miércoles, 27 de enero de 2016

El psicoanálisis (Velmiro A. Gauna)

En el amplio rancho donde funcionaba la comisaría de Capibara-Cué se encontraban, en la mañana de un cálido verano, los más distinguidos representantes de la autoridad policial lugareña, vale decir, don Frutos Gómez, el comisario; Luis Arzásola, el oficial sumariante y el cabo Leiva, amén de un agente que cebaba mate para los tres primeros. La conversación, aburrida por falta de temas, se arrastraba de silencio en silencio, cuando Arzásola, de pronto, interrogó:
—¿Conoce usted el psicoanálisis, don Frutos?
—No m'hijo... Ese circo nunca vino pu acá.
El cabo Leiva interrumpió diciendo:
—Circo lindo era el Olivood, Joligú que el decían algunos que se daban de leídos... Traiban una mocita alambrera con unos pantaloncito muy ajustaos que sabía hacer unas pruebas de equilirbio muy difíciles...
— ¡Pero, no!... No hablaba de eso, yo dije psicoanálisis...
—Ya te dije nicó que el Circo Análisi no vino pu acá, al meno dende que soy comesario. ¿Gringos los dueños, pa?
—¿Qué dueños?
—Los del circo... los Análisi esos, pues...
— ¡Oh, señor!... Parece que lo hiciera a propósito... yo dije psicoanálisis, de psico, que quiere decir: alma y análisis, investigación o sea la investigación del alma.
—¿Y por qué pa no haula en crestiano, m'hijo? Yo a esos idiomas extranjeros no loj entiendo.
—Yo sí... —dijo el cabo vanidosamente— ¡Y hay que oír cómo haulamos con el míster 'e la estancia!
— ¡Pero si apenas sabes la castilla qué vas a haular en gringo! —se rió el comisario.
—Y de no, don Frutos... Fasilidá que tiene uno.
—Pero eso es imposible —exclamó el oficial—. ¿Cómo va a hablar un idioma sin conocerlo?
—Yo no sé, pero cuando él me ve, me dice: Tuyuyú hú (Cigüeña negra) y yo le contesto: Juera
güey pirú (Fuera buey flaco). Dispué me dice Uruguay y yo li rispondo Paraguay...
— ¡Ja... ja!... —se lanzó a reír Arzásola—. ¡Qué fantástico! ¿Sabe lo que pasa, comisario?
—No... Y si vo sabe esplieate pue.
—Muy bien. El inglés le dice "How do you do? " que quiere decir: "¿Cómo le va? " y cree que Leiva le contesta: "Very well, thank you" o sea: "Muy bien, gracias". Entonces se despide diciéndole: "Good bye" que significa "Adiós" y se va convencido que el cabo le ha contestado lo mismo. Lo que pasa es que en inglés esas palabras se pronuncian de manera muy parecida a lo que él entiende.
— ¡Vea si serán atravesados los gringos pa la conversa! —dijo el aludido—. Si alguna ve me nuembran comesario del mundo yo les vua a obligar a todos a que haulen bien, así como haulamos nosotro u seáse en castilla o guaraní, lo idioma 'el crestiano y no ese entreviere 'e palabras.
—Bien —continuó el oficial—; volviendo al psicoanálisis, es una ciencia muy útil para la policía.
— ¡No digas! —expresó don Frutos, interesado.
—Sí comisario. Mediante preguntas bien calculadas se consigue que el delincuente sea delatado en sus respuestas por el subconsciente.
— ¡Qué lástima que aquí no haiga subconsciente! Supo haber un subcomisario y una ve vino un subteniente pa las elesiones, pero subconsciente no conocí... ¿Y qué grado es?¿Encima 'e sargento pa*?
—El subconsciente... —siguió el oficial sumariante con inagotable paciencia— es aquella parte de ...
—Párate m'hijo —interrumpió don Frutos— que aquí viene doña Moncha muy apurada... Vamo a ver qué le pasa.
La noticia que trajo la buena mujer fue que, cerca del boliche, detrás de un corral, habían encontrado, malamente herido, a don Casiano, el resero, por lo que lo habían llevado, sin pérdida de tiempo, a casa de doña Belén, la curandera.
Rápidamente fueron hacia el rancho de la "médica" y allí hallaron al hombre, tendido sobre el lecho, con la cabeza y el hombro derecho vendados, en estado de semiinconsciencia.
—¿Qué tal, pa, doña Belén? ¿Hay peligro que se corte?
—No, don Frutos ... Ya dentro a bajarle la fiebre, pero va a tener pa rat...
—¿No dijo nada?
—Nada, se quejaba nomás.
Él comisario lo observó detenidamente y volvió a preguntar:
-¿Algún hachazo o qué?
—Pa mí... —respondió la vieja— un garrotazo que le agarró 'e refilón la cabeza y le rompió
l'islilla...
-¡Ah!
—Endemá tenía los bolsillos 'e la blusa daos güelta y sin un peso.
—Pa robarlo entonse jue . . .
—Sí, pero no le encontraron una bolsita llena 'e plata que tenía colgada del pecho... Aquí está.
—Güeno —dijo don Frutos—, vua llevarla a la comesaría pa que allí la reclame cuando sane. De mientras cuídelo, doña . . .
—Pierda cuidao, don Frutos, como si juera 'e la familia lo voy a tener.
Los policías se despidieron y fueron al lugar donde se había encontrado al herido. Numerosos árboles rodeaban un corral de palo a pique. Muy cerca del mismo pasaba un tortuoso sendero que, no lejos de allí, empalmaba con el camino real.
—Don Casiano haberá dejao el boliche medio en tranca y agarrao pu aquí como de costumbre, porque es más cerca —explicó el comisario.
—El malhechor, sin duda —intervino el oficial— lo habrá esperado escondido detrás de esos troncos.
—Ansí parece —confirmó el superior.
Observaron el lugar donde el hombre había caído. El fino polvo estaba aplastado y conservaba malamente la forma del cuerpo. Unas manchas oscuras, eran los rastros que quedaban de la sangre vertida. A su alrededor había confusas pisadas de hombres y animales. Revisaron concienzudamente el lugar y hallaron entre la hierba algunas monedas y una gruesa rama con rojizas señales.
—Con esto le pegaron —exclamó el oficial— Si pudiéramos sacarles las impresiones digitales...
