sábado, 1 de noviembre de 2014

El viborón del Río


El que no conoce el cuento del viborón del río, no sabe lo que son los encantamientos.
Cuentan que había una vez un pescador muy pobre y con poca suerte. Se iba tempranito a la orilla del río con el arpón y la red, pero no sacaba ni un pescado, ni uno solo. Y ahí estaba, llorando su mala suerte un día, cuando se le apareció el señor del río, nada menos.
Venía mojado y lleno de escamas, con aire de viborón y olor a surubí. La verdad, metía miedo.
-Si querés pescado, te doy pescado. ¿Querés pescado?
-Claro que quiero. -dijo el pescador, sin creer demasiado en lo que oía.
-Entonces te doy pescado, ¿sabés?, y hay algo que quiero a cambio: que me des lo primero que salga a recibirte cuando vuelvas a tu casa. Lo primero. ¿Estás de acuerdo?
-Sí, de acuerdo. -dijo el pescador, tranquilo el hombre, porque sabía que el primero que salía a recibirlo era su perro, el Manchas.
-Entonces tirá la red nomás y agarrá el arpón, que te esperan los peces.

Ese día el pescador dejó de ser pobre y se volvió suertudo: pescó diez canastos de pescado -surubíes, pejerreyes, tarariras y un dorado que brillaba como el sol- y los vendió bien en el pueblo. Sólo que, cuando volvió a la casa, no salió a recibirlo el Manchas, como siempre, sino su hija, la Narcisa, la única que tenía. Ahí sintió el pobre que el mundo se le venía abajo y que se le borraba la suerte de un plumazo.
-El río quiere a nuestra Narcisa -le contó a la mujer esa noche-, y ya se sabe lo cabrero que es el río.
A la mujer se le ocurrió que tal vez pudiesen engañar al viborón (creía la pobre que el río era zonzo), y al día siguiente no llevaron a la orilla a la hija, sino al pobre Mancha, atado con una cuerda. El río se enojó mucho:
-Ése no fue el trato, che pescador. Quiero a tu hija, que salió a recibirte mucho antes que tu perro.
El pescador supo entonces que nada podía hacer por salvar a Narcisa de su destino.
Le dijo que preparara su atadito de ropa y la acompañó a la orilla. La chica estaba ahí temblando, con mucha cara de miedo, esperando que de un momento a otro se le apareciera el viborón del río. Pero nadie vino a recibirlo. Nada más sucedió otra maravilla: se abrieron en dos las aguas y le mostraron el camino, que se iba hundiendo. Lo raro era que el fondo del río ni siquiera estaba barroso sino seco y lleno de pastito. Narcisa anduvo un largo rato y llegó a una casa muy linda, lindísima, pero muy solitaria.
Golpeó y salieron a atenderla una especie de sombra, invisibles casi, pero muy educadas, muy atentas. Unas le ofrecían comida, otras le peinaban las trenzas, le traían vestidos… Se acostó a dormir en sábanas de seda -¡de seda, nada menos!- y en mitad de la noche alguien que llega y se acuesta a su lado.
Narcisa lo oyó, pero estaba tan asustada que no dijo nada y siguió durmiendo.
Y a la segunda noche, igual.
Y a la tercera, se anima y le pregunta:
-¿Quién sos?
Temblaba entre las sábanas de sólo pensar en las asquerosas escamas del viborón del río.

-Soy tu esposo –le dijo una voz en medio de lo oscuro-, el señor del río. ¿Hay algo que quieras?
-Sí –dijo Narcisa entre sollozos-. Querría volver a ver a mis padres. Acá me siento muy sola. Las sombras son muy amables, pero no dicen ni mu. La verdad, señor, acá me aburro un poco.
-Está bien –dijo el señor del río-, te voy a dejar que vayas de visita. Pero, eso sí, Narcisa, tenés que prometerme que de allá no traés nada, ni la cabeza de un alfiler, ¿me entendiste?, ni el negro de una uña.
-Sí, lo prometo –dijo Narcisa, y se durmió contenta pensando en el viaje.

Al día siguiente el agua volvió a abrirse en dos mostrándole el camino hasta a orilla.
Los padres se alegraron mucho de ver a la hija y le hicieron mil preguntas.
-Pero ¿cómo es él? –preguntaba la madre-. ¿Es feo, hija, muy feo muy feo? ¿Tiene cara de viborón o de pescado?
-No sé, mamá. Cuando llega está todo oscuro.
-¿Y no duerme cuando llega?
-Se duerme, sí, pero se va antes de que la luz vuelva. Me parece que no quiere que lo vea.
Entonces la madre tuvo otra de sus ideas. Le dijo:
-¿Sabés qué pienso, Narcisa? Que lo mejor es que te lleves un fósforo. Esperás a que se duerma y después lo encendés y le mirás la cara. Ahí vas a ver si es de viborón nomás, como dice tu padre, o de pescado, como dijo yo.
Narcisa no quería, porque se acordaba bien de la recomendación que le había hecho el marido, pero tanto insistió la madre que al final se llevó el fósforo escondido entre las ropas. Creía la pobre que, de tan chiquito que era, nadie iba a descubrirlo nunca.
Se paró en la orilla, se abrieron las aguas y volvió a la casa por el mismo camino.

