En los alrededores y dentro de las ruinas de San Ignacio, la sub-capital del Imperio
Jesuítico, se levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Constitúyenlo una
serie de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas, sobre una
loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la
cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la
colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear, al punto de que no es posible
ver abierto un camino vecinal, sin que en el acto un alemán, un español o un sirio, se instale
en el cruce con un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas
públicas: Comisaría, juzgado de Paz, Comisión Municipal, y una escuela mixta. Como nota
de color, existe en las mismas ruinas -invadidas por el bosque, como es sabido- un bar,
creado en los días de fiebre de la yerba-mate, cuando los capataces que descendían del Alto
Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una
botella de whisky. Alguna vez he relatado las características de aquel bar, y no volveremos
por hoy a él.
Pero en la época a que nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el
pueblo mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una
magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del Registro
Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.
La casita de este funcionario era de madera, con techo de tablillas de incienso dispuestas
como pizarras. El dispositivo es excelente si se usa de tablillas secas y barreneadas de
antemano. Pero cuando Orgaz montó el techo la madera era recién rajada, y el hombre la
afirmó a clavo limpio; con lo cual las tejas de incienso se abrieron y arquearon en su
extremidad libre hacia arriba, hasta dar un aspecto de erizo al techo del bungalow. Cuando llovía, Orgaz cambiaba ocho a diez veces de lugar su cama, y sus muebles tenían regueros
blancuzcos de agua.
Hemos insistido en este detalle de la casa de Orgaz, porque tal techo erizado absorbió
durante cuatro años las fuerzas del jefe del Registro Civil, sin darle apenas tiempo en los
días de tregua para sudar a la siesta estirando el alambrado, o perderse en el monte por dos
días, para aparecer por fin a la luz con la cabeza llena de hojarasca.
Orgaz era un hombre amigo de la naturaleza, que en sus malos momentos hablaba poco y
escuchaba en cambio con profunda atención un poco insolente. En el pueblo no se le
quería, pero se le respetaba. Pese a la democracia absoluta de Orgaz y a su fraternidad y
aun chacotas con los gentiles hombres de yerbas y autoridades -todos ellos en correctos
breeches-, había siempre una barrera de hielo que los separaba. No podía hallarse en ningún
acto de Orgaz el menor asomo de orgullo. Y esto precisamente: orgullo, era lo que se le
imputaba.
Algo, sin embargo, había dado lugar a esta impresión.
En los primeros tiempos de su llegada a San Ignacio, cuando Orgaz no era aún funcionario
y vivía solo en su meseta construyendo su techo erizado, recibió una invitación del director
de la escuela para que visitara el establecimiento. El director, naturalmente, se sentía
halagado de hacer los honores de su escuela a un individuo de la cultura de Orgaz.
Orgaz se encaminó allá a la mañana siguiente con su pantalón azul, sus botas y su camisa
de lienzo habitual. Pero lo hizo atravesando el monte, donde halló un lagarto de gran
tamaño que quiso conservar vivo, para lo cual le ató una liana al vientre. Salió por fin del
monte, e hizo de este modo su entrada en la escuela, ante cuyo portón el director y los
maestros lo aguardaban con una manga partida en dos, y arrastrando a su lagarto de la cola.
También en esos días los burros de Bouix ayudaron a fomentar la opinión que sobre Orgaz
se creaba.
Bouix era un francés que durante treinta años vivió en el país considerándolo suyo, y cuyos
animales vagaban libres devastando las míseras plantaciones de los vecinos. La ternera menos hábil de las hordas de Bouix era ya bastante astuta para cabecear horas enteras entre
los hilos del alambrado, hasta aflojarlos. Entonces no se conocía allá el alambre de púa. Pero
cuando se le conoció, quedaron los burritos de Bouix, que se echaban bajo el último
alambre, y allí bailaban de costado hasta pasar del otro lado. Nadie se quejaba: Bouix era el
juez de paz de San Ignacio.
