miércoles, 19 de agosto de 2015

El rancho

A la margen de un arroyo encantador, a cuatro pasos de su orilla y a la sombra de un grupo de sauces elevados y coposos, una simple estancada en un ámbito de seis varas en cuadro, sosteniendo un techo de paja con paredes formadas de junco o de ramas: tal es el rancho del isleño. Es su obra de pocos días, que dura muchos años. Su mueblaje se compone de un cañizo para dormir, y otro más alto para despensa; una mesa de ceibo; algunos bancos y platos de la misma madera; asador, olla y pava o caldera de hierro, un mate y un saco de camuatí para la sal. He aquí un edificio que, con su menaje todo, no vale tanto como uno solo de los muebles que el lujo ha hecho necesarios al habitante de las ciudades. Y esa pobre choza con su rústico ajuar comprende cuanto el hombre puede necesitar para su seguridad y reposo, su comodidad y placer… pero que no se aloje en ella el que haya llegado a enervarse al extremo de ser más delicado que el picaflor que la prefiere para suspender bajo su alero la cuna de sus hijuelos.
¡Cuán poco necesita el hombre para vivir satisfecho y tranquilo, cuando las necesidades ficticias y las vanidades del mundo no le han hecho esclavo de mil gustos nocivos e innecesarios, de mil ridiculeces, y de un sinnúmero de costosas bagatelas!
¿Qué artesonado puede igualarse a la pompa y hermosura de un grupo de sauces de Babilonia que abraza en su extensa bóveda la cabaña con su patio y el puerto y la chalana y el baño, defendidos del sol por sus ramas colgantes frondosísimas?
Aun consultando la variedad y delicadeza de los gustos (si se ha de combinar sus satisfacción con la salud), nada de las mesas opíparas se puede echar de menos al probar las sencillas preparaciones del fogón de las islas.
Yo, hasta ahora, no he gustado un plato que supere al odorífico y jugoso asado, que sólo nuestros campesinos saben preparar. Difícilmente la cocina del rico aderezará un manjar tan sabroso como sano y suculento. Para el sobrio habitante de las islas, el simple te del Paraguay o mate suple con ventaja, para su paladar y su salud, a todos los licores y pociones conocidas. El agua exquisita que corre al pie del rancho del carapachayo bastaría para hacerlo preferible a las habitaciones ciudadanas con todas sus bebidas peregrinas. El agua del Paraná, tan digna de su fama por su excelencia, quizá sea más eficaz que todas las panaceas y elixires inventados, para recobrar la salud y conservarla.
¡Oh, qué hechicera y agradable es la morada del isleño a la margen del arroyo, al abrigo de los copudos sauces, con su baño delicioso y su chalana!
¡Qué deleitable contemplar las bellezas de la primavera desde el rústico y pintoresco albergue! ¡Qué grato es aspirar el aire vivificante de la mañana que penetra en el rancho libremente, incitándonos a gozar el bello espectáculo de la salida del Sol!

Marco Sastre, Isondú, pag. 7-8.

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