Cuentan
que había una vez un pescador muy pobre y con poca suerte. Se iba tempranito a
la orilla del río con el arpón y la red, pero no sacaba ni un pescado, ni uno
solo. Y ahí estaba, llorando su mala suerte un día, cuando se le apareció el
señor del río, nada menos.
Venía
mojado y lleno de escamas, con aire de viborón y olor a surubí. La verdad,
metía miedo.
-Si
querés pescado, te doy pescado. ¿Querés pescado?
-Claro
que quiero. -dijo el pescador, sin creer demasiado en lo que oía.
-Entonces
te doy pescado, ¿sabés?, y hay algo que quiero a cambio: que me des lo primero
que salga a recibirte cuando vuelvas a tu casa. Lo primero. ¿Estás de acuerdo?
-Sí,
de acuerdo. -dijo el pescador, tranquilo el hombre, porque sabía que el primero
que salía a recibirlo era su perro, el Manchas.
Ese
día el pescador dejó de ser pobre y se volvió suertudo: pescó diez canastos de
pescado -surubíes, pejerreyes, tarariras y un dorado que brillaba como el sol-
y los vendió bien en el pueblo. Sólo que, cuando volvió a la casa, no salió a
recibirlo el Manchas, como siempre, sino su hija, la Narcisa, la única que
tenía. Ahí sintió el pobre que el mundo se le venía abajo y que se le borraba
la suerte de un plumazo.
-El
río quiere a nuestra Narcisa -le contó a la mujer esa noche-, y ya se sabe
lo cabrero que es el río.
A
la mujer se le ocurrió que tal vez pudiesen engañar al viborón (creía la pobre
que el río era zonzo), y al día siguiente no llevaron a la orilla a la
hija, sino al pobre Mancha, atado con una cuerda. El río se enojó mucho:
-Ése
no fue el trato, che pescador. Quiero a tu hija, que salió a recibirte mucho
antes que tu perro.
El
pescador supo entonces que nada podía hacer por salvar a Narcisa de su destino.
Le
dijo que preparara su atadito de ropa y la acompañó a la orilla. La chica
estaba ahí temblando, con mucha cara de miedo, esperando que de un momento a
otro se le apareciera el viborón del río. Pero nadie vino a recibirlo. Nada más
sucedió otra maravilla: se abrieron en dos las aguas y le mostraron el camino,
que se iba hundiendo. Lo raro era que el fondo del río ni siquiera estaba
barroso sino seco y lleno de pastito. Narcisa anduvo un largo rato y llegó a
una casa muy linda, lindísima, pero muy solitaria.
Golpeó
y salieron a atenderla una especie de sombra, invisibles casi, pero muy
educadas, muy atentas. Unas le ofrecían comida, otras le peinaban las trenzas,
le traían vestidos… Se acostó a dormir en sábanas de seda -¡de seda, nada
menos!- y en mitad de la noche alguien que llega y se acuesta a su lado.
Narcisa
lo oyó, pero estaba tan asustada que no dijo nada y siguió durmiendo.
Y
a la segunda noche, igual.
Y
a la tercera, se anima y le pregunta:
-¿Quién
sos?
Temblaba
entre las sábanas de sólo pensar en las asquerosas escamas del viborón del río.
-Sí
–dijo Narcisa entre sollozos-. Querría volver a ver a mis padres. Acá me siento
muy sola. Las sombras son muy amables, pero no dicen ni mu. La verdad, señor,
acá me aburro un poco.
-Está
bien –dijo el señor del río-, te voy a dejar que vayas de visita. Pero, eso sí,
Narcisa, tenés que prometerme que de allá no traés nada, ni la cabeza de un
alfiler, ¿me entendiste?, ni el negro de una uña.
-Sí,
lo prometo –dijo Narcisa, y se durmió contenta pensando en el viaje.
Al
día siguiente el agua volvió a abrirse en dos mostrándole el camino hasta a
orilla.
Los
padres se alegraron mucho de ver a la hija y le hicieron mil preguntas.
-Pero
¿cómo es él? –preguntaba la madre-. ¿Es feo, hija, muy feo muy feo? ¿Tiene cara
de viborón o de pescado?
-No
sé, mamá. Cuando llega está todo oscuro.
-¿Y
no duerme cuando llega?
-Se
duerme, sí, pero se va antes de que la luz vuelva. Me parece que no quiere que
lo vea.
Entonces
la madre tuvo otra de sus ideas. Le dijo:
-¿Sabés
qué pienso, Narcisa? Que lo mejor es que te lleves un fósforo. Esperás a que se
duerma y después lo encendés y le mirás la cara. Ahí vas a ver si es de viborón
nomás, como dice tu padre, o de pescado, como dijo yo.
Narcisa
no quería, porque se acordaba bien de la recomendación que le había hecho el
marido, pero tanto insistió la madre que al final se llevó el fósforo escondido
entre las ropas. Creía la pobre que, de tan chiquito que era, nadie iba a
descubrirlo nunca.
Se
paró en la orilla, se abrieron las aguas y volvió a la casa por el mismo
camino.