Cuando Orgaz llegó allá, Bouix no era más juez. Pero sus burritos lo ignoraban, y
proseguían trotando por los caminos al atardecer en busca de una plantación tierna que
examinaban por sobre los alambres con los belfos trémulos y las orejas paradas.
Al llegarle su turno de devastación, Orgaz soportó pacientemente; estiró algunos alambres,
y se levantó algunas noches a correr desnudo por el rocío a los burritos que entraban hasta
en su carpa. Fue, por fin, a quejarse a Bouix, el cual llamó afanoso a todos sus hijos para
recomendarles que cuidaran a los burros que iban a molestar el "pobrecito señor Orgaz".
Los burritos continuaron libres y Orgaz tornó un par de veces a ver al francés cazurro, que
se lamentó y llamó de nuevo a palmadas a todos sus hijos, con el resultado anterior.
Orgaz puso entonces un letrero en el camino real, que decía:
iOjo! Los pastos de este potrero están envenenados.
Y por diez días descansó. Pero a la noche subsiguiente tornaba a oír el pasito sibiloso de los
burros que ascendían la meseta, y un poco más tarde oyó el rac-rac de las hojas de sus
palmeras arrancadas. Orgaz perdió la paciencia, y saliendo desnudo fusiló al primer burro
que halló por delante.
Con un muchacho mandó al día siguiente avisar a Bouix que en su casa había amanecido
muerto un burro. No fue el mismo Bouix a comprobar el inverosímil suceso, sino su hijo
mayor, un hombre tan alto como trigueño y tan trigueño como sombrío. El hosco muchacho
leyó el letrero al pasar el portón, y ascendió de mal talante a la meseta, donde Orgaz lo
esperaba con las manos en los bolsillos. Sin saludar apenas, el delegado de Bouix se
aproximó al burro muerto, y Orgaz hizo lo mismo. El muchachón giró un par de veces
alrededor del burro, mirándolo por todos lados.
-De cierto ha muerto anoche... -murmuró por fin-. Y de qué puede haber muerto...
En mitad del pescuezo, más flagrante que el día mismo, gritaba al sol la enorme herida de
bala.
-Quién sabe... Seguramente envenenado -repuso tranquilo Orgaz, sin quitar las manos de
los bolsillos.
Pero los burritos desaparecieron para siempre de la chacra de Orgaz.
Durante el primer año de sus funciones como jefe del Registro Civil, todo San Ignacio
protestó contra Orgaz, que arrasando con las disposiciones en rigor, había instalado la
oficina a media legua del pueblo. Allá, en el bungalow, en una piecita con piso de tierra,
muy oscurecida por la galería y por un gran mandarino que interceptaba casi la entrada, los
clientes esperaban indefectiblemente diez minutos, pues Orgaz no estaba o estaba con las
manos llenas de bleck. Por fin el funcionario anotaba a escape los datos en un papelito
cualquiera, y salía de la oficina antes que su cliente, a trepar de nuevo al techo.
En verdad, no fue otro el principal quehacer de Orgaz durante sus primeros cuatro años de
Misiones. En Misiones llueve, puede creerse, hasta poner a prueba dos chapas de zinc
superpuestas. Y Orgaz había construido su techo con tablillas empapadas por todo un otoño
de diluvio. Las planchas de Orgaz se estiraron literalmente; pero las tablillas del techo
sometidas a ese trabajo de sol y humedad levantaron todas sus extremos libres, con el
aspecto de erizo que hemos apuntado.
Visto desde abajo, desde las piezas sombrías, el techo aquel de madera oscura ofrecía la
particularidad de ser la parte más clara del interior, porque cada tablilla levantada en su
extremo ejercía de claraboya. Hallábanse, además, adornado con infinitos redondeles de
minio, marcas que Orgaz ponía con caña en las grietas, no por donde goteaba, sino vertía el
agua sobre su cama. Pero lo más particular eran los trozos de cuerda con que Orgaz calafateaba
su techo, y que ahora, desprendidas y pesadas de alquitrán, pendían inmóviles y
reflejaban filetes de luz, como víboras.
