Te paras al borde del abismo y ves el pueblo vecino, enfrente, en el
cerro que se empina ante tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas
altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos.
Sabes que en línea recta está muy cerca. Si caminaras al aire, en un
puente de hamacas suspendido ente los cerros, podrías llegar como el
pensamiento, en un instante.
Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma hasta
los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y
cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde
corre espumando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza,
para iniciar el ascenso metro tras metro. Muchas horas después llegas
cansado, lleno de sudor y lodo y volteas la cabeza para ver tu propio
pueblo a distancia, como antes viste la plaza en que estás ahora.
Ahí es donde le das la razón a don Pacífico Muñoz, don Chico, quien
no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es
inútil y a caballo tontería, que para estas tierras volar es indispensable.
Hace años que le escuchaste los primeros proyectos de vuelo y
contravuelo. Fue cuando sentado, como tu ahora, al borde del abismo
viendo al otro pueblo, dijo dándose un manotazo en las rodillas:
–¡Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado. Montañas y
montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan le ganá-
bamos a Chihuahua...! ¡Y ya vuelto llano a caminar más rápido! Pero así
como estamos, sólo vueltos pájaros para volar quisiéramos.
Y así fue como la locura del vuelo se le fue colocando entre oreja y
oreja a don Chico, como un sombrero de ensueño.
Volar fue la única pasión que le impulsaba el día, a otro día, a otro
mes, para seguir viviendo otro año y otro año más. Si no fuera por el
ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como
tú me comentaste el otro día.
Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, el cerro más alto para
contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que
viene de la selva. Allí, sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú
escuchaste muchas veces a don Chico:
–La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son
más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de
pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados,
los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas construcciones
perdidas en la selva y al fondo del mar.
Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos en
vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y
ríos, caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el
sueño, desde el aire de un sueño.
Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la
fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza,
tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la
cara y declarar muy serio:
–Señoras y señores: voy a volar...
Recordarás cómo todos subimos y bajamos la cabeza para decirle
que sí, que cómo no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentir
la risa alborotando el pecho y la barriga, y tú aguantándote.
Don Chico entró a su casa, tomó una gallina, la pesó minuciosamente,
anotó la lectura de la báscula, le midió la distancia que va de punta a
punta de las alas, anotó eso también y la regresó al corral.
Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación entre
el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad
y levantar el vuelo.
Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina para
tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en
su corral no había palomas.
Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso
de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y,
aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría
de construirse para poder volar, apuntó la cifra en su libreta, se
frotó las manos y se fue al parque.
El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor material
era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar
con un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho, lo
borró con el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa.
Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate, la dúctil
alfombra de palma.
Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran
pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la
gallina y no se atrevió a modificarla.
Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimnasia
y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo
aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos
abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía
nacer don Chico desde el centro de su cuerpo.
En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con
sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de
vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma.
En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió volar
antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el
arte complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que tales
convivios no eran nacidos de la admiración de su técnica sino del
interés de producir ventarrones en el patio que barrieran de hojas y
basura todo el piso.
Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No
se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se
sabe es que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don
Chico arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el
aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Detenía el movimiento, se
mojaba con saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría
de par en par las alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejante
a nuestro viejo escudo nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó
la pierna derecha contra el muro del campanario para tomar impulso,
apuntó la pierna izquierda hacia El Porvenir, que tal era el nombre de
la cantina que está enfrente de la iglesia, y se dispuso a iniciar la epopeya.
Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda:
–¿Va usted a volar, don Chico?
–Seguro –respondió.
–Y... ¿llegará lejos, don Chico?
–Lejísimo.
–¿Y de altura, don Chico?
–Altísimo.
–¿Al cielo llegará, don Chico?
–Al cielo mismo.
La cara de aquel que preguntaba se iluminó:
–Por vida suya, Don Chico, llévele al cielo este queso a mi mamá que
se murió con el antojo.
Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del impertinente
sin considerar el error que había cometido. No se sabe si fue
Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo.
Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y
don Chico siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas
y jamones para llevar al cielo.
Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la dirección
a El Porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en
el aire y quesos rodando por la calle.
Cuando el silencio volvió, alguien dijo:
–Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don
Chico vuela.
Eraclio Zepeda
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