En los alrededores de Capibara-Cué había una hermosa construcción de estilo californiano, situada en medio de bien cuidados jardines, que pertenecía a un rico hacendado de la capital con estancias en la zona, quien acostumbraba pasar en ella cortas temporadas de verano consagradas, en su mayor parte, a la caza y a la pesca. En ocasiones también solía proporcionársela a sus amigos los que la utilizaban con iguales fines o para breves períodos de reposo. Habitaban en ella, en forma permanente, un viejo con su mujer y dos hijas que, además de cuidadores, oficiaban de jardinero, cocinera y doncellas de servicio, respectivamente.
La gente del Chalé como se le conocía en el contorno, vivía ajena por completo a las preocupaciones y afanes de los capibarenses, pero para éstos, siempre ansiosos de novedades, cualquier hecho referente al mismo excitaba profundamente su curiosidad.
Por eso, cuando pocas horas después que el Osiris hubo abandonado el rústico puerto de la pequeña población y tras haber cumplido con sus recorridas y diligencias, se reunieron los miembros del personal policial en el patio de la comisaría, no es de extrañar que ése fuera el tema de sus conversaciones.
—¿Vido, don Fruto —dijo el cabo Leiva mientras le ofrecía un mate— que han venido güespede pa'l chalé?
—Crés que no tengo ojos en la cara -le contestó el comisario entre chupeteo y chupeteo de la bombilla—. Eran un viejo, una joven y un cusifai con un saquito rabón...
— ¡Pobre mozo, no! A lo mejor no li alcanzó el género...
Arzásola, el oficial sumariante, intervino aclarando:
—Es la moda, ahora la ropa masculina se usa así.
—Será la moda, pero es redícula y endemá ese tajito atrá... Salí d'ahí si eso nú es pa hombre — afirmó don Frutos.
—¿Haberán venido a pescar? —volvió a preguntar Leiva que era un curioso impenitente.
—No —le respondió el oficial—, han venido a pasar una larga temporada con fines de estudio.
Tuve ocasión de hablar con ellos porque me trajeron una carta de don Eleazar Gandía, el estanciero, recomendándolos.
—Ta güeno ... ¿Y quiénes son?
—El más viejo es el profesor don Asdrúbal Dovino, el joven su ayudante, don Justo Tejada y la muchacha es la señora del profesor.
— ¡Mira lo que son laj cosa! Yo creiba qu'era su hija nicó porque hay mucha diferencia 'e edá...
—Tonses me parece que... —soltó Leiva y ya iba agregar un comentario malicioso cuando Arzásola lo interrumpió:
—Reserve sus opiniones cabo. No hay que ser suspicaz.
El subordinado quedó callado, meditando en el significado de esa palabra, para él desconocida, cuando el oficial prosiguió:
—El profesor Dovino es un reputado ornitólogo y por eso ha venido acá. Cree que tiene mucho que hacer en esta zona...
— ¡Ja!.. ¡Ja!... —rió groseramente el cabo—. ¡Qué chasco se va a llevar!
—No veo el por qué.
—¿Qué pa* dijo qu'era el hombre?
—Ornitólogo.
— ¡Pero qué pa va a haser hornitos púa acá! ... Si el que más o el que menos sabe haser el suyo. ¿No los vido detrá 'e laj casas?
— ¡Pero, cabo!... ornitólogo es el que estudia la vida y costumbres de los pájaros...
—Cha que son arrevesaos pa haular... ¿Y cómo pa le llaman, entonses al que hace hornos pu allá?
—Y ... le llamarán Alonsito —exclamó don Frutos dando el nombre común en la región al pájaro que, en otras partes, se conoce por hornero.
Pero la llegada de un paisano de pañuelo negro que entró haciendo girar el sombrero entre las manos los interrumpió.
—¿Qué pa te pasa, Dámaso? —le dijo don Frutos.
—Güeñas, comesario, me he venido a denunceár que me se murió mi tío Alfonso, nicó.
— ¡Aja! ¿Y cómo pa jue la cosa?
~Y ... no sé, pa mí que se jue a pescar medio en trinqui y se augó porque lo sacamos cerca '1 remanso Grande ya tuito hinchao...
—Sierto, el pobre era emperrao demá por la caña paraguaya. Ta güeno.