Orgaz había probado todo lo posible para remediar su techo. Ensayó cuñas de madera,
yeso, portland, cola al bicromato, aserrín alquitranado. En pos de dos años de tanteos en los
cuales no alcanzó a conocer, como sus antecesores más remotos, el placer de hallarse de
noche al abrigo de la lluvia, Orgaz fijó su atención en el elemento arpillera-bleck. Fue éste
un verdadero hallazgo, y el hombre reemplazó entonces todos los innobles remiendos de
portland y aserrín-maché por su negro cemento.
Cuantas personas iban a la oficina o pasaban en dirección al puerto nuevo, estaban seguras
de ver al funcionario sobre el techo. En pos de cada compostura, Orgaz esperaba una nueva
lluvia, y sin muchas ilusiones entraba a observar su eficacia. Las viejas claraboyas se
comportaban bien; pero nuevas grietas se habían abierto, que goteaban -naturalmente- en el
nuevo lugar donde Orgaz había puesto su cama.
Y en esta lucha constante entre la pobreza de recurso y un hombre que quería a toda costa
conquistar el más viejo ideal de la especie humana: un techo que lo resguarde del agua, fue
sorprendido Orgaz por donde más había pecado.
Las horas de oficina de Orgaz eran de siete a once. Ya hemos visto cómo atendía en general
sus funciones. Cuando el jefe de Registro Civil estaba en el monte o entre su mandioca, el
muchacho lo llamaba con la turbina de la máquina de matar hormigas. Orgaz ascendía la
ladera con la azada al hombro o el machete pendiente de la mano, deseando con toda el alma
que hubiera pasado un solo minuto después de las once. Traspasada esta hora, no había
modo de que el funcionario atendiera su oficina.
En una de estas ocasiones, mientras Orgaz bajaba del techo del bungalow, el cencerro del
portoncito sonó. Orgaz echó una ojeada al reloj: eran las once y cinco minutos. Fue en
consecuencia tranquilo a lavarse las manos en la piedra de afilar, sin prestar atención al
muchacho que le decía:
-Hay gente, patrón.
-Que venga mañana.
-Se lo dije, pero dice que es el Inspector de justicia...
-Esto es otra cosa; que espere un momento -repuso Orgaz. Y continuó frotándose con grasa
los antebrazos negros de bleck, en tanto que su ceño se fruncía cada vez más.
En efecto, sobrábanle motivos.
Orgaz había solicitado el nombramiento de juez de paz y jefe del Registro Civil para vivir.
No tenía amor alguno a sus funciones, bien que administrara justicia -sentado en una
esquina de la mesa y con una llave inglesa en las manos- con perfecta equidad. Pero el
Registro Civil era su pesadilla. Debía llevar al día, y por partida doble, los libros de actas de
nacimientos, de defunciones y de matrimonio. La mitad de las veces era arrancado por la
turbina a sus tareas de chacra, y la otra mitad se le interrumpía en pleno estudio, sobre el
techo, de algún cemento que iba por fin a depararle cama seca cuando llovía. Apuntaba así
a escape los datos demográficos en el primer papel que hallaba a mano, y huía de la oficina.
Luego, la tarea inacabable de llamar a los testigos para firmar las actas, pues cada peón
ofrecía como tales, a gente rarísima que no salía jamás del monte. De aquí, inquietudes que
Orgaz solucionó el primer año del mejor modo posible, pero que lo cansaron del todo de
sus funciones.
-Estamos lucidos -se decía, mientras concluía de quitarse el bleck y afilaba en el aire, por
costumbre-. Si escapo de ésta, tengo suerte...
Fue por fin a la oficina oscura, donde el inspector observaba atentamente la mesa en
desorden, las dos únicas sillas, el piso de tierra, y alguna media en los tirantes del techo,
llevada allá por las ratas.
El hombre no ignoraba quién era Orgaz, y durante un rato ambos charlaron de cosas bien
ajenas a la oficina. Pero cuando el inspector del Registro Civil entró fríamente en
funciones, la cosa fue muy distinta.