—Nú hace falta. Déjame estudear el asunto. Pa mí el creminal lo esperó escuendído atra 'e ¿se paraíso y cuando el viejo Casiano pasó le abajó el garrotazo. Felismente di apurao o por ía escuridá le erró el viscachazo y por eso le agarró el costao 'e la cabeza y le rompió el güesito ese del hombro.
—La clavícula, señor.
—Será, pa nojotro es l'islilla. Dispué le revisó y le sacó la plata que encuentro en la blusa.
—Si le acierta bien lo dijuntea —afirmó el cabo Leiva.
—Meno mal, ansí sólo tendremos que meterlo preso por robo y heridas y no por muerte qu'es cosa más seria.
—Pero antes hay que saber quién es, señor.
— ¡Claro, pué! Pero ya lo agarraremos... Por más que quiera esconderse al zorrino lo traiciona l'olor.
El comisario fue y habló con don Pedro, el bolichero, luego consultó con los parroquianos que habían estado esa noche en el negocio. De un rancho se trasladó a otro, conversó, tomó mate, siguió conversando y tomando mates y, cuando hubo efectuado todas sus averiguaciones, quedó con dos sospechosos alojados en la comisaría.
Eran dos peones que habían conducido una tropa de hacienda para el carnicero y luego habían permanecido en el pueblo a la espera de otra changa.
Los dos habían estado en el negocio jugando al monte la noche anterior y salido con intervalos de minutos, un rato antes que don Casiano, y sus explicaciones no eran muy satisfactorias.
Uno decía que, como había perdido todo lo que llevaba encima había ido hasta donde se alojaba a buscar más dinero y que, al volver, encontró el negocio cerrado por lo cual volvió a dormir.
El otro dijo que, después que perdió los veinte pesos que se había propuesto arriesgar esa noche y, para no volver a caer en la tentación, salió a caminar y se estuvo un largo rato sentado sobre una piedra a orillas del río.
Ninguno, sin embargo, pudo citar testigos o presentar pruebas en favor de su aserto.
—Pa mí —decía el comisario— es uno de estos dos. L'otra gente qu'estuvo esa noche son gente vieja 'el pueblo y no son capaces 'e una jechuría mesejante con don Casiano. ¿Y a vo qué te parece oficial?
—Yo comparto su opinión, señor.
—Güeno, ¿pero cómo hasemo pa saber quién es?
—Si usté me deja, don Fruto —dijo el cabo Leiva— a lo mejor yo li hago hablar con una güeña estaquiada...
— ¡No sea bárbaro, cabo! —saltó Arzásola—, hay que proceder con métodos humanos.
—Güeno —accedió don Frutos—, te los dejo a vo hasta mañana. L'único que te pido es que los tengas sin comer y sin darles agua. ¡Total! 'un día de ayuno no hace mal a ninguno.
Un poco a regañadientes el oficial consintió a esta última petición y procedió a interrogarlos.
Toda la noche estuvo valiéndose de las preguntas más sutiles sin ningún resultado. Finalmente, perdida su paciencia, gritó y amenazó con gran contento del cabo Leiva y del agente de turno pero tampoco obtuvo fruto alguno. Cuando, cansado, renunció a su tarea para ir a dormir no había sacado nada en limpio.
Él también tenía el convencimiento que uno de los dos era culpable, pero no acertaba a determinar cuál de ellos con precisión. Desesperado acudió a sus libros y, a la mañana siguiente, después de saludar a don Frutos, dijo:
—Vea, comisario, ayer no conseguí nada, pero hoy espero tener éxito porque voy a aplicar el psicoanálisis.
—Métele nomá, muchacho . . . L'único que te repito es que los tengas sin comer y sin agua mesmo que si jueran a comulgar. Eso ayuda.
El oficial hizo traer a uno de los detenidos y le dijo:
—Le voy a decir una serie de palabras y usted me va a contestar lo primero que le venga a la cabeza. ¿Entendió?
-No.
Una y otra vez repitió Arzásola su explicación y, al final logró hacerse entender.
Empezó:
—Blanco.
—Blanco.
—Rancho.
—Rancho.
— ¡Oh! dígame otra cosa, lo primero que se le ocurra.
—Y no se me ocurre nada, pue, sino lo que usté me dice.
Después de luchar media mañana decidió probar con el otro de modo diferente.
—Vea, —le dijo— aquí tiene una serie de palabras. Léalas y abajo de cada una de ellas escriba lo que le venga en gana, ¿sabe?
—Sí oficial, pero el caso es que no sé escrebir.
Viéndolo sudoroso y fatigado don Frutos le invitó:
—Mira, mándalo adentro otra vez y descansa un poco.
—Gracias, don Frutos.
Cuando hubo cumplido el mandato y vino a sentarse junto al viejo, éste le preguntó, después de alcanzarle un mate:
— ¿Y cómo pa trabaja el sircoanálisi ese que decí vo?
—En lo substancial no es sino el estudio de las palabras o de los actos que dicen o realizan las personas, en forma inconsciente, para relacionarlas con un hecho determinado...
— ... ¡Cha que sos difísil, m'hijo! ¿Y qué pa 'e inconsciente?
—Lo que se hace sin pensar, en forma habitual y automática... casi por costumbre, como usted por ejemplo, cuando está preocupado, se tira de la barba...
-¡Aja!
—Con esos actos el individuo, sin querer se traiciona y suelta cosas ocultas...
Don Frutos pensó un rato y dijo:
—¿Sabes que teñe razón, m'hijo? Mirá, no te preocupes más y déjame a mí que yo le vua aplicar el sircoanálisi. A mí también me gusta '1 progreso. 
Arzásola suspiró, resignado, y mansamente aceptó:
—Como usted quiera, don Frutos.
La siesta fue calurosa en extremo y los dos detenidos se desesperaban pidiendo agua al inmutable cabo Leiva o a los inconmovibles agentes.
Cuando, después de una larga siesta, apareció don Frutos en el local, ya lo estaba esperando el oficial.
—Mira —dijo el viejo al cabo—, anda a traerme unas naranjas, un plato y un cuchillo.
Cuando tuvo las cosas pedidas en su poder, el comisario acomodó sobre la mesa una naranja en un plato y, a su lado, colocó el cuchillo.
—Hace pasar al más flaco —ordenó después.
El detenido vino y se quedó esperando, pensando en la clase de suplicio a que sería sometido.
—Sentate ahí —ordenó don Frutos— y tomate esa naranja. Dispué vamoj a haular.
Brillaron los ojos del sediento al oírlo y después de sentarse, empezó a pelar la dorada esfera con todo cuidado, luego la succionó golosamente hasta la última gota, colocando las semillas en el plato.