Enseguida, dirigiéndose a Arzásola, ordenó:
—A ver ofisial, dale '1 sartificao 'e defunción nomá.
El sumariante así lo hizo pero, cuando el deudo se fue, no se resistió a preguntar:
—¿No convendría investigar un poco, don Frutos?
—¿Qué pa vas a investigar m'hijo? Naides iba a tener interés en hacerle daño al viejo Alfonso y endemá, ¿qué iban a salir ganando con dijuntearlo?
Ése era su procedimiento habitual en todos los casos. Lo único que preguntaba era:
—¿De qué pa murió?
Y las respuestas eran: garrotillo, pasmo, picadura de víboras, un aire en l’espalda, la paletilla caída, pata 'e cabra, etc.
Después de escuchar la causa, sin otras averiguaciones, ordenaba:
-Ta bien. Dale el sartificao nomá...
Arzásola, cuya superior cultura no tenía motivo de lucimiento en el estrecho medio de la comisaría de campaña, se hizo muy amigo de los recién llegados y, en especial, de Justo Tejada, el ayudante. Este solía venir a buscarlo en la comisaría y, a veces, hasta le acompañaba en sus guardias. A pesar de ser una figura habitual, tanto don Frutos como Leiva no hicieron buenas migas con él y, pretextando diversos quehaceres, los dejaban solos con harta frecuencia.
—¿Yo no sé por qué no les cae en gracia Tejada? —decía cierta vez el oficial—. Es un muchacho muy culto y trabajador.
—Será, pero pa mí es como l'aseite 'e bacalao, es güeno pero no lo trago —replicó don Frutos— y agregó despreciativo: ¡Y ese saquito! ... pero, ¿no se haberá mirao n'el espejo? —La manera de vestir no tiene nada que ver con sus dotes personales. Lo que hay que tener en cuenta es como lo ayuda al profesor.
— ¡Je! —saltó Leiva—. Ya me dijo la hija 'e doña Petrona, la cocinera, ¡qu'hay que ver cómo lo ayuda! Especialmente con...
—Le repito cabo —se encrespó Arzásola— que no se deje llevar por los chismes y no sea suspicaz.
—Pa mí, Arzásola —dijo pausadamente don Frutos—, el cabo nú anda muy errao. Vo sabe bien '1 refrán que nú hay que dejar juntos l'estopa y el juego...
—¿Así que usted también se me ha vuelto suspicaz, don Frutos? —exclamó Arzásola con desaliento.
—Y dale con la palabrita ésa... Güeno, yo no sé si seré supicá como vos decís, pero me parece que si tira l'anzuelo vo también podes picar.
— ¡ Y qué lindo surubi' bien blanquito 'n la panza que sacaría! —rió Leiva.
—Lo que hay es que son unos mal pensados —se enojó el oficial y, levantándose de su asiento se marchó de la habitación.
Medio arrepentido de sus bromas don Frutos quedó mateando y, al cabo de un momento, siguió comentando con Leiva:
—Vo que anda medio entreverao con l'hija 'e Ña Petrona, ¿qué más te contó?
— ¡Viera don Frutos lo raro que son! . . . Son casaos, pero cada uno tiene su cama y su piesa aparte.
— ¡No digas!
—Verdá. Se lo juro... Y a vese '1 viejo suele estar doj o tre día n'el monte con unos piones que lo ayudan pa casar bichos y juntar nidos. Tonses el moso queda con ella pa acompañarla...
—Mira ¡eh!
—Dispué dise qu'el viejo se pasa laj horas ditándoles cosas y si será desagradesío el moso, ¿sabe lo que hace?
—Si vo no me lo desís no lo vua endivinar...
—Se enllena '1 papel 'e rayas y garabatos.
—Tendrá la letra fiera como los doutores.
—No, don Frutos, la muchacha que anda conmigo me muestro un'hoja y yo la miré pa tuitos laos y nú había una letra ni pa rimedio. Una ve qu'el viejo salió un momento ella le preguntó por qué no ponía laj cosas que le desía el profesor y él le contestó que lo tenía tuito escrebido en "está aquí García"...
— ¡Pero no sias bruto, Leiva! No debe ser está aquí García, sino la telegrafía que le disen qu'es tuito con raya y punto.
— ¡Y vaya a saber, don Frutos las cosas raras 'e loj puebleros!
