lunes, 18 de enero de 2016

Robo en Capibara-Cué (Velmiro A. Gauna)

—¿Cuánto falta, don Serra?
—Por lo que yo sé, la pérdida mayor es de los $ 20.000 que habíamos recibido el sábado para el pago de sueldos, jornales y unas cuentas pendientes.
Don Frutos miró la abierta caja de hierro, luego paseó su mirada por la ordenada oficina y prosiguió:
—¿Al parecer no hubo violencia?
—No, don Frutos, quienquiera que haya sido usó las llaves tanto para la puerta como para la caja.
Del grupo de los tres empleados que estaban de pie, respetuosamente a un costado, se adelantó un mozalbete de negros cabellos rizados y pobladas cejas de árabe, para decir:
—Cuando llegué esta mañana, me sorprendió encontrar libre la entrada, pero no le di mayor importancia pensando que el contador se me hubiera adelantado, pero, luego, al no verlo por ninguna parte y hallar la caja de caudales en ese estado, me asusté...
—¿Y qué hiciste, muchacho? —interrumpió el comisario.
—Volví a la puerta y quedé un rato indeciso hasta que llegaron estos dos. . .
—Entonces —explicó un viejo de nariz prominente y avanzada calva llamado Pardilla— pensamos que lo mejor era avisar a don Serra.
—Apenas llegó Béjar con la noticia —continuó el dueño refiriéndose al mozo de tipo arábico— vine y me encontré con esto...
—¿Y el contador?
—No vino y eso es lo que me extraña, porque éstas son sus llaves. Sin embargo, no pudimos encontrarlo en ningún lugar de la casa y en su pieza, adonde lo mandé buscar, tampoco había nadie...
—Güeno, con tuito eso la cosa parece clara. ¿No es verdad, don Serra?
—Será, comisario, pero no puedo creerlo. El contador, Santiago Tejada, tenía toda mi confianza...
—Pero los hechos cantan, pues. . . Estas son sus llaves y la plata y el mozo se han hecho humo...
—No se lo niego, pero le repito que me resisto a creerlo. Si ha tenido ocasiones en que pudo haberse ido con mucho más dinero...
— ¡Y de ahí...! Esta ve la tentación haberá sido más juerte. Loj hombres semo, a vece, como esas guainas que en tuito '1 año no levantan loj ojo del suelo y, cuando van a uní baile, dispué 'e la tercera pieza nomá, ya hay que ponerles freno pa que no se desboquen...
—Tampoco yo puedo creerlo —se aventuró Pardilla.— Si tejada era la honradez en persona.
Don Frutos los saludó sin agregar palabra y volvió a la comisaría.
De inmediato despachó agentes a los pueblos cercanos de Ramada-Paso, Itá Ibaté, Itatí y algunos lugares de la costa en busca de noticias del prófugo.
Pero, como decía el cabo Leiva, "ni que se lo hubiera llevao Mandinga" porque en ninguna parte se encontraron rastros del fugitivo.
El robo conmovió a Capibara-Cué y, aunque era lunes, el almacén de don Pedro contó, después de la hora del almuerzo, con una crecida concurrencia que había ido, más que a lugar a las cartas o a beber una copita, a procurar informaciones sobre el suceso.
El Turco Béjar hablaba hasta por los codos, interrumpiéndose solamente, de tiempo en tiempo, para sorber con fruición, un vaso de caña.
—Para mí —decía—, Santiaguito, como le llamábamos a Tejada, nunca me fue simpático. Era
demasiado amigo de estar mandando y se volvía puro "Hace esto"... "Copiá aquello... "Averigua esos datos", etc.
—No digas tal cosa —le interrumpió Pardilla mientras se secaba las gotitas de leche que le habían quedado en el bigote ya que era abstemio—. Tejada era un buen chico, habrá tenido su tentación o ¡quién sabe!
