domingo, 22 de marzo de 2015

La Andalucía trágica IV

LOS SOSTENES DE LA PATRIA
Esta mañana, a las ocho, don Luis ha venido a buscarme. ¿No conocéis a don Luis? ¿No conocéis a este hombre tan inteligente, tan discreto, tan bueno, tan abnegado, tan afable?
Don Luis es alto, cenceño, delgado; está un poco pálido; anda un poco encorvado; tose de rato en rato un poco. Y cuando se detiene en un corro de convecinos, en su marcha rápida, afanosa, febril, a través de las calles del pueblo, don Luis da unos fuertes resoplidos, se pasa la mano por la frente, atusa ligeramente su tupé y comienza a hablar con voz regia, imperativa, pintoresca, que poco a poco va apagándose, apagándose, hasta que don Luis calla de pronto, se lleva la mano al pecho y suspira con un leve suspiro.
—Señor Azorín, ¿estamos ya?
—Estamos ya, señor don Luis.
Y entonces comenzamos a andar por las calles anchas del pueblo; las saledizas, espaciosas rejas verdes, sobresalen en las aceras.
Luego nos internamos en las calles de los barrios obreros. Y hemos penetrado en un patizuelo blanco, empedrado, en que resonaban nuestros pasos.
—¡Gente!—ha gritado don Luis—. ¡El médico!
Seis u ocho puertas se abren en torno de todo el patio; levantamos la cortina que pende ante una de ellas. Y en este punto, por todas las demás puertas han ido saliendo los moradores de la casa. Y yo he visto estos rostros flácidos, exangües, distendidos, negrosos de los labriegos. Y estas mozas escuíílidas, encogidas en un rincón, como acobardadas, tal vez con una flor mustia entre el cabello crespo. Y estas viejecitas, acartonadas, avellanadas; estas viejocitas andaluzas que no comen nada jamás, jamás, jamás; estas viejecitas que juntan sus manos sarmentosas y suspiran «¡Vigen de Cante! ¡Vigen de Cante!». Don Luis, rápido, afectuoso, va viéndolos, examinándolos a todos: entra en un cuchitril; sale de otro; da a un mozo una palmada sobre el hombro; pasa la mano por la barbilla a un niño. Y después, cuando hemos salido de esta casa, ya en la calle, el buen doctor se quita su sombrero, se pasa la mano por la frente, se la lleva después al pecho y da un hondo suspiro.
—Señor doctor—le digo yo—. esto es verdaderamente terrible.
—Amigo Azorín—me dice él mirándome con sus anchos ojos entristecidos—, esto no puede ser.
Y ya hemos puesto nuestras plantas en otro patio blanco y empedrado.
—¡Gente!—grita don Luis—. ¡El médico!
Y otra vez vemos las caras angustiadas, trágicas y percibimos las respiraciones fatigosas, y oímos los plañidos sordos del dolor, y contemplamos las viejecitas acurrucadas en un rincón, que exclaman: «Vigen de Cante! ¡Vigen de Cante!» Don Luis parece que entre esta gente, durante un breve momento, hace un esfuerzo supremo, enorme: diríase que trata de iluminarse a sí mismo; su charla es ligera, amable; va presto de una parte a otra; sonríe; da esperanzas. Mas a poco, otra vez fuera, toda su energía cae súbitamente; sus ojos se apagan; su palabra se torna lenta y opaca. ¿Qué hay en este excelente, en este discretísimo don Luis que os hace pensar en un esfuerzo que fracasa, que no llega a su máximum? ¿Qué hay en este hombre que os recuerda esas vidas que han debido tener otros más anchos y luminosos destinos y que viven, sin embargo, obscurecidos, decaídos en un ambiente que no es el suyo?
—Don Luis—grito yo—, esto es terrible.
—Señor Azorín—me dice don Luis—, yo ya no puedo más; yo estoy enfermo. Yo no puedo continuar haciendo por más tiempo este esfuerzo que hago cada vez que entro en una de estas casas.
Y después, tras una breve pausa:
—Todos estos hombres, todos estos enfermos que hemos visto, son pobres: necesitan carne, caldo, leche. ¿Ve usted la ironía aterradora que hay en recomendar estas cosas a quien no dispone ni aun para comprar pan del más negro? Y esto ha de repetirse todos los dias en todas las casas forzosamente, fatalmente... Y la miseria va creciendo, extendiéndose, invadiéndolo todo: las ciudades, los campos, las aldeas. Casi todos los enfermos que acabamos de ver, señor Azorín, son tuberculosos: éste es el mal de Andalucía. No se come; la falta de nutrición trae la anemia; la anemia acarrea la tisis. En Madrid la mortalidad es del 34 por 100; en Sevilla rebasa esta cifra; en este pueblo donde yo ejerzo, en Lebrija, pasa del 40 por 100.
