En toda la noche no pudo cerrar los ojos. Las ideas se le agolpaban i le martillaban las sienes con brutal insistencia. “Si mamá se fuese conmigo no sufriría”. Eran dos habitaciones pequeñas donde cinco personas en hacinamiento promiscuo asistían mutuamente a su drama. El techo bajo, anclaba las miradas del insomne. Al lado, el ronquido del ebrio vencido, se elevaba desde la cama matrimonial i taladraba los oídos de la atemorizada madre. “Ahora mismo no deberá estar allí; ¿o es que acaso no soi un hombre?” El barrio expresaba su hastío en el persistente i monótono ladrido del perro del boliche que invitaba vanamente a sus congéneres al concierto, en aquella hora en que nadie sabía que vivía nadie. “¡Ah! no; solo él, sí solo él lo sabía”. El reloj despertador precipitaba su isocronía grosera en el vacío interminable. “Quizás también mamá esté despierta... Pero no; si ha lavado todo el día la ropa de los Fernández i el cansancio debe haberla rendido”. “¿O es que acaso un borracho con su inclemencia monocorde i brutal puede mudar todo, hasta impedir la fatiga del músculo trabajado?” Dieron las 2. El reloj del Matadero cuyo ojo luminoso percibía en su angustia, introducido en la habitación, cual si fuese el de la madrina, que enterada de todo, poco guardaría el secreto, sí, el mismo reloj que viera aquella noche de su cumpleaños cuando la señora Inés le dijo que fuera por la mañana siguiente a buscar el regalo, que vió como una moneda de oro, grande, grande i reluciente, igual que la esfera de las horas, en las horas negras. El ronquido persistía implacable i se complacía en revolverse, cuando en el silencio del barrio, el eco le obligaba a dar un paseo por toda la casa, antes de perderse en la febril imaginación, que en ese instante precisamente, veía a la pobre madre golpeada i ofendida groseramente por la palabra incontrolada del beodo. Pero en cuando aclarara se vestiría i marcharía presuroso camino al frigorífico, i, esta vez sí, estaba seguro de que le darían trabajo.” El perro no cejaba en su estúpida insistencia; si al menos los otros, el de la madrina i el de la carnicería de don Felipe, u el otro, el del lechero, i... “Le mostraría sus manos i le diría al capataz soberbio de todas las mañanas; el que siempre le había dicho: –No hai...” Se revolvía en la cama i traspasaba la densa atmósfera violácea del estupor alcohólico, procurando ubicar las camas de los hermanitos, i ya sentía su estentóreo juramento de liberarlos a todos: “–No te aflijás, mamá, yo te llevaré conmigo...” “–Sí, también ellos vendrán con nosotros.” “–Pero Pedro, tú eres chico Pedro, i no podrás.” “¡Ah! no sabía cómo era de fuerte.” Pareció que abrían la puerta. “–Pedro, tú quieres trabajo aún?” Era el capataz, convertido en ángel, que le venía a buscar amorosamente, aunque lleno de lodo por los muchos kilómetros recorridos i el poco tiempo de que había dispuesto para alcanzar a llegar antes de que el pito se elevara en los aires, el último pito, i ya fuese tarde... “Pero entonces, lo que había creído era respiración forzada del...” “Y le diría: –Muchas gracias, señor, muchas gracias, en tanto con celeridad le tomaría la mano i se la besaría.” “–Anda tonto!, o es que crees que aquí empleamos a... –No señor, no; trabajes; ¡aprende a ser hombre, primero!” ¡Ah no!, eso no podía ser...” “¡Pero este maldito perro!” Sintió miedo i procuró evadirse de su angustia, cubriéndose la cabeza con las sábanas. Desde el otro cuarto un ruido se introdujo donde él i sus hermanitos estaban durm....; ...bueno, vamos, acostados.” La madre se había dado vuelta i un hondo suspiro había acallado por un segundo largo, largo (“como un frío cuchillo clavado en un abdomen obeso”) el constante ronquido terrorífico. “Don Felipe que es gordo i bueno, podía prestarse el suyo.” “–Sí, ese mismo don Felipe, mi papá necesita matar un chancho que le mandó desde Alcorta mi tío...” “–Sí don Felipe, mi tío... que es mui bueno i cuando viene siempre les trae golosinas.” “¡Pobrecitos! nada comen, ni siquiera un chocolatín para juntar las figuritas, porque la cuenta en lo de don Atilio, siempre la paga “él”, para que nadie se entere de lo que se gasta en vino.” Las 3 en el Matadero. “Cómo, ¿no había tocado el frigorífico?” “Qué raro que