—Después de todo —prosiguió Béjar imperturbable— hizo bien, mientras nosotros debemos seguir sudando él se dará la buena vida.
Osvaldo Villa, un viajante de ferretería, que ocupaba otro de los lados de la mesa, esperó que el Turco ahogara en caña su torrente oratorio para decir:
—Quizá yo sea un poco culpable de lo que pasó...
Los demás, al oírlo, hicieron silencio y él, hundiendo los pulgares en los bolsillos del chaleco, continuó: —Sí, cuando conversábamos, yo le hablaba de la vida en las ciudades, de las diversiones, y le reprochaba el que, siendo tan joven y capaz, se hubiera venido a enterrar en este pueblo. A veces se entusiasmaba y me decía que cuando juntara unos pesos se iría...
— ¡Y claro que los juntó y se fue! —rió sarcástico Béjar.
—No sabemos... no sabemos, todavía —Volvió a decir Pardilla y pidió un nuevo vaso de leche.
— ¡Bah!... ¡bah! Lo que es Tejada ya no vuelve —insistió el primero—; habrá cruzado el
Paraguay para ir desde allí al Brasil y ¡feliz viaje...!
Don Frutos, apoyado contra el mostrador oía y callaba. Después de un rato, cuando ya la gente empezó a dispersarse para retornar a sus ocupaciones, regresó a la comisaría.
El oficial Arzásola había aprovechado la ausencia para ordenar una limpieza a fondo del local y para que sacaran la tierra acumulada debajo del escritorio, hizo correr el pesado y voluminoso mueble hasta cerca de la puerta.
El comisario, que venía desde la intensa luz de afuera, siguiendo su camino de costumbre, entró de golpe y lo llevó por delante con gran violencia, cayendo junto a él.
— ¡Pero, don Frutos! —dijo el cabo Leiva mientras acudía a socorrerlo—. ¿Adonde pa tiene loj ojo?
— ¡Pucha, digo! No pude verlo —replicó el comisario.
—Si estuviera escuro me esplico —siguió Leiva, ayudándolo a incorporarse y en tanto le sacudía la ropa— pero hay nicó bastante luz y l'escritorio es ma grande qu'una vaca.
—Es que la luz externa es más intensa y se cegó —dijo Arzásola y añadió filosófico: —veces hay que un pequeño resplandor no nos deja ver las montañas.
—Risplandor o no risplandor, el golpe duele lo mesmo —finalizó don Frutos.
Sacó un sillón al patio que colocó a la sombra de un frondoso Jacaranda y empezó a balancearse hasta que quedó dormido.
Cuando despertó y mientras tomaba mate, miraba el hermoso cielo correntino con el desfile incesante de las nubes. De pronto, una bandada de patos siriríes trazó sobre el fondo blanco de un cúmulo su formación en V y se perdió ruidosa y veloz hasta la otra costa.
—Via hacer algunas deligencias — dijo después e invitó al oficial: —¿querés venir conmigo?
—A sus órdenes, don Frutos —le respondió Arzásola y fueron por las calles del pueblo hasta la habitación del desaparecido.
El agente que estaba a la puerta, los saludó y los dejó pasar. La pieza estaba discretamente amueblada y bien ordenada.
Hicieron llamar a una mujer que vivía a unas cuadras del lugar y que era quien se encargaba de la limpieza.
—Vea, doña Juana —le dijo don Frutos— mire a ver si falta alguna cosa pero no regüelva demasiao...
—Ni falta que mi hace si ya van pa tres año que li hago la piesa al niño Santiago y la conosco como la palma e mi mano...
Se colocó los brazos en jarra y, plantándose desafiante en medio del cuarto, dijo airada:
—Y digan lo que digan las malas lenguas que se jue con la plata 'e don Serra, pa mí son tuitas macanas. Ahí tiene...
—Ta bien, doña Juana, pero aura pa ayudarlo al moso ni anque sea, mire y diga si falta algo.