—Pónete en ese rincón y espera —le dijo don Frutos enseguida.
Mandó al cabo que limpiara el plato y colocara sobre él otra naranja y el cuchillo como antes.
Cuando el segundo sospechoso oyó la invitación, se arrojó sobre la fruta, le arrancó un pedazo de cascara de un mordisco y empezó a chuparla a los estrujones.
—Este es ... —sentenció don Frutos— Mételo otra vez n'el calaboso.
Después dirigiéndose al del rincón se disculpó:
—Perdona m'hijo l'encerrona, . pero tenía qu'encontrar al culpable y vo no tenías naides que te hubiera visto junto al río, como dijiste. Ándate nomá. '
Arzásola que no salía de su asombro, interrogó atónito:
—Pero, don Frutos. ¿Cómo puede resolverlo con tanta seguridad? ¿Y si se equivoca?
— ¡Qué me vua equivocar m'hijo! El sircoanálisi no engaña...
—No entiendo, comisario.
—Sos lerdo, muchacho. ¿No les viste tomar naranjas a esos dos?
-Sí.
—Y güeno, al primero, a pesar de haber pasao desde ayer a la tarde sin tomar agua no se
impacientó, peló la fruta con calma y puso las semillas n'el plato; el otro, en cambio, anduvo a
los empujones, se atropello todo y tiró las cascaras y semillas donde cayeran...
—¿Y eso qué tiene que ver con don Casiano?
—Que el que lo golpió jue un atropellao que de puro nervioso le erró el garrotazo a la cabeza y le pegó solamente de refilón, dispué, di apurao, apena si lo revisó por arribita y se jue... Perdé cuidao que si hubiera sido el primero no le fallaba ni un negro 'e uña y luego li hubiera sacao hasta laj media pa ver si no tenía escuendido algo. Estos tipo sin yel, tranquilos como agua 'e tanque son una cosa seria cuando les da por hacerse los malandras.
—Tiene razón, don Frutos.
—Güeno y aura vamoj al boliche a tomar una cañita...
Salieron y a la media cuadra oyeron un alarido de angustia que erizó los pelos del oficial.
—¿Y eso?... ¿Oyó, don Frutos?
—Sí pero no te apures, muchacho. Es el cabo Leiva que le está aplicando el sircoanálisi a su modo al malevo, pa hacerle firmar la confesión y averiguar ande ha escuendido la plata que le sacó al viejo.
Velmiro A. Gauna

miércoles, 20 de enero de 2016

La picadura (Velmiro A. Gauna)

En los alrededores de Capibara-Cué había una hermosa construcción de estilo californiano, situada en medio de bien cuidados jardines, que pertenecía a un rico hacendado de la capital con estancias en la zona, quien acostumbraba pasar en ella cortas temporadas de verano consagradas, en su mayor parte, a la caza y a la pesca. En ocasiones también solía proporcionársela a sus amigos los que la utilizaban con iguales fines o para breves períodos de reposo. Habitaban en ella, en forma permanente, un viejo con su mujer y dos hijas que, además de cuidadores, oficiaban de jardinero, cocinera y doncellas de servicio, respectivamente.
La gente del Chalé como se le conocía en el contorno, vivía ajena por completo a las preocupaciones y afanes de los capibarenses, pero para éstos, siempre ansiosos de novedades, cualquier hecho referente al mismo excitaba profundamente su curiosidad.
Por eso, cuando pocas horas después que el Osiris hubo abandonado el rústico puerto de la pequeña población y tras haber cumplido con sus recorridas y diligencias, se reunieron los miembros del personal policial en el patio de la comisaría, no es de extrañar que ése fuera el tema de sus conversaciones.
—¿Vido, don Fruto —dijo el cabo Leiva mientras le ofrecía un mate— que han venido güespede pa'l chalé?
—Crés que no tengo ojos en la cara -le contestó el comisario entre chupeteo y chupeteo de la bombilla—. Eran un viejo, una joven y un cusifai con un saquito rabón...
— ¡Pobre mozo, no! A lo mejor no li alcanzó el género...
Arzásola, el oficial sumariante, intervino aclarando:
—Es la moda, ahora la ropa masculina se usa así.
—Será la moda, pero es redícula y endemá ese tajito atrá... Salí d'ahí si eso nú es pa hombre — afirmó don Frutos.
—¿Haberán venido a pescar? —volvió a preguntar Leiva que era un curioso impenitente.
—No —le respondió el oficial—, han venido a pasar una larga temporada con fines de estudio.
Tuve ocasión de hablar con ellos porque me trajeron una carta de don Eleazar Gandía, el estanciero, recomendándolos.
—Ta güeno ... ¿Y quiénes son?
—El más viejo es el profesor don Asdrúbal Dovino, el joven su ayudante, don Justo Tejada y la muchacha es la señora del profesor.
— ¡Mira lo que son laj cosa! Yo creiba qu'era su hija nicó porque hay mucha diferencia 'e edá...
—Tonses me parece que... —soltó Leiva y ya iba agregar un comentario malicioso cuando Arzásola lo interrumpió:
—Reserve sus opiniones cabo. No hay que ser suspicaz.
El subordinado quedó callado, meditando en el significado de esa palabra, para él desconocida, cuando el oficial prosiguió:
—El profesor Dovino es un reputado ornitólogo y por eso ha venido acá. Cree que tiene mucho que hacer en esta zona...
— ¡Ja!.. ¡Ja!... —rió groseramente el cabo—. ¡Qué chasco se va a llevar!
—No veo el por qué.
—¿Qué pa* dijo qu'era el hombre?
—Ornitólogo.
— ¡Pero qué pa va a haser hornitos púa acá! ... Si el que más o el que menos sabe haser el suyo. ¿No los vido detrá 'e laj casas?
— ¡Pero, cabo!... ornitólogo es el que estudia la vida y costumbres de los pájaros...
—Cha que son arrevesaos pa haular... ¿Y cómo pa le llaman, entonses al que hace hornos pu allá?
—Y ... le llamarán Alonsito —exclamó don Frutos dando el nombre común en la región al pájaro que, en otras partes, se conoce por hornero.
Pero la llegada de un paisano de pañuelo negro que entró haciendo girar el sombrero entre las manos los interrumpió.
—¿Qué pa te pasa, Dámaso? —le dijo don Frutos.
—Güeñas, comesario, me he venido a denunceár que me se murió mi tío Alfonso, nicó.
— ¡Aja! ¿Y cómo pa jue la cosa?
