domingo, 13 de mayo de 2018

Mamá de niebla

Elda la miraba irse con su vestido de volados amarillos y el hermoso cabello rubio alborotado a los lados de su cara… ¿Cómo describirla?..., no tan linda como…, iluminada, eso, iluminada. Elda la miraba irse y ella agitaba su brazo desnudo en el que tintineaban las pulseras, muchas pulseras diferentes puestas todas juntas.

* * * *

Elda la miraba irse, tan perfumada, vestida como para una fiesta, el sol del mediodía tragándose su leve sombra, y ella le envió un beso agitando las puntas de sus dedos como las alas de un pajarito, y subió al coche azul con chofer, escoltada por tía Cecilia y por un ancho señor desconocido.
Cuando Elda entró a su casa, tía Juana, la otra hermana de ella, hacía un montón con las preciosas ropas del ropero, poniendo cara de asco y rezongando:
__Pero acá no limpiaban nunca, no lavaban la ropa… ¡La tierra que se ha juntado en los sillones, debajo de las mesas, de las sillas…! Y esas camas revueltas, ¿nunca les cambiaban las sábanas?
Elda pensó, miró la blusa tan almidonada de tía Juana, se rascó la cabeza, y en voz baja respondió que algunas veces las cambiaban.
__Tía Juana, ¿mamá va a tardar mucho en volver? ¿Por qué yo no puedo ir con ella a la fiesta? ¿Por qué no fuimos todas?
__Porque…, porque no era para niños, y hay lugares a los que no se puede ir a los siete años… ¡Pero mirate la facha! Parecés una pordiosera. Como si no hubiera agua en esta casa. Y te rascás la cabeza como si tuvieras piojos. Vení que te voy a pegar un buen baño y te voy a vestir como la gente.
Fue un baño aburrido, sin botecitos de papel de diario flotando en el agua, sin pétalos de rosas haciendo de pececitos rojos, sin harina esparcida por el piso del cuarto de baño y del pasillo haciendo las veces de arena…
También fue aburrida la cena: tía Juana la obligó a sentarse en la mesa, comer con los cubiertos, ponerse servilleta, y después no quiso llevarla al patio del fondo para tirarse las dos cara al cielo, sobre los mosaicos, a pescar con los ojos estrellas fugaces y pedirles tres cosas a cada una.
__Con mi mamá lo hacemos siempre… ¿A qué hora va a volver mamá?
Esa noche no regresó. Tampoco al día siguiente. Tía Juana y tía Cecilia se llevaron con ellas a Elda. A una casa amplia y limpia, por cuyos pisos espejados había que transitar con patines de felpa.
_Quiero ir con mamá.
_Quiero ver a mamá.
_¿Por qué no viene mi mamá a buscarme?
Por las respuestas evasivas de las tías, por fragmentos de conversaciones que escuchaba conteniendo el aliento detrás de las puertas, Elda supo que su mamá estaba enferma “de la cabeza”, que era “peligrosa”, que: “no podía convivir con la gente normal” y “menos mal que no se dio cuenta de que la llevábamos allá aquel día, porque si no, hubiera sido capaz de arrojarse del auto”.
Peligrosa. Enferma. Capaz de arrojarse del auto… Elda no entendía nada. Se sentaba acurrucada en un rincón oscuro de la sala para poder recordar a su mamá tan linda, tan joven, tan rubia, con olor a crema de manos y a colonia de flores; su mamá jugando con ella de rodillas en el piso, contando caracolillos de mar que guardaba en una vieja caja de lata. A los caracolillos les preguntaba todo: si lloverá mañana, si tenían que comer carne o verdura, si podía cortar un ramillete de jazmines para ponerlo junto al retrato de papá que se fue al cielo con las alondras… Y los caracolillos contestaban: un puñado que sumaba un número par, NO; un puñado que sumaba un número impar, SI; y si por casualidad eran justo quince: ¡Dios las estaba mirando en ese preciso instante para concederles una gracia!
Peligrosa su mamá.
Solamente una vez la vio enojada…, sí…, una vez que vino alguien a reclamar el pago de algo…, y ella lo corrió apuntándolo con las puntas de las tijeras…, ¡pero después se reía, se reía del susto que se había llevado el pobre infeliz! Y nadie vino jamás a reclamar dinero. A veces se pasaban dos días sin comer, bebiendo agua con blancas cucharadas de azúcar, porque los caracolillos decían que no.
Otras, salían cinco, seis veces a la calle a comprar helados de frutilla, tan lindas las dos, con vestidos a los que su madre les había pegado, con engrudo, estrellitas plateadas hechas con papel de chocolatines. Y toda la gente del barrio las miraba, las miraba, y cuchicheaba de envidia, de admiración…
¡Y el día que los caracolillos dijeron libertad a la aves! ¡Qué día! Las dos corriendo como ráfagas celestes y el dueño de la pajarería gritando, enajenado: “?Policía, policía, esas dos me han hecho escapar todos los pájaros! ¡Canarios colorados, reyezuelos, oropéndolas, petirrojos y mirlos, un ruiseñor, ocho jilgueros nuevos!”. Y ellas se encerraron con llave, muertas de risa y de miedo, arreboladas, y le prendieron una vela a cada malvón de las macetas del patio. Como no había fideos para la sopa, arrancaron los botones de todos los vestidos, pero por más que mamá los hirvió durante horas, el nácar no se ablandó; entonces los pusieron en un balde con agua y los dejaron allí esperando que se convirtieran en perlas: “Y seremos ricas”,le prometió su madre.
¿Quién pudo haberles dicho a tía Juana y tía Cecilia que su mamá estaba loca? Y ellas…, ¿por qué creyeron esa infamia? Y los vecinos que atestiguaron en contra…, y Elda supo que dijeron que “la criatura no puede estar en manos de una insana”… ¡¿qué sabían los vecinos?! Envidiosos, mediocres, que las miraban boquiabiertos al verlas descalzas, como diosas, y con tiaras de flores trenzadas en la cabeza…