La mujer paseó su mirada escrutadora por el recinto, abrió un pequeño ropero y contestó:
—Pa mi ver no falta más que lo que tenía puesto, el traje azul nuevo, los zapatos negros y…
Se inclinó sobre el fondo del mueble, después fue hasta el lecho para revisar los cobertores y exclamó extrañada:
—Tamién no encuentro una colcha azul que estaba allí...
—¿Segura pa, doña Juana?
—Segura ité, don Frutos.
Al otro día el comisario desarrolló una intensa actividad. Visitó al señor Serra y mantuvo con él una extensa conversación, luego interrogó a los empleados nuevamente y, volviendo a la comisaría, ordenó ensillar su caballo y fuese al vecino pueblo de Ramada-Paso desde donde retornó cerca de las once.
Sacó, a la puerta, una silla de junco y se puso a mirar distraídamente el horizonte.
—¿Supo algo de Tejada? — le preguntó Arzásola.
—Nada m'hijo.
—¿Quién sabe pa onde se haberá ido? — terció Leiva mientras le alcanzaba un mate.
—Decí ma bien onde estará... — le corrigió don Frutos.
— ¡Peina! onde se haberá ido u estará es la mesma cosa demientras no se sepa la rispuesta
—replicó el cabo.
—Eso es porque vo no miras al cielo de onde saben venir las mejores rispuestas... —dijo el comisario sentenciosamente.
Leiva recibió el mate vacío, entró al local y entregándolo a un agente ordenó furioso:
—Toma Gutierre, llévale vo loj mate al comesario que aura se está golviendo pueta tamién como l'ufisial. A lo mejor se haberá acontagiao...
Y, enseguida, remedó:
—Del cielo vienen las mejores rispuestas...
Escupió despreciativo en un rincón y salió al patio a dar de comer a los caballos.
El resto del día pasó sin mayores novedades, pero don Frutos siguió siempre cerca de la
puerta, ora tomando mate, ora fumando largos cigarros con los ojos clavados en el firmamento.
En la mañana siguiente, bien temprano, retomó su ubicación, hasta que, de pronto, llamó:
— ¡Leiva!...
El cabo vino arrastrando su largo sable. —¿Qué se le ofrece, comesario? —Mira allá pa'l lao '1 cañadón...
— ¡Aja! Andan rivoiotiando unos chimangos.
—Güeno, atendé.
Habló con él en voz baja y el cabo, después de asentir, salió acompañado por un agente.
Luego don Frutos dijo a Arzásola:
—M'hijo, anda 'e don Serra y me lo traes al moso ese que le dicen el Turco.
—¿A Béjar?
—Sí, y lo metes en el calaboso encomunicao.
Luego fue al almacén de don Pedro para gastar el tiempo mientras esperaba la llegada del barco que, al volver desde el norte, hacia su escala semanal.
Cerca de una hora después el Iguazú llegó por el medio del río y se detuvo frente a Capibara-
Cué, pero sin atracar. De su costado bajó una canoa en la que trajeron la correspondencia y carga y en la cual llevarían de retorno el correo y los pasajeros del pueblo. Osvaldo Villa se despidió de los amigos que estaban entre un grupo de curiosos, que habían ido a ver el arribo del vapor, tomó sus valijas e iba a descender por el senderito que llevaba al pie de la barranca, cuando don Frutos le puso la mano sobre el hombro.
—Venga conmigo, mozo.
— ¡Pero, don Frutos! si tengo que irme en el Iguazú...
—Por hoy no será posible...
—¿Por qué?
—Tengo mis razones.
—Usted me perjudica y lo haré responsable.
—Pacencia, pero vamos a la comisaría.
—¿Qué delito he cometido?
—Ya te explicaré, vamos...
Sin dejar de protestar cargó su equipaje y fue con el funcionario. Una vez llegados a destino don Frutos, ordenó:
— ¡Traiganlón al Turco ese! Apareció Béjar hecho, también, una furia. ¿Se puede saber comisario, la razón de este atropello?