~Y ... no sé, pa mí que se jue a pescar medio en trinqui y se augó porque lo sacamos cerca '1 remanso Grande ya tuito hinchao...
—Sierto, el pobre era emperrao demá por la caña paraguaya. Ta güeno.
Enseguida, dirigiéndose a Arzásola, ordenó:
—A ver ofisial, dale '1 sartificao 'e defunción nomá.
El sumariante así lo hizo pero, cuando el deudo se fue, no se resistió a preguntar:
—¿No convendría investigar un poco, don Frutos?
—¿Qué pa vas a investigar m'hijo? Naides iba a tener interés en hacerle daño al viejo Alfonso y endemá, ¿qué iban a salir ganando con dijuntearlo?
Ése era su procedimiento habitual en todos los casos. Lo único que preguntaba era:
—¿De qué pa murió?
Y las respuestas eran: garrotillo, pasmo, picadura de víboras, un aire en l’espalda, la paletilla caída, pata 'e cabra, etc.
Después de escuchar la causa, sin otras averiguaciones, ordenaba:
-Ta bien. Dale el sartificao nomá...
Arzásola, cuya superior cultura no tenía motivo de lucimiento en el estrecho medio de la comisaría de campaña, se hizo muy amigo de los recién llegados y, en especial, de Justo Tejada, el ayudante. Este solía venir a buscarlo en la comisaría y, a veces, hasta le acompañaba en sus guardias. A pesar de ser una figura habitual, tanto don Frutos como Leiva no hicieron buenas migas con él y, pretextando diversos quehaceres, los dejaban solos con harta frecuencia.
—¿Yo no sé por qué no les cae en gracia Tejada? —decía cierta vez el oficial—. Es un muchacho muy culto y trabajador.
—Será, pero pa mí es como l'aseite 'e bacalao, es güeno pero no lo trago —replicó don Frutos— y agregó despreciativo: ¡Y ese saquito! ... pero, ¿no se haberá mirao n'el espejo? —La manera de vestir no tiene nada que ver con sus dotes personales. Lo que hay que tener en cuenta es como lo ayuda al profesor.
— ¡Je! —saltó Leiva—. Ya me dijo la hija 'e doña Petrona, la cocinera, ¡qu'hay que ver cómo lo ayuda! Especialmente con...
—Le repito cabo —se encrespó Arzásola— que no se deje llevar por los chismes y no sea suspicaz.
—Pa mí, Arzásola —dijo pausadamente don Frutos—, el cabo nú anda muy errao. Vo sabe bien '1 refrán que nú hay que dejar juntos l'estopa y el juego...
—¿Así que usted también se me ha vuelto suspicaz, don Frutos? —exclamó Arzásola con desaliento.
—Y dale con la palabrita ésa... Güeno, yo no sé si seré supicá como vos decís, pero me parece que si tira l'anzuelo vo también podes picar.
— ¡ Y qué lindo surubi' bien blanquito 'n la panza que sacaría! —rió Leiva.
—Lo que hay es que son unos mal pensados —se enojó el oficial y, levantándose de su asiento se marchó de la habitación.
Medio arrepentido de sus bromas don Frutos quedó mateando y, al cabo de un momento, siguió comentando con Leiva:
—Vo que anda medio entreverao con l'hija 'e Ña Petrona, ¿qué más te contó?
— ¡Viera don Frutos lo raro que son! . . . Son casaos, pero cada uno tiene su cama y su piesa aparte.
— ¡No digas!
—Verdá. Se lo juro... Y a vese '1 viejo suele estar doj o tre día n'el monte con unos piones que lo ayudan pa casar bichos y juntar nidos. Tonses el moso queda con ella pa acompañarla...
—Mira ¡eh!
—Dispué dise qu'el viejo se pasa laj horas ditándoles cosas y si será desagradesío el moso, ¿sabe lo que hace?
—Si vo no me lo desís no lo vua endivinar...
—Se enllena '1 papel 'e rayas y garabatos.
—Tendrá la letra fiera como los doutores.
—No, don Frutos, la muchacha que anda conmigo me muestro un'hoja y yo la miré pa tuitos laos y nú había una letra ni pa rimedio. Una ve qu'el viejo salió un momento ella le preguntó por qué no ponía laj cosas que le desía el profesor y él le contestó que lo tenía tuito escrebido en "está aquí García"...
— ¡Pero no sias bruto, Leiva! No debe ser está aquí García, sino la telegrafía que le disen qu'es tuito con raya y punto.
— ¡Y vaya a saber, don Frutos las cosas raras 'e loj puebleros!
Después de dos meses de la llegada de los forasteros se encontraban una mañana don Frutos y el oficial en el boliche de don Pedro, en un descanso de sus recorridas, cuando llegó Leiva apurado:
—Premiso, mi comesario.
—¿Qué ocurre m'hijo?
—Si ha venío '1 moso 'el chalé a denuncear que sia muerto '1 viejo.
—¿Murió el profesor Bovino?
—Ansí parece...
—¿Y de qué jue?
—Porque dise endayé que le dio cinco pesos a Ciríaco.
— ¡No puede ser! ... ¡Cómo va a morir por eso! Habrá oído mal . . . —exclamó Arzásola.
—A lo mejor no son cinco peso sino cuatro y medio —dijo burlonamente don Frutos—, pero lo mesmo está muerto. Vamoj pa allá.
En el local policial encontraron al ayudante todo apesadumbrado, quien le hizo la siguiente narración:
—Esta mañana cuando la mucama llamó a la pieza del profesor, para entrar con el desayuno, no recibió respuesta. Entonces, después de un rato, avisó a la señora y cuando ella abrió la puerta lo encontró muerto en la cama, al parecer de un síncope cardíaco.
—¿Vido qu'era sierto lo de sinco que le dije? —interrumpió Leiva.
—¿Qué pa eso del síncope, oficial? —preguntó el comisario.
—Un ataque al corazón... ¿Le extiendo el certificado?
—No, m'hijo. Lo vamoj a hacer avisar primero al doutor Levinsky, en Ramada Paso.
—Pero, don Frutos... —quiso protestar Arzásola.
—Nú hay pero que valga. Yo solo no quiero echarme esa responsabilidá. Anda Leiva y venite con el médico mientras nojotro vamo pa'l chalé.
Partió el cabo en su comisión y ellos fueron al lugar del deceso.
En la casa se encontraron con la joven esposa que los recibió muy nerviosa y con los ojos llorosos. Arzásola le dio el pésame y luego pasaron a la habitación del extinto.
