Cuando Petronila Almada entraba, por casualidad, en el almacén de don Pedro o andaba por las calles desparejas de Capibara-Cué, los hombres la miraban con ojos relampagueantes de lascivia o dejaban caer, en su honor, las flores de los requiebros.
Pero la madre, la viuda doña Micaela, no le perdía pisada y la tenía atada a las faldas, al decir de varios pretendientes que habían ido, inútilmente, a rondar la casa donde vivía, allí donde el pueblo terminaba para dar comienzo al campo.
—Pa mí —decía Pancho López— que va a quedar pa vestir santos...
— ¡Y está linda la guaina! —aseveraba Aniceto, el peón del carnicero-; tiene la boca mesmo que la flor 'e ceibo...
—Lo demás, pa que vamoj a haular... —suspiraba el morocho Contreras— parece que la blusa le juera a reventar...
—No sigas, chamigo, qu' laj gana me se hace agua la boca —suspiraba Pancho.
Con todo no tenía novio ni simpatía conocidas porque la madre cuidaba de mantenerlos a raya, ya que decía que "entuavía estaba muy tierna". A dos o tres que cayeron al rancho, como de visita, los sacó con cajas destempladas o los atendió de tal manera que enfrió sus entusiasmos.
Y los días que pasaban parecían poner más encantos en Petronila tornando más de seda sus largos cabellos negros, volcando más sombras en sus ojazos y llenando de turgencias a su cuerpo joven.
Hasta que un día sucedió lo inesperado.
La muchacha salió, como todos los atardeceres, a buscar la vaca lechera para tenerla en el corral cerca de "las casas".
No la encontró en los lugares habituales y supuso que se habría refugiado en una isleta de espinillos que estaba en el fondo del potrero, ya que la tarde había sido tórrida y aún las
chicharras hacían oír su áspero vibrar en medio del silencio.
En una de esas bruscas transiciones del trópico la luz pareció naufragar en el ocaso y las sombras se desparramaron por el campo, pero ella, conocedora del terreno, se internó entre los árboles por un sendero tortuoso que reptaba entre los matorrales.
De pronto una mano cayó sobre su boca y le apagó el grito de sorpresa. Luchó, pero fue vencida y arrojada sobre la hierba muelle. Una boca ardiente reemplazó a la mano que se echó a volar hecha caricias sobre su cuerpo. De la tierra se elevaba un tibio hálito y las sombras cómplices los aislaron del mundo.
Después ni un adiós, ni una palabra tuvo del bulto que se enterró en la noche.
Lentamente se alzó y volvió aturdida. Anduvo por costumbre hacia el rumbo del hábito.
Poco después oyó el llamado de Ña Micaela martillando su nombre.
— ¡Petroniiila!... ¡Petronii... la!
La angustia se desangraba sobre la aguda punta de las íes.
— ¡Petroniii...la!
Al verla llegar se encrespó la vieja vociferando:
—¿Onde pa* te juiste a meter?... La vaca vino sola p'al corral...
La joven siguió muda, combatida por extrañas sensaciones, sin saber si alegrarse por la revelación o llorar por la inocencia asesinada.
Súbitamente el instinto maternal de doña Micaela pareció intuir el drama.
— ¡M'hija!... ¿Qué te ha pasao, m'hija? Petronila se lanzó a abrazarla y lloró por única respuesta.
—¿Quién jue?... ¿Decime pa quien jue el sinvergüenzo? —clamaba la vieja.
—No sé, mama... no sé... M'agarró 'n lo oscuro.
Las dos entraron al rancho moliendo su amargura.
Temprano estuvo la madre en la comisaría con su indignación y su vergonzosa queja.
—Y lo qu'es pior, don Frutos —rezongaba— es que ni la color 'e la piel sabe. Mesmo que si juera un fantasma. ¿No haberá sido una aparición?
—Perdé cuidao, Micaela, que loj fantama asustan a l'aj vieja, pero estoj que si agarran'elaj muchacha son 'e carne y güeso, pero andá nomá y no hagas bulla pa no espantar al pescao.
Cuando la vieja se hubo retirado, el cabo Leiva, que había asistido a la entrevista, le alargó un mate e insinuó:
—Pa mí qu'esta 's una diablura 'e loj muchacho. Se le salía loj ojo cada ve que la guaina caiba '1 boliche.
