinero descargando el puño sobre la mesa–, digo que es un viejo y que es una desgracia que le estés detrás. ¡Óiganlo! –chilló la camarera–. ¡Un viejo! ¡Viendo visiones! Si lo dice por el modo de pensar, está bien, que por otra cosa... Bueno –intervino el portero, conciliador–, un poco calvo y ya duro, pero no tanto como viejo. Como es rubio... ¡Calvo y rubio! ¡Negro, un indio! – cortó la cocinera, poniendo al cielo por testigo. Y ya iban a recurrir a las últimas y definitivas razones cuando el portero, que ha leído un poquito y es, en suma, un intelectual, detuvo el brazo armado de la cocinera y reclamó atención y calma. Esto es muy extraño –dijo–. Parece que hablamos de cuatro personas distintas. Y pensándolo un momento, los cuatro juntos no lo vimos más que una vez, a su llegada, tan envuelto en pieles que lo mismo podía ser oso. ¿Habrá tres impostores en la casa? Propongo que vayamos los cuatro a verlo, ahora mismo. Está en su estudio, lo acabo de dejar allí.
Pero la cocinera propuso que fuesen primero por su cuñado, el policía del pueblo, y que, mejor, se asomen los cinco por la ventana del estudio. 

El Señor de la Peña estaba sentado a su mesa, pero no escribía. Reclinaba la cabeza en el alto respaldar de la silla, inmóvil en la luz plomiza de la claraboya. Si ése es el Señor, es un muchacho –dijo el asombrado jardinero. La camarera se cubrió la cara con las manos: Tenías razón, es un viejo horrendo –dijo. El portero dio un paso atrás, persignándose: Es un puro demonio. La cocinera, cruzadas las manos sobre el delantal, miraba al Señor de la Peña beatíficamente. Entonces el policía, que daba muestras de impaciencia, le tiró malhumorado de la manga: ¿Qué estás tú mirando? Ahí no hay nada más que una silla vacía.

Eliseo Diego

jueves, 2 de abril de 2015

La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita -pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota seria como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo seria más linda; era eso lo que me hacía rabiar.
Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas' me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacia al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.
Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

Felisberto Hernández

EPÍLOGO en 1960

—'T is for high-tnason—quoth a very little man, whispering as low as he could to a very tall man ihai stood next him. —Or else jor murder;—quoth the tall man. —Well tlirown, Sice-ace!— quoth1.
—Es algún reo de alta traición
dijo lo más bajo que pudo un hombrecillo al oído de un hombre recio.
—O acaso— replicó éste—algún asesino.
—¡Bien acertado, señores!—exclamé yo.


1Sterne, Tristram Shandy, capítulo CCVII.