—¿Órdenes para el día de hoy, señor comisario?
La mirada de don Frutos, entretenida en observar la espuma del mate que se disponía a sorber, se levantó, como con pereza, desde la boca del recipiente para clavarse en la figura tiesa del oficial sumariante, detenido respetuosamente a un paso de distancia: los talones pegados, las puntas de los pies separadas, las manos adheridas al costado, el pecho saliente, la barbilla alzada, en impecable posición militar. Luis Arzásola se había incorporado, el día anterior, al personal, excelentemente recomendado por el jefe de policía de la capital correntina, pero sus actitudes y procederes, desacostumbrados en Capibara-Cué, desconcertaban a cada momento al comisario.
— ¿Qué clase 'e ordene, oficial?
—Las rutinarias, señor; horario de instrucción y academia para la tropa, lectura y despacho de correspondencia, actualización de prontuarios, investigación de los casos pendientes, etc.
—Primero vua terminar este amargo —dijo don Frutos y, tras reflexionar un poco, agregó:—y descanse, nomá, m'hijo porque de no va a quedar envarao n'esa postura.
Arzásola aflojó algo la tiesura de su posición y aguardó hasta que su superior, entregando el mate vacío al agente Ojeda, prosiguió: —Vea, mi amigo. . . Yo no sé cómo se manejan loj policía 'n la capital, pero aquí n'el campo no tenemos denguno d'esos lío y noj arreglamo como Dios noj da a entender. Desde aquí vichamos a loj forastero que caen al pueblo, mandamo unoj agente cuando hay baile, carrera, riña 'e gallo o tabeada y estamo listo p'acudir siempre que haiga bochinche...
—¿Y en caso de robo, asesinato o delitos similares?
—Tonses vamo p'al lugar del hecho, investigamo y metemo n'el calabozo al culpable, pues.
—Está bien, señor, seguiré sus métodos, ya que debo acatarlos por disciplina, pero permítame que me atreva a decirle que soy escéptico.
—No tenga vergüenza d'eso, ufisial —intervino el cabo Leiva—, aquí también tenemo a don Nicodemo qu'es diabético . . .
El asombro dejó mudo a Arzásola, y el cabo prosiguió:
—Pero doña Belén, la curandera, lo está mejorando grande, nicó con tecitos 'e hojas 'e mora negra. ¿Por qué pa no la va a ver ansí lo cura?
—¿Curar de qué? —tronó el otro.
—Y d'ese mal que usté sufre, pues... ¿No dijo qu'era esético?
—Escéptico no quiere decir que esté enfermo de nada, sino que dudo de los resultados del sistema policíaco aquí imperante, señor cabo.
—Y güeno, perdone... el que tiene boca s'enquivoca —concluyó Leiva.
Don Frutos, al parecer indiferente, seguía con su rosario de mates, pero en los ojos le brillaba una lucecita de malicia.
Pocos minutos después llegó a todo galope un peón de la estancia Las Palomitas para denunciar que, en horas de la madrugada, alguien había muerto de un tiro a don Lucas Britos, el dueño del establecimiento.
Dejando a Leiva a cargo de la comisaría, montaron a caballo y partieron don Frutos, Arzásola y el agente Gutiérrez hacia el lugar del suceso que se encontraba a unas tres leguas del pueblo, sobre el camino real, y arribaron en algo menos de una hora.
Era una mañana de setiembre y los campos, estaban verdeantes y floridos. Cuando llegaron, el peón que iba con ellos bajó a abrir la tranquera y la comisión entró por un bien cuidado camino de tierra bordeado por frondosos paraísos. A un lado se veía un monte de naranjos y limones y, al otro, las vastas praderas cubiertas con mugidora hacienda.
—¿Era hombre rico el señor Britos? —interrogó el oficial.
—Lo que se dice forrao 'n plata —le respondió don Frutos.
Pronto llegaron al casco de la estancia constituido por las habitaciones para los dueños y los galpones donde almacenaban los productos de la misma. A un centenar de metros se alzaba una enorme construcción donde vivían los peones y, en sus cercanías, se desparramaban corrales, establos, depósitos y bebederos.