—Sí, ¿pero cuál? Ahí van mucho y nú cuestión 'e meterloj apreso porque sí.
-¡Aja!
—Pero no te aflijas, qu'el que hizo la fechuría no se me va a dir...
Siguió tomando mates en silencio y mesándose la corta y puntiaguda barba hasta que, de pronto, una lucecita maliciosa le brilló en la mirada.
— ¡Ya está! —dijo—. Ya sé cuala es la trampa que vua poner pa que caiga '1 zorro.
— ¿Cuala, don Frutos?
El comisario explicóle, entonces, su plan y, después de escucharle, Leiva también se echó a reír exclamando:
— ¡Ja! ... ¡Ja! ... Se va a tragar la carnada y el anzuelo mesmo que dorao angurriento.
—Vaj a ver como viene sólito a denuncearse.
¡Y de no! Yo también lo haría si juera
Ese mismo día, que era domingo, a la hora de la siesta, comenzó a bullir de parroquianos el boliche de don Pedro. Los paisanos venían a divertirse jugando a los naipes, a las bochas o, simplemente, a conversar y a beber.
El cabo Leiva pasaba por entre las mesas arrastrando su sable y gustando, de tiempo en tiempo, alguna copa que el patrón o los clientes le ofertaban. Un muchachón, de los tantos ociosos, que estaba en la puerta, advirtió, de pronto:
— ¡Peina! * Se me hace que viene '1 carro 'e la Micaela...
Aniceto se acercó a su lado y confirmó:
—El mesmo, lo conozco en la manera 'e bracear al tostao.
Y, en seguida, agregó anheloso:
—¿Traerá a la hija?
Varios se le agregaron curiosos y quedaron a la expectativa.
Grande fue su asombro cuando vieron bajar del pescante al doctor Lévinsky, de Ramada Paso, y a don Frutos, el comisario, quien, al entregar las riendas a doña Micaela advirtió con voz que no ocultaba su severidad:
—Aura seguí y obedecé lo que dijo el doutor.
—Sí don Frutos —asintió la mujer.
En la parte de atrás estaba el bulto de la hija cubierto con un manto oscuro. Sus manos se aferraban a la baranda y apenas se veía el brillo de sus ojos, pero un golpe de viento hizo caer el velo que la cubría y los espectadores que esperaban gozarse con su belleza, quedaron horrorizados.
Petronila los miraba con ojos llorosos, el rostro hinchado y rojizo y los desnudos brazos con enormes ronchas.
— ¡No se acerquen! —dijo entonces el doctor— en voz baja.
—Seguí, Micaela —ordenó don Frutos, y la vieja obedeció mientras la joven alzaba el manto y volvía a cubrirse.
Apenas el carro se hubo alejado por la calle polvorosa, espantando a las gallinas y a los
perros, el doctor y el comisario entraron al negocio.
—¿Tiene alcohol puro, don Pedro? —solicitó el primero.
—Sí, doctor —contestó el comerciante, y le alargó una botella.
Entonces el galeno la tomó y se volcó un generoso chorro en las manos, diciendo:
—Usted también, don Frutos, no hay que descuidarse.
El comisario repitió la operación, pero llevó su celo al extremo de pasarse el antiséptico por el cuello y la cara.
La curiosidad pudo, entonces, más que la prudencia y uno interrogó:
—¿Qué le pasa a la Petronila? Taba hinchada pior que un escuerzo...
—Francamente no sé, pero no me gusta nada su aspecto y como puede ser algo peligro sola hice dejar el pueblo.
El temido fantasma de la lepra abrió las puertas del miedo.
—¿No haberá peligro 'e contagio, doutor? —dijo alguien.
—No, únicamente para el que la haya tocado, por eso también envié a la madre.
—Menos mal —dijo don Pedro.
—Sí, pero quien la haya aunque sea rozado la piel de la cara y de los brazos, ése, está listo a no ser...
Esperó un momento y luego dijo:
—A no ser que antes que se cumplan las 24 horas de haberla tocado se ponga una inyección de este remedio.
Sacó del bolsillo una ampolla de líquido incoloro y la enseñó.