Esa noche el viborón llegó, como siempre, cuando ella estaba ya acostada en sus sábanas tibias, haciéndose la dormida. En cuento el marido empezó a roncar (y bien fuerte que roncan los viborones), Narcisa sacó su fósforo, lo encendió y lo acercó a la almohada. Y no era viborón el que dormía a su lado, no, y tampoco era pescado. Era hombre, y joven, y hermoso. Tan hermoso que Narcisa se olvidó de que tenía un fósforo en la mano y lo dejó caer sobre la frente del muchacho dormido.

¡Para qué! Ya se sabe cómo se pone el río cuando se despierta…
-Me traicionaste, Narcisa –le dijo con una furia tan brava que hizo temblar la cama-. ¿No te dije que no trajeras nada de la casa de tus padres, ni la cabeza de un alfiler ni el negro de una uña?

-Perdoname, perdóname –suplicó Narcisa-, yo sólo quería verte la cara. Mi papá dice que sos un viborón y mi mamá dice que sos pescado…
-¿Y vos hacés lo que te mandan, no? Te dicen andá y vos vas. Te dicen llevá y vos traés. ¿Por qué no pensás un poco? ¡Si supieras lo que hiciste, Narcisa! ¡Siete días me faltaban! ¡Siete días nada más para quebrar el hechizo que me obligaba a ser viborón durante el día! Y ahora, por tu culpa, porque hiciste lo que hiciste, siete años más tengo que sufrir esta desgracia. ¿Sabés lo que es hacer de viborón todos los días, que la gente te vea y diga “¡Uy, qué feo!”? ¿A vos te gustaría?
Narcisa se puso a llorar.
-A mí me gusta ser tu esposa. No me importa que seas viborón –decía, y lo abrazaba.
-Pero a mí sí que me importa, y no quiero que me veas feo, así que me voy y te dejo sola. Pensá bien lo que querés hacer. Si me querés, si querés encontrarme, vas a tener que buscarme en los Tres Picos de Amor. Es una ciudad muy grande y está cerca de un río.
Y ahí desapareció el esposo. Y no sólo el esposo: también la casa, las sombras serviciales y hasta el río… Narcisa apareció parada en medio de un monte espeso, lejos de todo lo que conocía. Con los vestidos rotos, sin zapatos, sin nada, como mendiga.
Comenzó a caminar y caminó tres años por el monte espeso, buscado los Tres Picos de Amor.

Un día llegó a la casa de una vieja revieja más arrugada que la corteza.
-Señora –le dijo cuando salió a recibirla-, soy mendiga y busco un sitio: los Tres Picos de Amor se llama; no sé si lo conoce.
-Jamás oí hablar de ese sitio, hijita –dijo la vieja-, pero eso no quiere decir nada: salgo poco de casa. Puede que mi hijo, el Viento Sur, lo conozca.
Y llegó el Viento Sur sacudiendo las ramas.
-¿Los Tres Picos de Amor, dice? No, niña, hasta allá no llego. Pero puedo acercarla un poco si usted quiere.
Y sin esperar la respuesta, levantó en el aire a Narcisa y voló con ella un año entero. La dejó en un campo, cerca de un ranchito.
Narcisa golpeó a la puerta del rancho y salió a recibirla una vieja más vieja que la vieja revieja arrugada como la corteza.
-Busco los Tres Picos de Amor, señora. ¿Acaso los conoce?
-Conocer no los conozco, hijita, pero los oí nombrar una vez, cuando era chica. En una de ésas mi hijo, el Viento Norte, que anda por tantos lados…
Y llegó el Viento Norte arreando una manada de nubes.
-Sí que los vi –dijo cuando la madre le hizo la pregunta-, los vi de lejos muchas veces aunque no llega tan allá mi recorrido. Cerca la puedo dejar, eso sí. Suba, sí quiere, que la llevo.
Levantó a Narcisa en un remolino y voló dos años con ella.
Por fin la dejó al pie de un cerro, siempre trepando, siempre remontando el río y con los ojos fijos en esos picos tan altos que de noche parecían pinchar la luna. Hasta que llegó a la ciudad milagrosa.
Se metió por una calle, una calle cualquiera, y de pronto –así de milagrosos son los encuentros- se topó cara a cara con el esposo, con el señor del río. El sol brillaba en el cielo, pero no había ya viborón ni surubí ni escamas. Sólo un joven hermoso, que la abrazó, la besó y le dijo:
-Por fin llegaste, Narcisa. ¡Siete años que te esperaba!

Y Narcisa suspiró aliviada.
El cuanto no dice si se quedaron a vivir en los Tres Picos de Amor o si volvieron a la casa del río. Pero a mí se me hace que sí, que volvieron al río, porque los ribereños son así: se encariñan con el agua.


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