En aquel tiempo los libros de actas permanecían en las oficinas locales, donde eran
inspeccionados cada año. Así por lo menos debía hacerse. Pero en la práctica transcurrían
años sin que la inspección se efectuara, y hasta cuatro años, como en el caso de Orgaz. De modo que el inspector cayó sobre veinticuatro libros del Registro Civil, doce de los cuales
tenían sus actas sin firmas, y los otros doce estaban totalmente en blanco.
El inspector hojeaba despacio libro tras libro, sin levantar los ojos. Orgaz, sentado en la
esquina de la mesa, tampoco decía nada. El visitante no perdonaba una sola página; una por
una, iba pasando lentamente las hojas en blanco. Y no había en la pieza otra manifestación
de vida -aunque sobrecargada de intención- que el implacable crujido de papel de hilo al
voltear, y el vaivén infatigable de la bota de Orgaz.
-Bien -dijo por fin el inspector-. ¿Y las actas correspondientes a estos doce libros en
blanco?
Volviéndose a medias, Orgaz cogió una lata de galletitas y la volcó sin decir palabra sobre
la mesa, que desbordó de papelitos de todo aspecto y clase, especialmente de estraza, que
conservaban huellas de los herbarios de Orgaz. Los papelitos aquellos, escritos con lápices
grasos de marcar madera en el monte -amarillos, azules y rojos-, hacían un bonito efecto,
que el funcionario inspector consideró un largo momento. Y después consideró otro
momento a Orgaz.
-Muy bien -exclamó-. Es la primera vez que veo libros como éstos. Dos años enteros de
actas sin firmar. Y el resto en la lata de galletitas. Bien, señor. Nada más me queda por
hacer aquí.
Pero ante el aspecto de duro trabajo y las manos lastimadas de Orgaz, reaccionó un tanto.
-¡Magnífico, usted! -le dijo-. No se ha tomado siquiera el trabajo de cambiar cada año la
edad de sus dos únicos testigos. Son siempre los mismos en cuatro años y veinticuatro
libros de actas. Siempre tienen veinticuatro años el uno, y treinta y seis el otro. Y este
carnaval de papelitos... Usted es un funcionario del Estado. El Estado le paga para que
desempeñe sus funciones. ¿Es cierto?
-Es cierto -repuso Orgaz.
-Bien. Por la centésima parte de esto, usted merecía no quedar un día más en su oficina.
Pero no quiero proceder. Le doy tres días de tiempo -agregó mirando el reloj-. De aquí a
tres días estoy en Posadas y duermo a bordo a las once. Le doy tiempo hasta las diez de la
noche del sábado para que me lleve los libros en forma. En caso contrario, procedo.
¿Entendido?
-Perfectamente -comentó Orgaz.
Y acompañó hasta el portón a su visitante, que lo saludó desabridamente al partir al galope.
Orgaz ascendió sin prisa el pedregullo volcánico que rodaba bajo sus pies. Negra, más
negra que las placas de bleck de su techo caldeado, era la tarea que lo esperaba. Calculó
mentalmente, a tantos minutos por acta, el tiempo de que disponía para salvar su puesto, y
con él la libertad de proseguir sus problemas hidrófugos. No tenía Orgaz otros recursos que
los que el Estado le suministraba por llevar al día sus libros del Registro Civil. Debía, pues,
conquistar la buena voluntad del Estado, que acababa de suspender de un finísimo hilo su
empleo.
En consecuencia, Orgaz concluyó de desterrar de sus manos con tabatinga todo rastro de
alquitrán, y se sentó a la mesa a llenar doce grandes libres del Registro Civil Solo, jamás
hubiera llevado a cabo su tarea en el tiempo emplazado. Pero su muchacho lo ayudó,
dictándole.
Era éste un chico polaco, de doce años, pelirrojo y todo él anaranjado de pecas. Tenía las
pestañas tan rubias que ni de perfil se le notaban, y llevaba siempre la gorra sobre los ojos,
porque la luz le dañaba la vista. Prestaba sus servicios a Orgaz y le cocinaba siempre un
mismo plato que su patrón y él comían juntos bajo el mandarino.