—Los dos están presos por cumplicidá.... —¿Complicidad en qué? — preguntó Villa. —En el robo de don Serra.
— ¡Vamos, don Frutos! —dijo Béjar—. ¿Acaso no fue Tejada el ladrón?
—Sí pero lo hemos detenido y ha riclarao. que ustedes do jueron cúmplices.
— ¡Es mentira! —tronó Villa—. Eso no es cierto.
—¿Por qué m'hijo?
Vaciló repentinamente el interrogado y se atropello enseguida:
—Pues. . . porque. . . es ridículo que pueda acusarnos.
—Es absurdo —agregó el otro detenido, con vehemencia.
—Güeno, no se aflijan porque aura nomá lo van a traer, y tuíto se aclarará...
—Mejor, sí, es mejor —exclamó Béjar—. Vamos a ver cómo lo prueba.
—Pero si es una burda mentira —protestó Villa—, no sé qué está persiguiendo con esta comedia.
En ese momento entró don Serra y don Frutos-dijo:
—Dentro 'e un rato van a traer a Tejada. ¿Tiene allí el papelito '1 otro día?
—Sí, don Frutos.
Villa, tratando de aparentar serenidad, pero sin poder ocultar su turbación, preguntó:
—¿Quizá usted me pueda explicar, don Serra, a qué se debe todo esto? ¿Por qué se me hace perder el vapor y se me perjudica en mis intereses...?
—No te aflijas porque aura nomá lo traen
—interrumpió el comisario. Entonces Béjar, exclamó:
—Me alegro, para que pueda ver don Serra que nada tengo que ver en este asunto.
Pocos minutos después se oyó el áspero chirriar de los ejes de un carro que se detuvo frente a una puerta. Enseguida Leiva y un agente hicieron entrar, tendido sobre un poncho, un bulto que esparcía un horrendo olor.
—Taba n'el pozo '1 rancho viejo que jue 'e loj Silva.
—¿Vieron lo que les dije? Aquí vino Tejada — expresó don Frutos y levantando una punta de la colcha que lo cubría puso al descubierto el cadáver de un hombre joven trajeado de azul.
— ¡Tejada! — gimió Béjar.
— ¡Pobre Santiaguito! — exclamó don Serra mientras las lágrimas cubrían su rostro. 
Osvaldo Villa, pálido, se aferraba a la mesa. El comisario, enseguida, ordenó:
— ¡Llevenlón al galpón y vayan a buscar un cajón pa este cristiano! Después, indicando con el dedo a Villa, le dijo:
— ¡Vo lo mataste!
— ¡No!... ¡No!... ¡Yo no fui!... —se defendió el otro—. Usted no puede probar lo que dice.
— ¡Qué no! A ver tu cartera...
Sacó el acusado la misma, tembloroso, pero desafiante.
Don Frutos la sopesó por un momento y dijo:
—Es mucha plata pa un viajante...
—Tonteras. Yo siempre cargo muchos pesos por mi ocupación. Una parte es dinero de cuentas cobradas.
Don Serra recibió la cartera de manos del comisario y empezó a hacer pasar los billetes uno por uno mientras iba mirando en un papelito, para finalizar:
—Estos de acá coinciden.
Arzásola, mientras tanto revisaba las valijas y, en el fondo de una de ellas, entre las hojas de un libro encontró otros más que también dio al comerciante el que, después de mirarlos, agregó:
—Éstos también.
Villa bajó la cabeza y no añadió palabra. Don Frutos, entonces, mandó que lo encerraran en el calabozo acusado de asesinato y robo.
Don Serra salió para encargarse del entierro de su difunto empleado y, cuando quedaron solos,
Arzásola le preguntó al viejo que daba suaves palmadas en la espalda de Béjar para consolarlo:
-"¿Cómo hizo para descubrir este enredo, comisario?
—Vo me diste la idea.