Apenas se hubieron apeado, dos hombres jóvenes se adelantaron a recibirlos: uno tendría unos veintidós años, era moreno y agraciado, no obstante las huellas de dolor que exhibía su rostro; el otro, que andaría rondando los treinta, era rubio, delgado y ágil, revelando un gran dominio de sí mismo.
Don Frutos, que los conocía, los presentó a su acompañante como Julián Enciso, sobrino de los dueños, y Arístides Tortorelli, médico, que atendía al extinto ya que, explicó, sufría del corazón.
—¿Qué ha pasao, Julián? —preguntó luego.
—Algo terrible, don Frutos. . . Esta madrugada me despertó un ruido terrible como si fuese un tiro. Medio dormido, esperé un momento por si se repetía y, después, me levanté asomándome a la puerta del patio interior. Allí vi a mi tía que ya se había levantado y me dijo: "—Julián, fíjate en la pieza de Lucas a ver si está bien". Me dirigí a ella y, cuando iba a abrir, llegó el doctor y entramos juntos.
—Yo también fui sorprendido por el disparo —intervino el galeno— salté de la cama, miré por la ventana, pero no vi nada; luego oí voces en el patio interno y salí cuando Julián iba hacia la pieza de mi cliente. . . Entramos, encendimos la luz y lo hallamos agonizante, con una terrible herida en el pecho y en medio de un charco de sangre. Rápidamente traté de hacerlo reaccionar y detener la hemorragia, pero, a pesar de que hice cuanto estuvo en mis manos por salvarle la vida, murió a los pocos minutos sin recobrar el conocimiento. . .
—¿Tenía algún enemigo? —aventuró el oficial.
—Que yo sepa, no. . . —contestó Julián.
—Bueno, aclaremos —dijo el médico,— enemigo puede ser que no, pero resentido sí, ya que Pancho Mena no quedó muy satisfecho cuando lo volvieron al campo. . .
— ¡Bah! Ése es un infeliz. . . —replicó el joven despectivamente, pero Arzásola insistió:
—¿Cómo fue eso?
—En la casa teníamos un muchachón que ayudaba en la cocina y servía para los mandados, pero era un poco mano larga con las mujeres y, hace unos días, al querer abrazar a una de las mucamas que limpiaba el comedor, hizo caer un jarrón al que tío tenía en gran estima, por lo que, encolerizado, lo mandó al galpón de los peones, pero no creo que haya sido capaz de nada malo. . .
—¿Cuál es su nombre?
—Francisco Mena, pero todos le decimos Pancho.
—¿Y doña Esperanza? —dijo entonces don Frutos.
—Está desesperada, lógicamente. Eran tan compañeros. . .
—Le di un calmante y ahora está dormida —indicó el médico—; conviene no molestarla.
—Ta bien, vamoj a ver al pobre don Lucas.
—Todo está igual —explicó el doctor Tortoreili—, tuve cuidado que no se moviera sino lo indispensable.
Las habitaciones estaban dispuestas en forma de herradura, con puertas que daban a un patio interior, mientras, hacia el exterior, tenían grandes ventanas. En el ala izquierda estaban el comedor, la habitación de Julián, después venía la de la dueña de casa y, en la esquina, el dormitorio del señor Britos. Seguían, luego, dos piezas destinadas a oficinas que la unían en el ala derecha donde se encontraba el cuarto de huéspedes que lo ocupaba el médico, la despensa, cocina y otras dependencias y, finalmente, tres piecitas más largas que anchas, para el personal de servicio.
Fuera de las ropas del lecho, empapadas en sangre, no había nada anormal en la habitación del difunto.
Con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados, el anciano parecía dormir y, al verlo, Julián no pudo reprimir un sollozo.
—El disparo lo sosprendió en el lecho y allí no más quedó —explicó el médico.
—¿No podría ser un suicidio? —Sugirió Arzásola.
—En ese caso habría rastros de la deflagración de la pólvora. . .
—Dispué, si tenía ganas 'e morir no hubiera contratao un médico pa que lo cuidara —deslizó don Frutos.