Hemos salido en nuestro paseo a las afueras de la ciudad; ante nosotros se extiende una llanura sembradiza de un color verde mustio, apagado, amarillento a trechos; en la línea del horizonte, un vapor que recorre el Guadalquivir pone sus sutiles manchones negros sobre el cielo radiante.
—Yo no sé—prosigue el buen doctor—qué solución tendrá a la larga este problema; lo cierto, lo innegable, es que de este modo es imposible vivir. No vivimos: morimos. Le he dado a usted el promedio de la mortalidad en este pueblo; ahora quiero especificar un poco más.
En 1899 ocurrieron aquí 461 fallecimientos. ¿Sabe usted de éstos cuántos corresponden a la tuberculosis? Cuarenta y seis, a más de 161 causados por enfermedades del aparato disgestivo, es decir, por escasa o malsana alimentación. En 1900, entre 450 muertos, 44 son tuberculosos, y 164 de las demás enfermedades citadas.
En 1901 las cifras son de 355, 38 y 82. En 1902 el horror sube de punto, puesto que de 431 fallecimientos 60 son tísicos y 219 de miseria fisiológica. Y en 1903 mueren 384, entre los que se cuentan 55 tuberculosos y 133 de las demás enfermedades dichas...
—Señor doctor—le digo yo a don Luis—, esto es un verdadero espanto.
—Señor Azorín—me dice el doctor—, ésta es la realidad, que yo me veo obligado a contemplar todos los días. Y sobre este dolor, en un medio tal de muerte y de ruina, ponga usted este antagonismo, este odio, cada día más poderoso, más terrible, entre el obrero y el patrono. Una honda diferencia separa a unos y a otros: el patrono rebaja y escatima en el jornal cuanto puede; el obrero dilata cuanto puede los descansos en el trabajo, y hace éste con la mayor desgana. Las tierras son cultivadas someramente. Enormes extensiones permanecen incultas, en tanto que los brazos están parados. Los señores viven hoscamente metidos en sus casas; no quieren saber nada de los trabajadores; no tienen trato ni comunicación con ellos. Y el odio de estos labriegos acorralados, exasperados, va creciendo, creciendo. En 1903, cuando la huelga famosa de Lebrija, todos los sirvientes de la ciudad se pusieron de parte de los huelguistas. Las mozas, instigadas y amenazadas por los novios, abandonaron las casas; las abandonaron también estas criadas viejas que llevan a nuestro lado quince o veinte años; las abandonaron asimismo las amas que amamantaban a los niños de los señores...
—Es increíble lo que usted me cuenta, señor doctor.
—Es la verdad escueta, señor Azorín. No hay tregua ni piedad en esta lucha, de momento en momento más enconada. Este obrero andaluz es bueno, es sencillo, es sumiso; pero en su cerebro se han metido dos ideas únicas, fundamentales, que constituyen a la hora presente toda su psicología; estas dos ideas son las siguientes: primera, «el amo es el enemigo»; segunda, las leyes se hacen para los ricos». No busque usted más; será completamente inútil. Esta no es una demagogia razonada, libresca, literaria: es un nihilismo instintivo, natural, espontáneo. Y es un nihilismo que fomenta el desvío de los señores, el desamparo del Estado, la inanición, la muerte lenta y angustiosa que la tuberculosis trae a estos cuerpos exangües...
—Doctor: cuando tocan de cerca estas realidades, todas las esperanzas que pudiéramos alimentar sobre una reconstrucción próxima de España, desaparecen. Yo no he nacido en esta tierra; yo conozco detalle por detalle sus claros y rientes pueblos de Levante. Y en estos pueblos yo oigo lamentarse también todos los dias, a los compañeros de usted, de los estragos que la tuberculosis hace entre los labriegos.
El doctor ha tornado a mirarme un momento fijamente con sus ojos ensoñadores, melancólicos. Después ha dicho, tendiéndome la mano:
—Y éste es el corolario desconsolador de nuestra charla: España es una nación agrícola; la poca o mucha consistencia de nuestro pueblo está en los campos; consideramos, entre todas las regiones españolas, como las más florecientes las del Mediodía y las de Levante. Y los labriegos de estas regiones, sostenes de la patria, hambrientos, consumidos, son diezmados por la tuberculosis.
Yo no he contestado nada al buen doctor, que, alto, cenceño, un poco echado hacia delante, se ha alejado rápidamente, afanoso, tosiendo, dando grandes zancadas, como huyendo de un espanto, de una angustia invisibles...

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