Después de dos meses de la llegada de los forasteros se encontraban una mañana don Frutos y el oficial en el boliche de don Pedro, en un descanso de sus recorridas, cuando llegó Leiva apurado:
—Premiso, mi comesario.
—¿Qué ocurre m'hijo?
—Si ha venío '1 moso 'el chalé a denuncear que sia muerto '1 viejo.
—¿Murió el profesor Bovino?
—Ansí parece...
—¿Y de qué jue?
—Porque dise endayé que le dio cinco pesos a Ciríaco.
— ¡No puede ser! ... ¡Cómo va a morir por eso! Habrá oído mal . . . —exclamó Arzásola.
—A lo mejor no son cinco peso sino cuatro y medio —dijo burlonamente don Frutos—, pero lo mesmo está muerto. Vamoj pa allá.
En el local policial encontraron al ayudante todo apesadumbrado, quien le hizo la siguiente narración:
—Esta mañana cuando la mucama llamó a la pieza del profesor, para entrar con el desayuno, no recibió respuesta. Entonces, después de un rato, avisó a la señora y cuando ella abrió la puerta lo encontró muerto en la cama, al parecer de un síncope cardíaco.
—¿Vido qu'era sierto lo de sinco que le dije? —interrumpió Leiva.
—¿Qué pa eso del síncope, oficial? —preguntó el comisario.
—Un ataque al corazón... ¿Le extiendo el certificado?
—No, m'hijo. Lo vamoj a hacer avisar primero al doutor Levinsky, en Ramada Paso.
—Pero, don Frutos... —quiso protestar Arzásola.
—Nú hay pero que valga. Yo solo no quiero echarme esa responsabilidá. Anda Leiva y venite con el médico mientras nojotro vamo pa'l chalé.
Partió el cabo en su comisión y ellos fueron al lugar del deceso.
En la casa se encontraron con la joven esposa que los recibió muy nerviosa y con los ojos llorosos. Arzásola le dio el pésame y luego pasaron a la habitación del extinto.
El profesor Bovino se hallaba en el lecho cubierto con una sábana. Don Frutos la retiró y bajo ella encontró el cadáver vestido con un pijama blanco y ya con la rigidez cadavérica.
—Vea moso —dijo entonces el comisario—, usté llévesela a la señora a que descanse y pa ahorrarle '1 dolor 'e verlo '1 finao, demientra nojotro cumplimo con nuestro deber. Yo me vua quedar con l'ofisial. Obedecieron los dueños de casa y don Frutos empezó a observar detenidamente el dormitorio que tenía puertas y ventanas protegidas con telas metálicas para impedir la entrada de insectos. El piso estaba encerado y todos los muebles relucían sin una pizca de polvo. Don Frutos lo curioseaba todo con sus ojillos pequeños y escrutadores. Luego, inclinándose sobre el muerto lo levantó de un lado y después del otro.
—¿Qué? —se burló el oficial—. ¿Le está buscando alguna puñalada?
—No m'hijo, pero me gusta mirar. Se apriende...
—Si es así...
—Por ejemplo, ¿te parece qu'en esta cama haiga chinchas o pulgas?
— ¡Qué esperanza!
—Sin embargo aquí n'el saco, debajo '1 sobaco tiene una manchita 'e sangre. Apenitas se la ve.
Dejuro es la marca 'e alguno 'e esos bichos...
Desprendió los botones del pijama del difunto y señaló en el costado y casi bajo la axila, en el lugar que correspondía a la mancha una pequeña señal rojiza.
—¿Viste? Ahí parece que le ha picao algo...
—Es verdad. Sería algún insecto.
—Chincha ni vinchuca no pueden ser porque no le han dejao roncha. Endemá la chincha deja una argolita colorada alderredor...
—Una aureola.
—Será, endemá pa marca 'e araña es muy chica...
—¿Pudiera haber sido un granito que se rascó?
—Teñe razón. Vamoj a esperar al médico.
El doctor Levinsky que llegó después de casi media hora levantó los párpados del extinto y le observó las pupilas, reparó en otros detalles e hizo venir a los parientes para preguntarles:
—¿Tomaba algún somnífero?
—Sí, doctor —contestó la señora—, como sufría de insomnio acostumbraba a tomar algunas pastillas que le habían recetado en Buenos Aires.