—El tiro parece haber venido desde allí. . . —dijo el sobrino y señaló la ventana. Ésta era de las llamadas de guillotina y se abría a un metro y medio del suelo, por lo que un hombre, desde afuera, no hubiera tenido ningún inconveniente en hacer blanco en el durmiente.
—Aja —aceptó el comisario—. ¿Y aquí adentro no encuentraron el arma?
—Por lo menos a la vista no está.
Buscaron entre los muebles y tampoco la hallaron, por lo que el funcionario ordenó:
—Ta güeno, prepárenlo pa'l entierro nomá, aquí parece que nú hay nada más que ver.
Mañana, una ve que lo haigan llevao pa'l Cimenterio u vua venir pa seguir con 1'investigación.
—Si usted me permite, señor comisario, voy a quedarme a hacer algunas averiguaciones por mi cuenta —solicitó Arzásola, y volvió a cuadrarse militarmente.
—Hágase'l gusto —concedió don Frutos—, pero trate de no molestar a la gente, que ya tiene bastante trajín con su pena. Ahí le dejo a Gutierre pa que lo ayude.
Después de lo cual se despidió, montó a caballo y volvió al pueblo. Pasado el mediodía regresó Arzásola con el agente y un preso. Era éste un mozo de pequeña talla, cabellos hirsutos, labios abultados y gruesas manos cortas, que venía con la cabeza gacha en gesto de cerrada obstinación.
El oficial volvía exultante, y apenas descabalgó dijo:
—Señor comisario, tengo importantes novedades.
Don Frutos, que cuidaba una tira de asado que se doraba sobre las brasas, en un costado del patio, solamente respondió:
— ¡Aja! —y roció la carne con salmuera.
—En primer lugar, encontré entre los pastos el arma homicida.
Al decir esto enseñaba una bolsa de papel que traía en la mano, donde se notaba el bulto del arma.
—Después supe que Pancho Mena volvió muy agitado al galpón pocos minutos después de haberse escuchado la detonación y no ha querido decir donde estaba.
El comisario dio vueltas a la carne y, dirigiéndose al detenido que se hallaba junto al agente, hosco y calado, le dijo en guaraní: —¿Mamó pa rejo, Pancho? (¿Dónde te fuiste, Pancho? ). Sin alzar los ojos del suelo, el paisanito permaneció en la misma actitud sin articular palabra
—Güeno, Gutierre, mételo n'el calabozo pa que haga memoria —sentenció el comisario.
—Ahora —continuó el oficial— la solución será fácil. Enviaré el revólver a la capital para que en el Gabinete de Dactiloscopia busquen las impresiones digitales, y una vez conseguidas éstas sacaremos las de los sospechosos y las cotejaremos. El crimen no puede vencer a la ciencia.
—Bien, oficial. Esta tarde saldrá pa la capital l’ híjo 'e don Quinca en su forcito, y él puede hacerte la deligencia.
— ¡Espléndido! Yo mismo iré a darle todas las instrucciones y así, a su vuelta, sabremos quién es el culpable.
—Perfeuto, oficial, pero aura vamoj a meterle el diente al asao antes que se noj pase.
Como no habían comido nada desde la mañana, ninguno se hizo de rogar y en pocos minutos dieron cuenta del mismo. Luego, mientras don Frutos se retiraba a dormir su siesta habitual en un sillón, a la sombra del Jacarandá del patio, Arzásola salió a enviar el arma a la capital, y, a la vuelta, acomodándose en el escritorio se puso a organizar su plan de campaña, y cuando, horas más tarde, el comisario entró al local desperezándose y listo para tomar su ronda de mates, le dijo:
—¿A qué hora será el interrogatorio de los moradores de la estancia?
—A las cuatro 'e la tarde. L'entierro será a la mañana, pero quiero darles tiempo pa que se serenen.
—Muy bien, entonces creo que para las cuatro y media podré anunciar el nombre del culpable.
—Más vale ansí, oficial...