Pero en esos tres días, el horno de ensayo de Orgaz, y que el polaquito usaba de cocina, no
funcionó. La madre del muchacho quedó encargada de traer todas las mañanas a la meseta
mandioca asada.
Frente a frente en la oficina oscura y caldeada como una barbacúa Orgaz y su secretario
trabajaron sin moverse, el jefe desnudo desde la cintura arriba, y su ayudante con la gorra sobre la nariz, aun allá adentro. Durante tres días no se oyó sino la voz cantante de
escuelero del polaquito, y el bajo con que Orgaz afirmaba las últimas palabras. De vez en
cuando comían galleta o mandioca, sin interrumpir su tarea. Así hasta la caída de la tarde.
Y cuando por fin Orgaz se arrastraba costeando los bambúes a bañarse, sus dos manos en la
cintura o levantadas en alto hablaban muy claro de su fatiga.
El viento norte soplaba esos días sin tregua; inmediato al techo de la oficina, el aire
ondulaba de calor. Era, sin embargo, aquella pieza de tierra el único rincón sombrío de la
meseta; y desde adentro los escribientes veían por bajo el mandarino reverberar un
cuadrilátero de arena que vibraba al blanco, y parecía zumbar con la siesta entera.
Tras el baño de Orgaz, la tarea recomenzaba de noche. Llevaban la mesa afuera, bajo la
atmósfera quieta y sofocante. Entre las palmeras de la meseta, tan rígidas y negras que
alcanzaban a recortarse contra las tinieblas, los escribientes proseguían llenando las hojas
del Registro Civil a la luz del farol de viento, entre un nimbo de mariposillas de raso policromo,
que caían en enjambres al pie del farol e irradiaban en tropel sobre las hojas en
blanco. Con lo cual la tarea se volvía más pesada, pues si dichas mariposillas vestidas de
baile son lo más bello que ofrece Misiones en una noche de asfixia, nada hay también más
tenaz que el avance de esas damitas de seda contra la pluma de un hombre que ya no puede
sostenerla ni soltarla.
Orgaz durmió cuatro horas en los últimos dos días, y la última noche no durmió, solo en la
meseta con sus palmeras, su farol de viento y sus mariposas. El cielo estaba tan cargado y
bajo que Orgaz lo sentía comenzar desde su misma frente. A altas horas, sin embargo,
creyó oír a través del silencio un rumor profundo y lejano, el tronar de la lluvia sobre el
monte. Esa tarde, en efecto, había visto muy oscuro el horizonte del sudeste.
-Con tal que el Yabebirí no haga de las suyas... -se dijo, mirando a través de las tinieblas.
El alba apuntó por fin, salió el sol, y Orgaz volvió a la oficina con su farol de viento que
olvidó prendido en un rincón e iluminaba el piso. Continuaba escribiendo, solo. Y cuando a
las diez el polaquito despertó por fin de su fatiga, tuvo aún tiempo de ayudar a su patrón,
que a las dos de la tarde, con la cara grasienta y de color tierra, tiró la pluma y se echó literalmente sobre los brazos en cuya posición quedó largo rato tan inmóvil que no se le
veía respirar.
Había concluido. Después de sesenta y tres horas, una tras otra, ante el cuadrilátero de
arena caldeada al blanco o en la mesa lóbrega, sus veinticuatro libros del Registro Civil
quedaban en forma. Pero había perdido la lancha a Posadas que salía a la una y no le
quedaba ahora otro recurso que ir hasta allá a caballo.
Orgaz observó el tiempo mientras ensillaba su animal. El cielo estaba blanco, y el sol,
aunque velado por los vapores, quemaba como fuego. Desde las sierras escalonadas del
Paraguay, desde la cuenca fluvial del sudeste, llegaba una impresión de humedad, de selva
mojada y caliente. Pero mientras en todos los confines del horizonte los golpes de agua
lívida rayaban el cielo, San Ignacio continuaba calcinándose ahogado.