Esa
noche el viborón llegó, como siempre, cuando ella estaba ya acostada en sus
sábanas tibias, haciéndose la dormida. En cuento el marido empezó a roncar (y
bien fuerte que roncan los viborones), Narcisa sacó su fósforo, lo encendió y
lo acercó a la almohada. Y no era viborón el que dormía a su lado, no, y tampoco
era pescado. Era hombre, y joven, y hermoso. Tan hermoso que Narcisa se olvidó
de que tenía un fósforo en la mano y lo dejó caer sobre la frente del muchacho
dormido.
-Me
traicionaste, Narcisa –le dijo con una furia tan brava que hizo temblar la
cama-. ¿No te dije que no trajeras nada de la casa de tus padres, ni la cabeza
de un alfiler ni el negro de una uña?
-Perdoname, perdóname –suplicó Narcisa-, yo sólo quería verte la cara. Mi papá dice que sos un viborón y mi mamá dice que sos pescado…
-¿Y
vos hacés lo que te mandan, no? Te dicen andá y vos vas. Te dicen llevá y vos
traés. ¿Por qué no pensás un poco? ¡Si supieras lo que hiciste, Narcisa! ¡Siete
días me faltaban! ¡Siete días nada más para quebrar el hechizo que me obligaba
a ser viborón durante el día! Y ahora, por tu culpa, porque hiciste lo que
hiciste, siete años más tengo que sufrir esta desgracia. ¿Sabés lo que es hacer
de viborón todos los días, que la gente te vea y diga “¡Uy, qué feo!”? ¿A vos
te gustaría?
Narcisa
se puso a llorar.
-A
mí me gusta ser tu esposa. No me importa que seas viborón –decía, y lo
abrazaba.
-Pero
a mí sí que me importa, y no quiero que me veas feo, así que me voy y te dejo
sola. Pensá bien lo que querés hacer. Si me querés, si querés encontrarme, vas
a tener que buscarme en los Tres Picos de Amor. Es una ciudad muy grande y está
cerca de un río.
Y ahí
desapareció el esposo. Y no sólo el esposo: también la casa, las sombras
serviciales y hasta el río… Narcisa apareció parada en medio de un monte
espeso, lejos de todo lo que conocía. Con los vestidos rotos, sin zapatos, sin
nada, como mendiga.
Comenzó
a caminar y caminó tres años por el monte espeso, buscado los Tres Picos de Amor.
Un
día llegó a la casa de una vieja revieja más arrugada que la corteza.
-Señora
–le dijo cuando salió a recibirla-, soy mendiga y busco un sitio: los Tres
Picos de Amor se llama; no sé si lo conoce.
-Jamás
oí hablar de ese sitio, hijita –dijo la vieja-, pero eso no quiere decir nada:
salgo poco de casa. Puede que mi hijo, el Viento Sur, lo conozca.
Y llegó
el Viento Sur sacudiendo las ramas.
-¿Los
Tres Picos de Amor, dice? No, niña, hasta allá no llego. Pero puedo acercarla
un poco si usted quiere.
Y sin
esperar la respuesta, levantó en el aire a Narcisa y voló con ella un año entero.
La dejó en un campo, cerca de un ranchito.
Narcisa
golpeó a la puerta del rancho y salió a recibirla una vieja más vieja que la
vieja revieja arrugada como la corteza.
-Busco
los Tres Picos de Amor, señora. ¿Acaso los conoce?
-Conocer
no los conozco, hijita, pero los oí nombrar una vez, cuando era chica. En una
de ésas mi hijo, el Viento Norte, que anda por tantos lados…
Y llegó
el Viento Norte arreando una manada de nubes.
-Sí
que los vi –dijo cuando la madre le hizo la pregunta-, los vi de lejos muchas
veces aunque no llega tan allá mi recorrido. Cerca la puedo dejar, eso sí. Suba,
sí quiere, que la llevo.
Levantó
a Narcisa en un remolino y voló dos años con ella.
Por
fin la dejó al pie de un cerro, siempre trepando, siempre remontando el río y
con los ojos fijos en esos picos tan altos que de noche parecían pinchar la
luna. Hasta que llegó a la ciudad milagrosa.
Se
metió por una calle, una calle cualquiera, y de pronto –así de milagrosos son
los encuentros- se topó cara a cara con el esposo, con el señor del río. El sol
brillaba en el cielo, pero no había ya viborón ni surubí ni escamas. Sólo un
joven hermoso, que la abrazó, la besó y le dijo:
-Por
fin llegaste, Narcisa. ¡Siete años que te esperaba!
Y Narcisa
suspiró aliviada.
El
cuanto no dice si se quedaron a vivir en los Tres Picos de Amor o si volvieron
a la casa del río. Pero a mí se me hace que sí, que volvieron al río, porque
los ribereños son así: se encariñan con el agua.
Graciela
Montes, Cuentos de Maravilla, 2005, págs.
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Busqué esta historia por mucho tiempo... que hermoso volver a leerlo después de tanto tiempo.
ResponderBorrarRealmente unos de los cuentos mas hermoso q bueno volver a leerlo
ResponderBorrarHermoso cuento
ResponderBorrarhermoso
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