El informe que a la mañana siguiente se recibió desde la capital provinciana enfrió algo el optimismo de Arzásola. Lo leyó, primero para sí, y luego en alta voz, para su superior. "Comunico a usted que en el revólver, calibre 38, N° 328.128, enviado ayer, no se han podido hallar impresiones dactilares, aunque por estar recientemente envaselinado, se notan huellas de dedos por lo que debe presumirse que quien lo usó, utilizó guantes. El examen microscópico señala la presencia de algunos granos de talco adheridos."
—¿Nada más?
—Nada más, don Frutos. Ahora se va a hacer más difícil la investigación, aunque considerando la oportunidad y los móviles, gracias a un proceso eliminatorio, pienso arribar, igualmente, a la verdad.
El comisario no agregó palabra, y esa tarde, a la hora dispuesta, partieron para la estancia llevando con ellos al empecinado Pancho Mena que seguía negándose a responder a las preguntas.
Cuando llegaron ya los esperaban en el comedor la viuda, el sobrino y el médico. El preso, esposado, fue colocado en una silla, a un costado.
—Lamento tener que molestarlos cuando su dolor está aún fresco —se disculpó don Frutos—,
pero ha habido un crimen y es nuestro deber buscar a su autor.
—Estamos dispuestos, comisario —dijo la viuda—; puede empezar. . .
—Güeno, l'oficial aquí presente es quien va a interrogarlos.
Arzásola, sacando unos papeles, dio comienzo:
—Pido que no se vea en mis palabras nada ofensivo, sino solamente el deseo de esclarecer este misterio.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Hasta tanto se descubra la verdad, todos ustedes pueden ser tenidos como culpables...
— ¡Es absurdo! Tía no. . . —interrumpió Julián.
—Déjalo —dijo la señora, y agregó—: prosiga.
—Bien —siguió Arzásola—, ésta es el arma homicida. ¿La reconocen?
—Sí —exclamó Julián—, estaba en el cajón del escritorio de tío.
—¿Quiénes sabían donde estaba guardada?
—Todos —dijo pausadamente doña Esperanza—. Para nadie era un secreto que el revólver estaba allí y cualquiera de los habitantes de la casa pudo llegar hasta él.
—¿También Pancho Mena?
—También —respondió el médico—; no hay que olvidar que había vivido aquí hasta hace unos días y conocía, como todos, su ubicación.
—Bien. Como ustedes ven, los cuatro pudieron haber retirado el arma y los cuatro pudieron, también, haber efectuado esa noche el disparo fatal. Analicemos, ahora, los móviles.
Hubo un minuto de tensa expectación y Arzásola, mirando sus apuntes, leyó: "Señora Esperanza D. de Britos. Oportunidad: Su pieza está cerca de la entrada y pudo haber regresado rápidamente a ella. No debe olvidarse que, al salir los demás, al oír la detonación, ya estaba afuera. Móvil: Quedar en posesión de la herencia."
-Este...
—Sí, señora. . .
—Creo que usted debe saber que fui yo quien aportó los bienes a la sociedad conyugal y siempre pude disponer de ellos a mi antojo. . .
—Pasemos, entonces al segundo de los presentes:
"Julián Enciso, sobrino del extinto. Oportunidad: Como pocas, pudo haber hecho el disparo, arrojado el arma y volver a su pieza entrando por la ventana. Móvil: La parte de la herencia que le corresponde."
—En cuanto a la oportunidad es como usted la pinta, pero en lo que respecta al móvil, sepa usted que mis padres me dejaron mucho más de lo que puedo gastar y que mis tíos, que me criaron como a un hijo, jamás me hubieran negado lo que les hubiese pedido...
—Hasta el último centavo si fuera preciso, Julián. . . —dijo la viuda.
Consideremos, ahora, —al doctor Arístides Tortorelli. . .
—Voy a ayudarlo, oficial —dijo el facultativo—, diciendo que, por razón de mi profesión, tuve siempre la mejor de las oportunidades ya que me hubiera bastado equivocarme en la dosis de digital o haber inyectado unos centigramos más de sulfato de esparteína . . , ¿A qué, entonces, andar a los tiros? Por otra parte, la muerte del señor Britos me perjudica porque pierdo un buen cliente, así que tampoco tengo un móvil. . .