El profesor Bovino se hallaba en el lecho cubierto con una sábana. Don Frutos la retiró y bajo ella encontró el cadáver vestido con un pijama blanco y ya con la rigidez cadavérica.
—Vea moso —dijo entonces el comisario—, usté llévesela a la señora a que descanse y pa ahorrarle '1 dolor 'e verlo '1 finao, demientra nojotro cumplimo con nuestro deber. Yo me vua quedar con l'ofisial. Obedecieron los dueños de casa y don Frutos empezó a observar detenidamente el dormitorio que tenía puertas y ventanas protegidas con telas metálicas para impedir la entrada de insectos. El piso estaba encerado y todos los muebles relucían sin una pizca de polvo. Don Frutos lo curioseaba todo con sus ojillos pequeños y escrutadores. Luego, inclinándose sobre el muerto lo levantó de un lado y después del otro.
—¿Qué? —se burló el oficial—. ¿Le está buscando alguna puñalada?
—No m'hijo, pero me gusta mirar. Se apriende...
—Si es así...
—Por ejemplo, ¿te parece qu'en esta cama haiga chinchas o pulgas?
— ¡Qué esperanza!
—Sin embargo aquí n'el saco, debajo '1 sobaco tiene una manchita 'e sangre. Apenitas se la ve.
Dejuro es la marca 'e alguno 'e esos bichos...
Desprendió los botones del pijama del difunto y señaló en el costado y casi bajo la axila, en el lugar que correspondía a la mancha una pequeña señal rojiza.
—¿Viste? Ahí parece que le ha picao algo...
—Es verdad. Sería algún insecto.
—Chincha ni vinchuca no pueden ser porque no le han dejao roncha. Endemá la chincha deja una argolita colorada alderredor...
—Una aureola.
—Será, endemá pa marca 'e araña es muy chica...
—¿Pudiera haber sido un granito que se rascó?
—Teñe razón. Vamoj a esperar al médico.
El doctor Levinsky que llegó después de casi media hora levantó los párpados del extinto y le observó las pupilas, reparó en otros detalles e hizo venir a los parientes para preguntarles:
—¿Tomaba algún somnífero?
—Sí, doctor —contestó la señora—, como sufría de insomnio acostumbraba a tomar algunas pastillas que le habían recetado en Buenos Aires.
—Entonces —repuso el facultativo— ésa es la causa de la dilatación de las pupilas. Luego agregó:
—Bien. Los síntomas son todos de síncope cardíaco, quizás se haya excedido en la dosis y tendría el corazón muy debilitado . . .
—¿Ansí que no está siguro? —preguntó don Frutos.
—Seguro que fue un síncope estoy, pero las causas pueden ser varias.
—Tonse, ¿por qué pa no le hase la utosia pa salir 'e dudas?
— ¡Oh! No hay necesidad —dijo Justo Tejada.
—Evite esa profanación inútil, doctor —pidió la señora.
—En estas cuestiones es el comisario quien decide —manifestó el galeno.
—Güeno, entonce vamoj a dejarlo solo al doutor pa que trabaje. Siempre conviene no quedarse
con la curiosidá —concluyó don Frutos.
Tejada salió protestando contra lo que consideraba casi un atropello y la mujer rompió a llorar nerviosamente, pero don Frutos se mantuvo inflexible y desoyó los pedidos que también le hiciera Arzásola.
Al cabo de un rato el doctor Levinsky se asomó y llamó al comisario.
Enseguida volvieron a salir y don Frutos dijo, sañalando a Tejada y a la mujer:
—Quedan detenidos ustede do, por la sospecha 'e asesinato '1 profesor. 
Arzásola vino hacia él y le dijo:
— ¡Pero es una acusación absurda! —Desgraciadamente es bien fundada, oficial
—intervino Levinsky—. Ese hombre fue, al parecer narcotizado y, luego, cuando estaba dormido se le introdujo una larga aguja o un pincho de sombrero, debajo del espacio axilar y a la altura del quinto espacio intercostal izquierdo llegando al corazón. La pequeñez de la herida evitó la hemorragia externa...
—¿Viste, Justo, que se iba a descubrir?... Yo te lo dije... —prorrumpió la mujer y se echó a llorar casi histéricamente.
— ¡Cállate, imbécil! —tronó el hombre que estaba a su lado. Pero ya era tarde.
Tratándose de dos delincuentes novicios fue tarea fácil arrancarles una completa confesión de los hechos. El profesor Bovino había entrado, últimamente, en sospechas con respecto a la conducta de los jóvenes y decidió enviar a Tejada de regreso a Buenos Aires. Al hacer un reajuste de cuentas descubrió que el ayudante había utilizado en su beneficio una importante suma de dinero, valido de la confianza que se le dispensaba. Le dio una semana de tiempo para que escribiera a sus familiares y le retornara dicha cantidad o de lo contrario lo enviaría a la cárcel. Tejada, que sabía que no podría conseguir la suma y conocía la simplicidad de los métodos policiales de don Frutos, decidió eliminar al viejo, con la complicidad de la esposa que se aburría soberanamente en el lugar y sería beneficiada por la herencia. Además así tendrían libertad para seguir con sus amores. El joven pintó las cosas como fáciles de realizar y hasta se burló de la rusticidad del comisario. Aprovechando el intenso sueño del anciano provocado por el somnífero, el ayudante, le introdujo un largo pincho de sombrero debajo del brazo ocasionándole la muerte. Luego limpiaron la poca sangre que había salido y le colocaron un pijama limpio esperando que, a la mañana siguiente, nadie se daría cuenta del hecho y todos aceptarían el síncope cardíaco como causa.
—También usted, don Frutos —decía después Arzásola— si siempre daba los certificados de defunción sin ninguna investigación, ¿cómo se le ocurrió hacerla en este caso?
—Es que aquí la gente muere d'empacho, aires, puñaladas o tiros que son muertes naturales y no d'esas cosas raras...
—No obstante eso -replicó el doctor Le-vinsky—, ¿qué le hizo pensar en la existencia de un crimen?
—Y esa manchita 'e sangre, pues. ¿De ande iba a salir si allí nú había bichos que le picaran? Y dispué...
—¿Y dispué, qué? —preguntó ansioso el oficial.
—El Tejada ese nunca me pareció un buen tipo.
—¿Por qué? Si jamás dio motivo.
—Salí d'ahí, qué cosa güeña va a ser un tipo con un saquito como ése que pa chaleco es largo y pa saco se quedó rabón... Tenía que haser alguna macana y la hiso nomá...