-¿Yo?
—Sí, vo, cuando me dijiste: Vese hay que un pequeño risplandor no noj deja ver la montaña.
-¿Y qué?
—Esa siesta pensé: ¿No será que con tuito este barullo '1 robo no estoy pudiendo ver algo maj grave? Dispué, cuando juimo a la pieza '1 pobre me dije: ¿Pa qué le iba a hacer falta una colcha? Ma vale hubiera llevao pápele, ritrato, ropas... Endemá que para disparar no se hubiera empilchao como pa dir a un baile...
—Es cierto, don Frutos.
—Cuando visité a don Serra, éste me dijo: "¿No le parece raro que si tenía intención de robar el sábado me haiga dejao la lista 'e loj billete recibido con la numeración? ". A mí me pareció lo mesmo y dentre a pensar que al pobre podían haberlo matao pa sacarle las llaves y robar la plata.
—Pero, ¿cómo sospechó de Villa?
— ¡Porque los do eran amigo y ese mozo jue esa noche al baile 'e Ramada-Paso. Calculé que
Tejada al vestirse 'e fiesta sería pa hacer lo mesmo y al no haber rastro 'e lucha 'n la pieza era porque siguro dejó dentrar a alguien 'e confianza que lo agarró desprevenido. Me imagino que lo haberá estrangulao con alguna corbata o una cuerda porque tampoco hubo rastro 'e sangre, dispué lo envolvió en la colcha, lo colocó cruzao sobre '1 caballo, siguió por el camino y se desvió por el lao '1 cañadón pa dir a tirarlo en un aljibe abandonao que hay en esos rachos en ruina, pensando que habería 'e pasar mucho tiempo antes que lo descubrieran. Mientras tanto creerían que se había escapao con el dinero y le daban tiempo pa juir tranquilo.
—¿Después volvió a robar?
—No, con gran sangre fría jue a la fiesta de Ramada-Paso, estuvo allí unaj hora, luego golvió, efectuó '1 robo y jue a la fonda a esconder la plata y esperó, contando con qu'el pobre infeli cargaría con la culpa, pero se olvidó que lo forastero son muy observao 'n lo pueblo chicos y ansí supe que salió de su pieza a las 10 de la noche y solo llegó '1 bañe a laj 12 cuando nú hay ma que una hora 'e viaje. ¿Qué hizo durante la otra?
—¿Por qué no lo arrestó, entonces?
—¿Con qué pruebas? Pudo haberme dicho que esa hora la empleó pa mirar la luna y a la fija tendría bien escuendido loj billete. Me hacía falta darle confianza pa que se descuidase un poco y, endemá, no tenía '1 cadáver 'e Tejada.
—No me explico cómo supo dónde había de hallarlo. En ese pozo abandonado pudo haber estado meses y meses...
—Si no hubiera chimangos, sí, pero estos animalitos 'e Dios tienen una vista o un olfato extraordinario y cuando hay una usamenta ya están dando güeltas, como perro antes 'e acostarse.
—¿Por eso usted miraba tanto el cielo?
—Siguro, pue, pa tener una idea '1 lugar. Luego cuando los vide lo mandé a Leíva que es baquiano y jue fácil dar con el finao. Dispués me aseguré má cuando lo acusé 'e cumplise, porque éste qu'es inocente, protestó un poco, pero, enseguida, se puso tranquilo a esperarlo, mientras él alegaba que no pedería ser, que eran mentira porque sabía que estaba muerto.
—Bien —dijo Béjar—, ahora quisiera saber: ¿por qué me eligió a mí para darme este mal rato?
—Pa, castigarte, porque vo estuviste haulando mal del finao n'el almacén. ¿No te arricordás?
El Turco bajó la cabeza, se levantó de su asiento y salió rumbo a su casa, pero parece que, a mitad de camino, se arrepintió porque torció de dirección y fue al almacén a entonarse con una cañita.
Velmiro A. Gauna

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