—Lucas no se olvidó de usted en su testamento —interpuso doña Esperanza—, y tengo entendido que se lo había dicho. . .
—Sí, pero pensé que era una broma.
—Mi marido no era amigo de esa clase de chistes, bien lo sabía usted...
—De todas maneras, creo acertado su descargo -continuó Arzásola—, ya que tuvo oportunidad de hacerlo en forma silenciosa y aparentemente natural sin correr los riesgos de andar a los tiros.
—¿Entonces? —dijo don Frutos, rompiendo su mutismo ¿Sólo queda Pancho?
—Exacto: Francisco Mena, alias Pancho.
"Oportunidad: Conocía la casa con todos sus pormenores y volvió al galpón, después de haberse oído la detonación, sin querer dar razón de su ausencia. Móvil: La venganza, porque días antes fue reñido ásperamente por don Lucas y desalojado de la casa.".
—¿Qué tienes que decir a todo esto, Pancho? —dijo la señora con dulzura—. ¿Fuiste tú?
— ¡No, señora! ... ¡Se lo juro!
—¿Dónde estuviste?
—Vine a ver... a la Juana. Pero no estábamos haciendo nada malo, sino conversábamos no-má, doña Esperanza. . . Cuando oí él tiro creyí que me habían confundido con un ladrón que quería dentrar por la ventana y salí corriendo. . .
—¿Y no vio a nadie? —requirió el oficial.
—Que pa iba a ver, oficial, si ni siquiera me di güeltas en la disparada.
—Ta güeno —dijo don Frutos—, -aura esperemén un momento que vua buscar unoj testigo.
Salió de la habitación y volvió, como a los diez minutos, con una cajita alargada.
—Pero. . . ¿Y Juana? —¿Juana? —preguntó .Julián—. Tenía entendido que iba a buscar unos testigos. . .
—Y aquí están —respondió y sacó un par de guantes de goma.
—Esos guantes son míos —saltó Tortorelli.
—Sí y son la prueba que usté mató a don Luca. . .
—Es ridículo... ¿Por qué había de hacerlo así y no con una droga?
—Porque tuvo miedo que al morir de otro modo llamáramos a otro doutor y con l'utosia se
descubriera su falta, pues.
No son sino antojadizas suposiciones suyas.
—Ta enquivocao. Usté con loj guante no dejó marca n'el rególver, pero el rególver, le dejó la marca n'el guante.
Señaló unas manchitas oscuras en el dedo índice de uno de ellos y agregó:
—Al apretar el gatillo se manchó 'e vaselina y endemá dejó unas motitas 'e talco n'el arma.
—Un examen microscópico de ambas cosas nos permitirá comprobar su similitud —terció Arzásola.
—No hace falta —concedió el médico—. Al fin y al cabo se va a descubrir.
—¿Por qué? . . . ¿Por qué lo hizo? —sollozó la señora.
—Porque estaba cansado de la vida del campo y me apremiaban las deudas. Al saber lo del legado me cegó la ambición y nunca creí que estos policías de campaña pudieran descubrirme.
—Yo tampoco lo hubiera sospechado. ¿Cómo hizo para llegar a la verdad, don Frutos? — preguntó Julián.
—Cuando supe que el creminal había usao guantes discarté al pobre Pancho, que tiene manoj 'e sapo y jamás los ha usao. Luego al saber que habían hallao unoj granito 'e talco pensé: "El talco se usa pa las cosas e'goma y los médicos usan guantes d'esa clase". Y má se me hizo sospechoso cuando el doutor quiso hacerme crer que no tenía motivo siendo que sabía que a la muerte 'e don Luca iba a recibir una ponchada de pesos . Como tuito jue tan rápido esa noche, calculé que tendría entuavía loj guante y salí pa buscarlos en su pieza y ver si tenía la mancha 'e vaselina. Revisé un poco y loj encuentre... Y aura vamo, doutor.
—Vamos —accedió Tortorelli sombríamente.
Y el culpable, escoltado por los policías, salió con la cabeza gacha de la habitación donde seguían sonando tristemente los sollozos de la pobre mujer.
Velmiro A. Gauna
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