(La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su
abuela desalmada, 1987)
Los primeros niños que vieron el
promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la
ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni
arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la
playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los
restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces
descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo
y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la
voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más
próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como
un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva
y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el
suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas
si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo
después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor
del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano,
porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara
para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de
tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un
cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el
temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les
iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era
manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se
encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar
en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los
pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el
lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos
y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo
hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas,
y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre
laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez,
pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco
la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente
cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era,
y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el
más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo
estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama
bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le
vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni
los zapatos del mejor plantado.
Fascinadas por su desproporción y su
hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen
pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera
continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando
el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca
tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían
que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre
magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas,
el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas
maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban
que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo
llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que
hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera
podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus
propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo
que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el
fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por estos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las
mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión
que compasión, suspiró:
–Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó
con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más
porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al
ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera
llamarse Lautaro1.
Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal
cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón
hacían saltar los botones de la camisa. Después de la medianoche se adelgazaron
los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio
acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido,
las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la
barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que
resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron
cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta
después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio
lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie
en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de
mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le
suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él
recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien,
con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo
mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no
pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca
que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva
el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué
bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver
un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo
para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas
de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar.
Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y
mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les
iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el
hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre
Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado
no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre
las lágrimas.
–¡Bendito sea Dios –suspiraron–: es
nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos
aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas
averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el
estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y
sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras,
y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del
cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de
buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde
los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las
malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con
otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a
las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando
amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al
ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle
una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte
donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres
se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué
objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos
estoperoles2 y
calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas
seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando,
mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los
hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto
al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada
por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también
los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo
para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho sir Walter Raleigh3, quizás hasta ellos se habrían
impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su
arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y
allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de
sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó
con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado,
de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera
sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse,
en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar
ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no
molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver
conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más
suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que
sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta
ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de
Esteban.
Fue así como le hicieron los
funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito.
Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos
regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por
más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas
flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió
devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los
mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él
todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos
marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y
se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas
de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la
pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia
por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la
estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo
soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos
retuvieron el aliento durante la fracción
de siglos que demoró la caída del
cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros
para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás.
Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban
a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes,
para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con
los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el
bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar
las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban
a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en
los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros
de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar,
y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas,
miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de
las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los
girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.
Gabriel García Marquéz
1 Lautaro. Así se llama uno
de los personajes legendarios de la épica americana
2 estoperol. Tachuela grande,
de cabeza dorada o plateada, con que suelen adornarse cofres, sillerías y otros
objetos
3 Sir Walter Raleigh. Famosísimo
pirata inglés de la época isabelina
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