—¿Por qué pa* no me la pone a mí, doutor? —pidió Aniceto.
—¿Por qué?... ¿Acaso vo la anduviste manoseando? —sugirió don Frutos.
—No, don Frutos, pero estuve ahí cerca, pues...
—Entonces no hay peligro por más cerca que haya estado—explicó el médico— y concluyó: lo que importa es el roce...
—Felizmente vivían lejos y naides se haberá infestado —finalizó don Frutos— porque sería una pena tener que mandar algún otro p'al lazareto.
Los recién llegados bebieron una copa de caña, junto al mostrador, y luego fueron para la
comisaría.
Se habían acomodado ya para la vuelta del mate cuando el agente entró diciendo:
—Ahí ajuera está Pancho López que quiere ver al doutor...
—Que pase.
Enseguida entró un mozo de unos 25 años, delgado y recio pero que, en esos momentos, daba claras señales de gran nerviosidad. Saludó y dijo:
—Vengo pa que me ponga la indicción.
—¿Y por qué pa* vos, m'hijo? —preguntó don Frutos melosamente.
Vaciló el otro y quiso explicar.
—Por... porque tengo miedo, pues.
— ¡No se diga un mozo tan juerte!... Anda tranquilo que no te va a pasar nada. La
indicción es pa quien la haiga tocao a la Petronila.
—Güeno, don Frutos, la cuestión es que yo anoche me la escuendí al paso y l'agarré 'n l'escuro.
— ¡Salí de'ahí! Estás mintiendo pa que te ponga '1 rimedio. Vo sabe que una jechuría
ansina contra una menor se paga con años 'e cárcel. ¡Ándate, m'hijo!
Vaciló Pancho y, luego, refirmó: —No, don Frutos... Pregúntele a ella si anoche alguno...
—Es cierto. La madre denunció '1 caso, pero no creo que haigas sido vos.
—Jui yo, don Frutos, jui yo... —casi sollozaba el mozo.
—¿Tas dispuesto a diclarar en serio y a firmar, m'hijo?
—Sí, don Frutos, pero rápido pa que me ponga l'indicción, prefiero dir a la cárcel y no al lazareto.
El oficial levantó el sumario que el muchacho firmó, con el doctor como testigo. Luego este último le aplicó la inyección, que era de agua destilada y la que Pancho aguantó estoicamente.
—Bueno —dijo el médico—, ahora vaya a dormir y mañana, a las diez, vuelva, pero bien
vestido por si tenemos que ir a la ciudad.
— ¡Cómo! ¿Y no me pone preso? —se extrañó.
—No ti apures, m'hijo, ya haberá tiempo pa todo —contestó don Frutos.
Puntualmente, a la hora fijada, llegó Pancho al otro día luciendo sus galas domingueras. El comisario lo recibió amablemente y lo invitó a sentarse diciendo:
—Perate un momento que vua atender unaj visita.
Y con voz más alta, añadió:
— ¡Pasen!
Al llamado entraron dos mujeres en quienes el asombrado Pancho reconoció a doña Micaela y a su hija, que lucía su fresca carita de antaño y la morbidez sin manchas de sus brazos.
—Pe... pero...—exclamó señalándola con un dedo tembloroso— ¿No tenía la le...?
—No, m'hijo —interrumpió don Frutos—, no tenía ni tiene nada.
—Pero yo le vi la cara hinchada y loj brazos enllenito de ronchas...
—Lo mesmo ti hubiera pasao a vos si te los hubieras frotao con ortiga macho...
—¿Entonces, tuito jue preparao?
— ¡Claro! Pa hacer cair a un zorro que si había escapao 'n l'escuro. Y aura decidí: o te mando a la cárcel por varioj año por lo que has hecho o te casas con ella.
Pancho López comprendió que estaba perdido sin remedio, pero miró el rostro bello de la muchacha y su cuerpo incitante y se resignó:
—Me vua casar siempre que Ña Micaela me dea su permiso...
La vieja, que estaba silenciosa y aguantando la cólera, al oírlo, estalló:
— ¡Permiso!... ¡Permiso! ¡A güeña hora ti acordás e' pedir permiso, sinvergüenzo!
Velmiro A. Gauna
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