atrasase ese reloj que nunca lo hacía.” Pasó alguien por frente a la casita resonando los ladrillos de la acera. Pasos largos i potentes como ahuyentando el miedo de cada árbol silbando su copa en la negra del barrio obrero. Alguien carraspeó. “A lo mejor es don Felipe que va a prepararse para abrir.” “No, no... don Felipe camina breve i sigiloso, como si siempre fuese a tirar contra los gatos confianzudos de la vecindad, la rajadera con que en el tajo parte los cráneos vacunos para poder extraer el blando i sanguinolento seso.” “–También podría, si precisa el cuchillo, prestarme el hachita...” “–Yo creo que igual podré... dijo..., podrá matarlo”. “–¿No le parece don Felipe?” “–Porque...” El beodo registró su más alto ronquido i lo quitó súbitamente de toda alegría. Cuatro campanadas cristalinas i el perro incansable se escucharon simultáneos. De repente, de nuevo la madre se dio vuelta en la cama, pesada, dolorosamente. –¿Duermes Pedro? No dormía, pero sintió mucho miedo. Le sorprendió aquella voz de siempre, anheloso i tierna, que le buscaba en medio de la noche alcohólica. I no contestó. “Pobre mamá, si sabe que no duermo...” Después nada. De improviso, Carlitos, el más pequeño... “Este año irá a la escuela i se quedará aún más sola; todo el día para... al final... –Sí, vamos, el arroyo ha crecido mucho i tú verás cómo están las Quebraditas llenas de gente. Todos van a verlo, violento i descompuesto.” “–Pero, ¡ten cuidado!, no te sueltes de mi mano, porque podrías caerte.” “Podríamos ir todos con “él”. Era el arroyo que había crecido tanto con las lluvias de los tres últimos días, que al arrojarse desde lo alto, hasta el pozo de la quebrada grande, producía una espiral coruscante de espuma, capaza de sumergir para siempre a toda la casa, en tanto dejaba escuchar un lejano bramido que el perro infatigable ahogaba. El borracho se quejó incoherentemente, entonces la habitación trepidó en el alma púber i el barrio recibió la alarma en la ronda del lejano agente que consumía el hastío de la guardia, bajo la incandescencia del foco de los Baños públicos. “Si al menos el capataz, esta mañana.” “¿Cuándo serán las cinco?...; o es que se piensan que nunca ha de llegar la hora en que los muchachos se hacen hombres, para decirles a sus mamás que allí están, que no tengan miedo, que pueden confiar en ellos, que aunque vengan dos i tres i cuatro, i... mil hombre borrachos, no les habrán de hacer nada.” Otros pasos más, ligeros, mui ligeros, como si llevasen a alguno que perdiera el tren. “¡Ese pero...!, ¡siempre solo!” “¿Pasos?” “Se estrega el barro.” “¿Quién podrá ser a esta hora?” Tiene ganas de gritar, pero piensa en cuantas cosas se producirían si él gritase. Hasta que de repente, suena la sirena del frigorífico, que preanuncia la entrada. “Faltan cinco minutos, no tengo tiempo, debo apurarme.” “–Por favor, don... deme trabajo, Ud. sabe, mamá...” Se ha tirado de la cama todo lo más despacio que ha podido. Toma los pantalones de sobre la silla, la camisa.. “Sí, en la latería... Yo sé... Como no, confíe, confíe; muchas gracias, mu...” Se le ha caído un botín... “–La pucha...!” En tanto el ruido sonoroso se expande y penetra en la otra pieza, se queda quieto esperando inhibido por un pánico mortal. ¡Silencio!!! “Qué suerte!... sino, todo perdido.” “Lavarme?; no hace falta... además, haría ruido.” Se ha puesto el saco. Está de pie. Se mueve. El ronquido entrecortado con los neologismos del delirio no cesa. I de nuevo la madre suspira anunciando otra vuelta más de su sobresaltado sueño. Caminar hacia la percha. “Dios quiera que no llegue tarde. Tendré que correr. –Muchas gracias, mu...” ¡Bum!!!... –¡Quién anda ahí!... ¡Pedro!... ¿Eres tú?... La voz de la madre se alza cada vez más, en el ámbito estrecho i Pedro sobrecogido, estático cual estatua, no responde, pensando que de nuevo, todo pase, “Mientras “él” no se despierte...” Ha cesado el ronquido. –¿Qué pasa Juana?...; es que no me dejarás dormir... con tus... –He oído ruido, sabes... –reclama tímida i recelosa, en un intento de justificación–. “......” Nada se mueve de este lado. Hasta el corazón de Pedro está suspenso en su ritmo vital. Cruje la cama en el otro. Pesadamente se descuelga el ebrio i destrozado el silencio por su tambaleante andar de semidormido que todo se lleva por delante, siempre Pedro, como “él” se acerca, en tanto su madre le dice: –Ten cuidado, podrían matarme. ¡No salgas!... –Calla tú, ¿dejarás de molestarme con tus lamentos de siempre?... Ahora está cruzando la puerta de comunicación. –¡Pedro!!!, vocifera su voz aguardentosa... Pedro ha cogido la percha, i en el preciso momento en que el ebrio va a dar luz, la levanta, dejándola caer sobre la cabeza enmarañada de su padre, con toda la fuerza de que son capaces sus dieciséis años núbiles i amargos. La madre corre, Pedro permanece atónito, i en el charco rojo crece, alcanza a abrazarse al parricida i decirle sollozante: -¿I ahora, Pedro...?
Rosario, 1941
Revista Paraná, 1. Invierno de 1941, pp. 111-116
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