Velmiro A. Gauna

lunes, 18 de enero de 2016

Robo en Capibara-Cué (Velmiro A. Gauna)

—¿Cuánto falta, don Serra?
—Por lo que yo sé, la pérdida mayor es de los $ 20.000 que habíamos recibido el sábado para el pago de sueldos, jornales y unas cuentas pendientes.
Don Frutos miró la abierta caja de hierro, luego paseó su mirada por la ordenada oficina y prosiguió:
—¿Al parecer no hubo violencia?
—No, don Frutos, quienquiera que haya sido usó las llaves tanto para la puerta como para la caja.
Del grupo de los tres empleados que estaban de pie, respetuosamente a un costado, se adelantó un mozalbete de negros cabellos rizados y pobladas cejas de árabe, para decir:
—Cuando llegué esta mañana, me sorprendió encontrar libre la entrada, pero no le di mayor importancia pensando que el contador se me hubiera adelantado, pero, luego, al no verlo por ninguna parte y hallar la caja de caudales en ese estado, me asusté...
—¿Y qué hiciste, muchacho? —interrumpió el comisario.
—Volví a la puerta y quedé un rato indeciso hasta que llegaron estos dos. . .
—Entonces —explicó un viejo de nariz prominente y avanzada calva llamado Pardilla— pensamos que lo mejor era avisar a don Serra.
—Apenas llegó Béjar con la noticia —continuó el dueño refiriéndose al mozo de tipo arábico— vine y me encontré con esto...
—¿Y el contador?
—No vino y eso es lo que me extraña, porque éstas son sus llaves. Sin embargo, no pudimos encontrarlo en ningún lugar de la casa y en su pieza, adonde lo mandé buscar, tampoco había nadie...
—Güeno, con tuito eso la cosa parece clara. ¿No es verdad, don Serra?
—Será, comisario, pero no puedo creerlo. El contador, Santiago Tejada, tenía toda mi confianza...
—Pero los hechos cantan, pues. . . Estas son sus llaves y la plata y el mozo se han hecho humo...
—No se lo niego, pero le repito que me resisto a creerlo. Si ha tenido ocasiones en que pudo haberse ido con mucho más dinero...
— ¡Y de ahí...! Esta ve la tentación haberá sido más juerte. Loj hombres semo, a vece, como esas guainas que en tuito '1 año no levantan loj ojo del suelo y, cuando van a uní baile, dispué 'e la tercera pieza nomá, ya hay que ponerles freno pa que no se desboquen...
—Tampoco yo puedo creerlo —se aventuró Pardilla.— Si tejada era la honradez en persona.
Don Frutos los saludó sin agregar palabra y volvió a la comisaría.
De inmediato despachó agentes a los pueblos cercanos de Ramada-Paso, Itá Ibaté, Itatí y algunos lugares de la costa en busca de noticias del prófugo.
Pero, como decía el cabo Leiva, "ni que se lo hubiera llevao Mandinga" porque en ninguna parte se encontraron rastros del fugitivo.
El robo conmovió a Capibara-Cué y, aunque era lunes, el almacén de don Pedro contó, después de la hora del almuerzo, con una crecida concurrencia que había ido, más que a lugar a las cartas o a beber una copita, a procurar informaciones sobre el suceso.
El Turco Béjar hablaba hasta por los codos, interrumpiéndose solamente, de tiempo en tiempo, para sorber con fruición, un vaso de caña.
—Para mí —decía—, Santiaguito, como le llamábamos a Tejada, nunca me fue simpático. Era
demasiado amigo de estar mandando y se volvía puro "Hace esto"... "Copiá aquello... "Averigua esos datos", etc.
—No digas tal cosa —le interrumpió Pardilla mientras se secaba las gotitas de leche que le habían quedado en el bigote ya que era abstemio—. Tejada era un buen chico, habrá tenido su tentación o ¡quién sabe!
—Después de todo —prosiguió Béjar imperturbable— hizo bien, mientras nosotros debemos seguir sudando él se dará la buena vida.
Osvaldo Villa, un viajante de ferretería, que ocupaba otro de los lados de la mesa, esperó que el Turco ahogara en caña su torrente oratorio para decir:
—Quizá yo sea un poco culpable de lo que pasó...
Los demás, al oírlo, hicieron silencio y él, hundiendo los pulgares en los bolsillos del chaleco, continuó: —Sí, cuando conversábamos, yo le hablaba de la vida en las ciudades, de las diversiones, y le reprochaba el que, siendo tan joven y capaz, se hubiera venido a enterrar en este pueblo. A veces se entusiasmaba y me decía que cuando juntara unos pesos se iría...
— ¡Y claro que los juntó y se fue! —rió sarcástico Béjar.
—No sabemos... no sabemos, todavía —Volvió a decir Pardilla y pidió un nuevo vaso de leche.
— ¡Bah!... ¡bah! Lo que es Tejada ya no vuelve —insistió el primero—; habrá cruzado el
Paraguay para ir desde allí al Brasil y ¡feliz viaje...!
Don Frutos, apoyado contra el mostrador oía y callaba. Después de un rato, cuando ya la gente empezó a dispersarse para retornar a sus ocupaciones, regresó a la comisaría.
El oficial Arzásola había aprovechado la ausencia para ordenar una limpieza a fondo del local y para que sacaran la tierra acumulada debajo del escritorio, hizo correr el pesado y voluminoso mueble hasta cerca de la puerta.
El comisario, que venía desde la intensa luz de afuera, siguiendo su camino de costumbre, entró de golpe y lo llevó por delante con gran violencia, cayendo junto a él.
— ¡Pero, don Frutos! —dijo el cabo Leiva mientras acudía a socorrerlo—. ¿Adonde pa tiene loj ojo?
— ¡Pucha, digo! No pude verlo —replicó el comisario.
—Si estuviera escuro me esplico —siguió Leiva, ayudándolo a incorporarse y en tanto le sacudía la ropa— pero hay nicó bastante luz y l'escritorio es ma grande qu'una vaca.
—Es que la luz externa es más intensa y se cegó —dijo Arzásola y añadió filosófico: —veces hay que un pequeño resplandor no nos deja ver las montañas.
—Risplandor o no risplandor, el golpe duele lo mesmo —finalizó don Frutos.
Sacó un sillón al patio que colocó a la sombra de un frondoso Jacaranda y empezó a balancearse hasta que quedó dormido.