—Entonces —repuso el facultativo— ésa es la causa de la dilatación de las pupilas. Luego agregó:
—Bien. Los síntomas son todos de síncope cardíaco, quizás se haya excedido en la dosis y tendría el corazón muy debilitado . . .
—¿Ansí que no está siguro? —preguntó don Frutos.
—Seguro que fue un síncope estoy, pero las causas pueden ser varias.
—Tonse, ¿por qué pa no le hase la utosia pa salir 'e dudas?
— ¡Oh! No hay necesidad —dijo Justo Tejada.
—Evite esa profanación inútil, doctor —pidió la señora.
—En estas cuestiones es el comisario quien decide —manifestó el galeno.
—Güeno, entonce vamoj a dejarlo solo al doutor pa que trabaje. Siempre conviene no quedarse
con la curiosidá —concluyó don Frutos.
Tejada salió protestando contra lo que consideraba casi un atropello y la mujer rompió a llorar nerviosamente, pero don Frutos se mantuvo inflexible y desoyó los pedidos que también le hiciera Arzásola.
Al cabo de un rato el doctor Levinsky se asomó y llamó al comisario.
Enseguida volvieron a salir y don Frutos dijo, sañalando a Tejada y a la mujer:
—Quedan detenidos ustede do, por la sospecha 'e asesinato '1 profesor.
Arzásola vino hacia él y le dijo:
— ¡Pero es una acusación absurda! —Desgraciadamente es bien fundada, oficial
—intervino Levinsky—. Ese hombre fue, al parecer narcotizado y, luego, cuando estaba dormido se le introdujo una larga aguja o un pincho de sombrero, debajo del espacio axilar y a la altura del quinto espacio intercostal izquierdo llegando al corazón. La pequeñez de la herida evitó la hemorragia externa...
—¿Viste, Justo, que se iba a descubrir?... Yo te lo dije... —prorrumpió la mujer y se echó a llorar casi histéricamente.
— ¡Cállate, imbécil! —tronó el hombre que estaba a su lado. Pero ya era tarde.
Tratándose de dos delincuentes novicios fue tarea fácil arrancarles una completa confesión de los hechos. El profesor Bovino había entrado, últimamente, en sospechas con respecto a la conducta de los jóvenes y decidió enviar a Tejada de regreso a Buenos Aires. Al hacer un reajuste de cuentas descubrió que el ayudante había utilizado en su beneficio una importante suma de dinero, valido de la confianza que se le dispensaba. Le dio una semana de tiempo para que escribiera a sus familiares y le retornara dicha cantidad o de lo contrario lo enviaría a la cárcel. Tejada, que sabía que no podría conseguir la suma y conocía la simplicidad de los métodos policiales de don Frutos, decidió eliminar al viejo, con la complicidad de la esposa que se aburría soberanamente en el lugar y sería beneficiada por la herencia. Además así tendrían libertad para seguir con sus amores. El joven pintó las cosas como fáciles de realizar y hasta se burló de la rusticidad del comisario. Aprovechando el intenso sueño del anciano provocado por el somnífero, el ayudante, le introdujo un largo pincho de sombrero debajo del brazo ocasionándole la muerte. Luego limpiaron la poca sangre que había salido y le colocaron un pijama limpio esperando que, a la mañana siguiente, nadie se daría cuenta del hecho y todos aceptarían el síncope cardíaco como causa.
—También usted, don Frutos —decía después Arzásola— si siempre daba los certificados de defunción sin ninguna investigación, ¿cómo se le ocurrió hacerla en este caso?
—Es que aquí la gente muere d'empacho, aires, puñaladas o tiros que son muertes naturales y no d'esas cosas raras...
—No obstante eso -replicó el doctor Le-vinsky—, ¿qué le hizo pensar en la existencia de un crimen?
—Y esa manchita 'e sangre, pues. ¿De ande iba a salir si allí nú había bichos que le picaran? Y dispué...
—¿Y dispué, qué? —preguntó ansioso el oficial.
—El Tejada ese nunca me pareció un buen tipo.
—¿Por qué? Si jamás dio motivo.
—Salí d'ahí, qué cosa güeña va a ser un tipo con un saquito como ése que pa chaleco es largo y pa saco se quedó rabón... Tenía que haser alguna macana y la hiso nomá...
Velmiro A. Gauna
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