Bajo tal tiempo, pues, Orgaz trotó y galopó cuanto pudo en dirección a Posadas. Descendió
la loma del cementerio nuevo y entró en el valle de Yabebirí, ante cuyo río tuvo la primera
sorpresa mientras esperaba la balsa: una fimbria de palitos burbujeantes se adhería a la
playa.
-Creciendo -dijo al viajero el hombre de la balsa-. Llovió grande este día y anoche por las
nacientes...
-¿Y más abajo? -preguntó Orgaz.
-Llovió grande también...
Orgaz no se había equivocado, pues, al oír la noche anterior el tronido de la lluvia sobre el
bosque lejano. Intranquilo ahora por el paso del Garupáb, cuyas crecidas súbitas sólo
pueden compararse con las del Yabebirí, Orgaz ascendió al galope las faldas de Loreto,
destrozando en sus pedregales de basalto los cascos de su caballo. Desde la altiplanicie que
tenía ante su vista un inmenso país, vio todo el sector de cielo, desde el este hasta el sur,
hinchado de agua azul, y el bosque, ahogado de lluvia, diluido tras la blanca humareda de
vapores. No había ya sol, y una imperceptible brisa se infiltraba por momentos en la calma asfixiante. Se sentía el contacto del agua, el diluvio subsiguiente a las grandes sequías. Y
Orgaz pasó al galope por Santa Ana, y llegó a Candelarias.
Tuvo allí la segunda sorpresa, si bien prevista: el Garupá bajaba cargado con cuatro días de
temporal y no daba paso. Ni vado ni balsa; sólo basura fermentada ondulando entre las
pajas, y en el canal, palos y agua estirada a toda velocidad.
¿Qué hacer? Eran las cinco de la tarde. Otras cinco horas más, y el inspector subía a dormir
a bordo. No quedaba a Orgaz otro recurso que alcanzar el Paraná y meter los pies en la
primera guabiroba que hallara embicada en la playa.
Fue lo que hizo; y cuando la tarde comenzaba a oscurecer bajo la mayor amenaza de
tempestad que haya ofrecido cielo alguno, Orgaz descendía del Paraná en una canoa
tronchada en su tercio, rematada con una lata, y por cuyos agujeros el agua entraba en
bigotes.
Durante un rato el dueño de la canoa paleó perezosamente por el medio del río; pero como
llevaba caña adquirida con el anticipo de Orgaz, pronto prefirió filosofar a medias palabras
con una y otra costa. Por lo cual Orgaz se apoderó de la pala, a tiempo que un brusco golpe
de viento fresco, casi invernal, erizaba como un rallador todo el río. La lluvia llegaba, no se
veía ya la costa argentina. Y con las primeras gotas macizas Orgaz pensó en sus libros,
apenas reguardados por la tela de la maleta. Quitóse el saco y la camisa, cubrió con ellos
sus libros y empuñó el remo de proa. El indio trabajaba también, inquieto ante la tormenta.
Y bajo el diluvio que cribaba el agua, los dos individuos sostuvieron la canoa en el canal,
remando vigorosamente, con el horizonte a veinte metros y encerrados en un círculo
blanco.
El viaje por el canal favorecía la marcha, y Orgaz se mantuvo en él cuanto pudo. Pero el
viento arreciaba; y el Paraná, que entre Candelaria y Posadas se ensancha como un mar, se
encrespaba en grandes olas locas. Orgaz se había sentado sobre los libros para salvarlos del
agua que rompía contra la lata e inundaba la canoa. No pudo, sin embargo, sostenerse más,
y a trueque de llegar tarde a Posadas, enfiló hacia la costa. Y si la canoa cargada de agua y cogida de costado por las olas no se hundió en el trayecto, se debe que a veces pasan estas
inexplicables cosas.
La lluvia proseguía cerradísima. Los dos hombres salieron de la canoa chorreando agua y
como enflaquecidos, y al trepar la barranca vieron una lívida sombra a corta distancia. El
ceño de Orgaz se distendió, y con el corazón puesto en sus libros que salvaba así
milagrosamente, corrió a guarecerse allá.