Cuando despertó y mientras tomaba mate, miraba el hermoso cielo correntino con el desfile incesante de las nubes. De pronto, una bandada de patos siriríes trazó sobre el fondo blanco de un cúmulo su formación en V y se perdió ruidosa y veloz hasta la otra costa.
—Via hacer algunas deligencias — dijo después e invitó al oficial: —¿querés venir conmigo?
—A sus órdenes, don Frutos —le respondió Arzásola y fueron por las calles del pueblo hasta la habitación del desaparecido.
El agente que estaba a la puerta, los saludó y los dejó pasar. La pieza estaba discretamente amueblada y bien ordenada.
Hicieron llamar a una mujer que vivía a unas cuadras del lugar y que era quien se encargaba de la limpieza.
—Vea, doña Juana —le dijo don Frutos— mire a ver si falta alguna cosa pero no regüelva demasiao...
—Ni falta que mi hace si ya van pa tres año que li hago la piesa al niño Santiago y la conosco como la palma e mi mano...
Se colocó los brazos en jarra y, plantándose desafiante en medio del cuarto, dijo airada:
—Y digan lo que digan las malas lenguas que se jue con la plata 'e don Serra, pa mí son tuitas macanas. Ahí tiene...
—Ta bien, doña Juana, pero aura pa ayudarlo al moso ni anque sea, mire y diga si falta algo.
La mujer paseó su mirada escrutadora por el recinto, abrió un pequeño ropero y contestó:
—Pa mi ver no falta más que lo que tenía puesto, el traje azul nuevo, los zapatos negros y…
Se inclinó sobre el fondo del mueble, después fue hasta el lecho para revisar los cobertores y exclamó extrañada:
—Tamién no encuentro una colcha azul que estaba allí...
—¿Segura pa, doña Juana?
—Segura ité, don Frutos.
Al otro día el comisario desarrolló una intensa actividad. Visitó al señor Serra y mantuvo con él una extensa conversación, luego interrogó a los empleados nuevamente y, volviendo a la comisaría, ordenó ensillar su caballo y fuese al vecino pueblo de Ramada-Paso desde donde retornó cerca de las once.
Sacó, a la puerta, una silla de junco y se puso a mirar distraídamente el horizonte.
—¿Supo algo de Tejada? — le preguntó Arzásola.
—Nada m'hijo.
—¿Quién sabe pa onde se haberá ido? — terció Leiva mientras le alcanzaba un mate.
—Decí ma bien onde estará... — le corrigió don Frutos.
— ¡Peina! onde se haberá ido u estará es la mesma cosa demientras no se sepa la rispuesta
—replicó el cabo.
—Eso es porque vo no miras al cielo de onde saben venir las mejores rispuestas... —dijo el comisario sentenciosamente.
Leiva recibió el mate vacío, entró al local y entregándolo a un agente ordenó furioso:
—Toma Gutierre, llévale vo loj mate al comesario que aura se está golviendo pueta tamién como l'ufisial. A lo mejor se haberá acontagiao...
Y, enseguida, remedó:
—Del cielo vienen las mejores rispuestas...
Escupió despreciativo en un rincón y salió al patio a dar de comer a los caballos.
El resto del día pasó sin mayores novedades, pero don Frutos siguió siempre cerca de la
puerta, ora tomando mate, ora fumando largos cigarros con los ojos clavados en el firmamento.
En la mañana siguiente, bien temprano, retomó su ubicación, hasta que, de pronto, llamó:
— ¡Leiva!...
El cabo vino arrastrando su largo sable. —¿Qué se le ofrece, comesario? —Mira allá pa'l lao '1 cañadón...
— ¡Aja! Andan rivoiotiando unos chimangos.
—Güeno, atendé.
Habló con él en voz baja y el cabo, después de asentir, salió acompañado por un agente.
Luego don Frutos dijo a Arzásola:
—M'hijo, anda 'e don Serra y me lo traes al moso ese que le dicen el Turco.
—¿A Béjar?
—Sí, y lo metes en el calaboso encomunicao.
Luego fue al almacén de don Pedro para gastar el tiempo mientras esperaba la llegada del barco que, al volver desde el norte, hacia su escala semanal.
Cerca de una hora después el Iguazú llegó por el medio del río y se detuvo frente a Capibara-
Cué, pero sin atracar. De su costado bajó una canoa en la que trajeron la correspondencia y carga y en la cual llevarían de retorno el correo y los pasajeros del pueblo. Osvaldo Villa se despidió de los amigos que estaban entre un grupo de curiosos, que habían ido a ver el arribo del vapor, tomó sus valijas e iba a descender por el senderito que llevaba al pie de la barranca, cuando don Frutos le puso la mano sobre el hombro.
—Venga conmigo, mozo.
— ¡Pero, don Frutos! si tengo que irme en el Iguazú...
—Por hoy no será posible...
—¿Por qué?
—Tengo mis razones.
—Usted me perjudica y lo haré responsable.
—Pacencia, pero vamos a la comisaría.
—¿Qué delito he cometido?
—Ya te explicaré, vamos...
Sin dejar de protestar cargó su equipaje y fue con el funcionario. Una vez llegados a destino don Frutos, ordenó:
— ¡Traiganlón al Turco ese! Apareció Béjar hecho, también, una furia. ¿Se puede saber comisario, la razón de este atropello?
—Los dos están presos por cumplicidá.... —¿Complicidad en qué? — preguntó Villa. —En el robo de don Serra.
— ¡Vamos, don Frutos! —dijo Béjar—. ¿Acaso no fue Tejada el ladrón?
—Sí pero lo hemos detenido y ha riclarao. que ustedes do jueron cúmplices.
— ¡Es mentira! —tronó Villa—. Eso no es cierto.
—¿Por qué m'hijo?
Vaciló repentinamente el interrogado y se atropello enseguida:
—Pues. . . porque. . . es ridículo que pueda acusarnos.
—Es absurdo —agregó el otro detenido, con vehemencia.
—Güeno, no se aflijan porque aura nomá lo van a traer, y tuíto se aclarará...
—Mejor, sí, es mejor —exclamó Béjar—. Vamos a ver cómo lo prueba.
—Pero si es una burda mentira —protestó Villa—, no sé qué está persiguiendo con esta comedia.
En ese momento entró don Serra y don Frutos-dijo:
—Dentro 'e un rato van a traer a Tejada. ¿Tiene allí el papelito '1 otro día?
—Sí, don Frutos.
