martes, 11 de abril de 2017

Carta

Por si no estoy cuando ya sepas leer con los ojos 
y con el corazón al mismo tiempo 
Cuando te miro, Verónica, tan chiquita, tan redonda, con tu pelito de seda, haciendo morisquetas frente al espejo, soy feliz... y tengo miedo. 
Porque el miedo es un raro ingrediente de la felicidad, sobre todo de esta felicidad mía tan pulida, tan dulce, tan nueva. 
Ahora no lo entiendes, claro, tienes nada más que un año, un añito que pregonas con tu índice en alto y una sonrisa de solo seis dientitos de conejo. 
Ahora tu mundo se reduce a los pajaritos de cartulina que papá colgó del techo de tu cuarto y el aire mueve constantemente para tu asombro y tu alegría. Y a la muñeca que buscando tu amistad solo encontró que te diviertas tirándola al suelo desde tu cuna. Y al muñeco de celuloide pintado de rosa que tiene campanas en la barriga y suena a gloria cuando lo mueves. 
Ah... tu mundo, tu mundo de sopa, de puré, de torpes balbuceos, de rodillas sucias de gatear por el piso, de chupetes, de pañales, de agua tomada con bombilla y verdaderas proezas para sacarle las perillas al televisor. Es un mundo chiquito, vigilado, seguro, con olor a colonia para bebés. Un mundo que cabe en la palma de tu mano gorda. 
Yo estoy en ese mundo, soy una enamorada de ese mundo. Sí, Verónica, ahora mamá está. Lloras de noche y corre a tu cuarto, te acaricia la cabeza, te dice que vuelvas a dormirte. 
Mamá ya te conoce bien, sabe todo lo que te gusta y lo que no te gusta, y cuando pone sus ojos sobre ti, te estudia, te analiza, trata de comprenderte, trata de aprender cuál es el camino que llega a tu corazón, para transitar siempre por él. 
Y ese es mi miedo.
Hoy estoy aquí, tan cerca tuyo, pensando la manera de hacerte feliz, segura de que a mi lado encontrarás la dicha. Pero... ¿si me muero antes de que seas grande? 
¿Y si me muero antes de poder responder a todas tus preguntas, antes de poder aclarar tus dudas, antes de poder secar las lágrimas de tus primeras desilusiones, esas que duelen tanto? 
No, no tengo que morirme, no quiero. 
Pero si me muero, quiero dejarte entre muchas, muchas cosas (mi vida, mis sueños, mi inmenso amor por ti), una carta para que la leas cuando sepas leer con los ojos y con el corazón al mismo tiempo. Y sientas entonces que estoy a tu lado, que estirando la mano puedes tocarme en el aire y afinando el oído puedes escuchar mi voz y mi risa (porque por sobre todas las cosas quiero que te acuerdes de mi risa). 
Verónica, gorrión, esta es la carta: 
“A tu alrededor hay un mundo con todo lo que conoces, con todo lo que amas. 
Más allá, un mundo grande, bello y peligroso, donde te espera todo lo que te hará mujer: el amor, el hombre, la decepción, la angustia, el llanto, la felicidad. 
Para entrar a ese mundo no uses cábalas, no cierres los ojos, pero tampoco los abras con la intención de ver todo lo malo, lo negativo, lo gris. 
No cierres tu corazón con siete llaves, pero tampoco lo dejes sin ninguna cerradura. No te guardes todo, pero no lo des todo. 
No pienses que los caminos son fáciles y te lances a andar con los pies desnudos, las manos abiertas y los ojos lavados con el agua de los arroyos limpios. 
Tienes que llevar algo para el viaje, para cualquier viaje que emprendas; un equipaje sencillo y necesario que te ayude y te proteja: la pequeña armadura de tu voluntad para recuperarte de las caídas, así ninguno de los golpes que recibas llegará a romper tu fe; la ternura, porque con la ternura se curan los pajaritos enfermos, se hace reír a los niños y se llena de alegría el corazón de los que queremos. 
Y lleva amor, mucho amor, para los que te amen y para los que te odien. 
Porque alguien te va a odiar, no sé quién y no sé por qué... alguien te va a odiar sin motivos para odiarte, y el que odia, Verónica, no es malo... solamente está enfermo.
Recuerda que en tu mundo viejo y en tu camino nuevo tienes un amigo. 
Es un hombre que te conoce desde que naciste. 
Es un hombre que te quiere más que a sí mismo y, aun no comprendiéndote, aun equivocado, siempre va a buscar lo mejor para ti, te va a proteger, te va a ayudar. 
Un hombre que hará por ti lo que sea necesario hacer ¡y más! 
Un hombre que busca tu luz para iluminarse y busca tu risa para sentir que la vida no se ha vivido en vano. 
Un hombre que cuando eras chiquita te compró unos pajaritos de cartulina blanca y negra y los colgó del techo de tu cuarto con hilo de coser. Papá. Tu papá, Verónica. 
Puede ser que entonces esté fuera de época, que lo encuentres muy severo o demasiado intransigente; pero si tienes algún problema, acércate a él y díselo. No hallarás mejor amigo que quien ha pasado noches en vela cuando estabas enferma y rezó por ti cuando ya había olvidado las palabras de las plegarias, y lloró de emoción la primera vez que lo llamaste “papá”. 
Y, al fin, no quiero engañarte, decirte que te dejo en un mundo de rosas, ruiseñores y todas cosas bellas... Pero tú puedes hacer que tu corazón las invente y cuando lo lastime una espina, sepa que detrás de la espina está el maravilloso milagro de una flor. 
Tu mamá”
Poldy Bird