* * * *

Cuando cumplió trece años, tía Cecilia y tía Juana la sentaron en el sofá del living, y la apuntaron con sus índices:
__Ahora ya sos grandecita.
__Y podés conocer la verdad.
__Tu mamá está internada en un hospital para enfermos mentales…
__La pobrecita estaba muy enferma…
__Tuvimos que internarla engañada…
__Diciéndole que íbamos a llevarla a una gran fiesta…
__Sos una señorita y podés ir a verla.

* * * *

Por el largo pasillo de paredes descascaradas, Elda la vio venir caminando. Delgada, de guardapolvo gris. Se detuvo frente a ellas. Sin olor a perfume. Con el cabello corto y opaco, y gris. Con ojeras violetas, en alpargatas, sin collares, sin pulseras, con los ojos tan ausentes y apagados que era como si estuvieran recorriendo lejanísimos senderos de la muerte.
Tía Cecilia besó su mejilla hundida y murmuró:
__Esta es Elda.
Elda esperó el abrazo, la risa, la explosión de llanto, una mirada cómplice, la pregunta: “¿Qué me mandan decir los caracolillos?”. Pero una mano se extendió hacia su mano, y una voz sin matices dijo:
__Mucho gusto, señorita.
No pudo contestarle. No pudo hablar con ella. Rezó para que se pasara pronto la hora de visita. Tuvo que volver allí muchas veces. Porque tía Juana y tía Cecilia se lo exigían, le gritaban que estaba obligada a hacerlo, que su “pobre madre” bien lo merecía.

* * * *
 
Por eso, los domingos, de tres a cuatro, Elda se sienta junto a esa mujer de guardapolvo gris, que la trata de usted y le agradece con fría cortesía sus paquetes de masas, de caramelos, de galletitas saladas. Y la mira como con avidez. A veces, Elda pronuncia, con una recóndita esperanza, la palabra “caracoles”, y la mujer hace una mueca de asco y dice: “Ni se te ocurra traerme caracoles, jamás los comería, son repugnantes”.
Y Elda se va “hasta el domingo próximo”, y no entiende, no puede entender por qué le sacaron a su bella mamá con olor a heliotropos y jazmines, abridora de jaulas, fervorosa creyente de milagros, inventora de playas de harina en los cuartos de la casa, haciendo ruido con las veinte pulseras de su brazo… No entiende por qué le sacaron a su bella mamá para entregarle ésta, ahora, esta mamá de niebla.
Poldy Bird

No hay comentarios.:

Publicar un comentario