Villa, tratando de aparentar serenidad, pero sin poder ocultar su turbación, preguntó:
—¿Quizá usted me pueda explicar, don Serra, a qué se debe todo esto? ¿Por qué se me hace perder el vapor y se me perjudica en mis intereses...?
—No te aflijas porque aura nomá lo traen
—interrumpió el comisario. Entonces Béjar, exclamó:
—Me alegro, para que pueda ver don Serra que nada tengo que ver en este asunto.
Pocos minutos después se oyó el áspero chirriar de los ejes de un carro que se detuvo frente a una puerta. Enseguida Leiva y un agente hicieron entrar, tendido sobre un poncho, un bulto que esparcía un horrendo olor.
—Taba n'el pozo '1 rancho viejo que jue 'e loj Silva.
—¿Vieron lo que les dije? Aquí vino Tejada — expresó don Frutos y levantando una punta de la colcha que lo cubría puso al descubierto el cadáver de un hombre joven trajeado de azul.
— ¡Tejada! — gimió Béjar.
— ¡Pobre Santiaguito! — exclamó don Serra mientras las lágrimas cubrían su rostro. 
Osvaldo Villa, pálido, se aferraba a la mesa. El comisario, enseguida, ordenó:
— ¡Llevenlón al galpón y vayan a buscar un cajón pa este cristiano! Después, indicando con el dedo a Villa, le dijo:
— ¡Vo lo mataste!
— ¡No!... ¡No!... ¡Yo no fui!... —se defendió el otro—. Usted no puede probar lo que dice.
— ¡Qué no! A ver tu cartera...
Sacó el acusado la misma, tembloroso, pero desafiante.
Don Frutos la sopesó por un momento y dijo:
—Es mucha plata pa un viajante...
—Tonteras. Yo siempre cargo muchos pesos por mi ocupación. Una parte es dinero de cuentas cobradas.
Don Serra recibió la cartera de manos del comisario y empezó a hacer pasar los billetes uno por uno mientras iba mirando en un papelito, para finalizar:
—Estos de acá coinciden.
Arzásola, mientras tanto revisaba las valijas y, en el fondo de una de ellas, entre las hojas de un libro encontró otros más que también dio al comerciante el que, después de mirarlos, agregó:
—Éstos también.
Villa bajó la cabeza y no añadió palabra. Don Frutos, entonces, mandó que lo encerraran en el calabozo acusado de asesinato y robo.
Don Serra salió para encargarse del entierro de su difunto empleado y, cuando quedaron solos,
Arzásola le preguntó al viejo que daba suaves palmadas en la espalda de Béjar para consolarlo:
-"¿Cómo hizo para descubrir este enredo, comisario?
—Vo me diste la idea.
-¿Yo?
—Sí, vo, cuando me dijiste: Vese hay que un pequeño risplandor no noj deja ver la montaña.
-¿Y qué?
—Esa siesta pensé: ¿No será que con tuito este barullo '1 robo no estoy pudiendo ver algo maj grave? Dispué, cuando juimo a la pieza '1 pobre me dije: ¿Pa qué le iba a hacer falta una colcha? Ma vale hubiera llevao pápele, ritrato, ropas... Endemá que para disparar no se hubiera empilchao como pa dir a un baile...
—Es cierto, don Frutos.
—Cuando visité a don Serra, éste me dijo: "¿No le parece raro que si tenía intención de robar el sábado me haiga dejao la lista 'e loj billete recibido con la numeración? ". A mí me pareció lo mesmo y dentre a pensar que al pobre podían haberlo matao pa sacarle las llaves y robar la plata.
—Pero, ¿cómo sospechó de Villa?
— ¡Porque los do eran amigo y ese mozo jue esa noche al baile 'e Ramada-Paso. Calculé que
Tejada al vestirse 'e fiesta sería pa hacer lo mesmo y al no haber rastro 'e lucha 'n la pieza era porque siguro dejó dentrar a alguien 'e confianza que lo agarró desprevenido. Me imagino que lo haberá estrangulao con alguna corbata o una cuerda porque tampoco hubo rastro 'e sangre, dispué lo envolvió en la colcha, lo colocó cruzao sobre '1 caballo, siguió por el camino y se desvió por el lao '1 cañadón pa dir a tirarlo en un aljibe abandonao que hay en esos rachos en ruina, pensando que habería 'e pasar mucho tiempo antes que lo descubrieran. Mientras tanto creerían que se había escapao con el dinero y le daban tiempo pa juir tranquilo.
—¿Después volvió a robar?
—No, con gran sangre fría jue a la fiesta de Ramada-Paso, estuvo allí unaj hora, luego golvió, efectuó '1 robo y jue a la fonda a esconder la plata y esperó, contando con qu'el pobre infeli cargaría con la culpa, pero se olvidó que lo forastero son muy observao 'n lo pueblo chicos y ansí supe que salió de su pieza a las 10 de la noche y solo llegó '1 bañe a laj 12 cuando nú hay ma que una hora 'e viaje. ¿Qué hizo durante la otra?
—¿Por qué no lo arrestó, entonces?
—¿Con qué pruebas? Pudo haberme dicho que esa hora la empleó pa mirar la luna y a la fija tendría bien escuendido loj billete. Me hacía falta darle confianza pa que se descuidase un poco y, endemá, no tenía '1 cadáver 'e Tejada.
—No me explico cómo supo dónde había de hallarlo. En ese pozo abandonado pudo haber estado meses y meses...
—Si no hubiera chimangos, sí, pero estos animalitos 'e Dios tienen una vista o un olfato extraordinario y cuando hay una usamenta ya están dando güeltas, como perro antes 'e acostarse.
—¿Por eso usted miraba tanto el cielo?
—Siguro, pue, pa tener una idea '1 lugar. Luego cuando los vide lo mandé a Leíva que es baquiano y jue fácil dar con el finao. Dispués me aseguré má cuando lo acusé 'e cumplise, porque éste qu'es inocente, protestó un poco, pero, enseguida, se puso tranquilo a esperarlo, mientras él alegaba que no pedería ser, que eran mentira porque sabía que estaba muerto.
—Bien —dijo Béjar—, ahora quisiera saber: ¿por qué me eligió a mí para darme este mal rato?
—Pa, castigarte, porque vo estuviste haulando mal del finao n'el almacén. ¿No te arricordás?
El Turco bajó la cabeza, se levantó de su asiento y salió rumbo a su casa, pero parece que, a mitad de camino, se arrepintió porque torció de dirección y fue al almacén a entonarse con una cañita.
Velmiro A. Gauna