Se hallaba en un viejo galpón de secar ladrillos. Orgaz se sentó en una piedra entre la
ceniza, mientras a la entrada misma, en cuclillas y con la cara entre las manos, el indio de la
canoa esperaba tranquilo al final de la lluvia que tronaba sobre el techo de zinc, y parecía
precipitar cada vez más su ritmo hasta un rugido de vértigo.
Orgaz miraba también afuera. ¡Qué interminable día! Tenía la sensación de que hacía un
mes que había salido de San Ignacio. El Yabebirí creciendo... la mandioca asada... la noche
que pasó solo escribiendo... el cuadrilátero blanco durante doce horas...
Lejos, lejano le parecía todo eso. Estaba empapado y le dolía atrozmente la cintura; pero
esto no era nada en comparación del sueño. ¡Si pudiera dormir, dormir un instante siquiera!
Ni aun esto, aunque hubiera podido hacerlo, porque la ceniza saltaba de piques. Orgaz
volcó el agua de las botas y se calzó de nuevo, yendo a observar el tiempo.
Bruscamente la lluvia había cesado. El crepúsculo calmo se ahogaba de humedad y Orgaz
no podía engañarse ante aquella efímera tregua que al avanzar la noche se resolvería en
nuevo diluvio. Decidió aprovecharla, y emprendió la marcha a pie.
En seis o siete kilómetros calculaba la distancia a Posadas. En tiempo normal, aquello
hubiera sido un juego; pero en la arcilla empapada las botas de un hombre exhausto
resbalan sin avanzar, y aquellos siete kilómetros los cumplió Orgaz teniendo de la cintura
abajo las tinieblas más densas, y más arriba, el resplandor de los focos eléctricos de
Posadas.
Sufrimiento, tormento de falta de sueño zumbándole dentro de la cabeza, que parece abrirse
por varios lados; cansancio extremo y demás, sobrábanle a Orgaz. Pero lo que lo dominaba era el contento de sí mismo. Cerníase por encima de todo la satisfacción de haberse
rehabilitado, así fuera ante un inspector de justicia. Orgaz no había nacido para ser
funcionario público, ni lo era casi, según hemos visto. Pero sentía en el corazón el dulce
calor que conforta a un hombre cuando ha trabajado duramente por cumplir un simple
deber, y prosiguió avanzando cuadra tras cuadra, hasta ver la luz de los arcos, pero ya no
reflejada en el cielo, sino entre los mismos carbones, que lo enceguecían.
El reloj del hotel daba diez campanadas cuando el Inspector de justicia, que cerraba su
valija, vio entrar a un hombre lívido, embarrado hasta la cabeza y con las señales más
acabadas de caer, si dejaba de adherirse al marco de la puerta.
Durante un rato el inspector quedó mudo mirando al individuo. Pero cuando éste logró
avanzar y puso los libros sobre la mesa, reconoció entonces a Orgaz, aunque sin explicarse
poco ni mucho su presencia en tal estado y a tal hora.
-¿Y esto? -preguntó, indicando los libros.
-Como usted me los pidió -dijo Orgaz-. Están en forma.
El inspector miró a Orgaz, consideró un momento su aspecto, y recordando entonces el
incidente en la oficina de aquél, se echó a reír muy cordialmente, mientras le palmeaba el
hombro:
-¡Pero si yo le dije que me los trajera por decirle algo, nada más! ¡Había sido zonzo, amigo!
¡Para qué se tomó todo ese trabajo!
Un mediodía de fuego estábamos con Orgaz sobre el techo de su casa; y mientras aquél
introducía entre las tablillas de incienso pesados rollos de arpillera y bleck, me contó esta
historia.
No hizo comentario alguno al concluirla. Con los nuevos años transcurridos desde
entonces, yo ignoro qué había en aquel momento en las páginas de su Registro Civil, y en
su lata de galletitas. Pero en pos de la satisfacción ofrecida aquella noche a Orgaz, no
hubiera yo querido por nada ser el inspector de esos libros.
Horacio Quiroga
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