lunes, 10 de abril de 2017

La fotografía

A mi madre 
Ayer fui a la casa de tía Sara, esa tía que fue un poco tu madre, mamá. Y me dio el regalo que me había prometido para mi casamiento: una fotografía tuya enmarcada en plata, una fotografía para poner sobre mi tocador y verte todos los días. 
No es “la fotografía de la madre” que la mayoría de los hijos que ya la perdieron tienen en un lugar de la casa; es una fotografía muy particular: la que retrató tus dieciocho años con una carita de pichón asustado y alegre al mismo tiempo, con un gran sombrero negro que te tapa un ojo. Y con una historia. 
—Tu mamá iba con unas amigas... En frente de la plaza tenía su estudio un gran fotógrafo que se especializaba en retratos artísticos. Ella llevaba un sombrero negro y un vestido azul-celeste que yo misma le hice. Era un lindo vestido con graciosos pliegues que recogía un ancho cinturón. El hombre estaba parado a la puerta del negocio y al verla pasar la llamó: “Venga mañana con este sombrero y este vestido y le tomaré una foto”, le dijo. 
Tu madre llegó toda ruborosa y divertida, y entre risitas y arreboles me contó lo ocurrido. “¿Qué voy a hacer, tía Sara?”. “Mañana vas a ir con Neneca, por supuesto”. 
Él le tomó la foto, la puso en la vidriera y le regaló esta copia más pequeña. 
Eras muy linda, madre. Realmente linda. 
Tenías dieciocho años, hacía poco que te habías puesto de novia con papá. Un año después te casaste con él y cuando tenías veinte años nací yo. Once meses más tarde, Martita, y dos años y medio después, Noralí.
Ese rostro de niña tomó caracteres más adultos; te imagino corriendo tras nosotras (yo que solo tengo a Verónica y a veces ni sé cómo puedo darme tiempo y maña para ser mamá y muchas cosas más, adoro tu cansancio y te entiendo cada vez mejor). 
Te imagino azorada, temerosa, con los minutos contados, el puré que se quema sobre la hornalla, tus versos embarullados sobre el escritorio. Esas coplas que leía por sobre tu hombro mientras las escribías, alegre y rá- pida con la máquina ruidosa, sentada como Buda en el borde de tu cama. 
Me gustaba tu máquina, su ruido; me gustaban tus coplas, sobre todo esas que hablaban de Entre Ríos, tu provincia añorada en los trajinados días de Buenos Aires. 

Mi infancia de sol y río 
jugando a la ronda está, 
cielo arriba y cielo abajo 
de flor de jacarandá. 

Me gustaba tenerte cerca, y te tuve tan poco... Trabajabas afuera, tenías cátedras de castellano y francés en algunos colegios. Claro, ¡tres nenas! y ustedes dos tan jóvenes... Había que pensar en la casa, en los zapatitos, en el porvenir multiplicado por tres. 
Yo te decía “Mamita, no te vayas”, y muchas veces lloraba. “Llevame con vos”.
No, no podías, claro. Cuando me llevaste una vez a tu clase del Normal, las chicas hicieron un revuelo y se pasaron toda la hora mimando y entreteniendo a “la hijita de la profesora”. 
Algunas noches yo soñaba que no estabas conmigo y me despertaba gimoteando. 
Quizás al día siguiente hayan sido más cansadoras e interminables mis súplicas para que te quedaras. Pero, ¿cómo explicártelo si mis palabras apenas alcanzaban para nombrar lo imprescindible? ¿Y cómo ibas a imaginarte, tan joven, con tantos sueños, con tantas cosas por hacer entre las manos, que a los veintinueve años un tren iba a inaugurar para todos una triste palabra: NUNCA? 
Regresabas a casa, ibas hacia la vida y la muerte te salió al encuentro. 
Me habías prometido una caja de papel de cartas con muñequitos. Papá te estaba esperando para ir no sé adónde y lo llamaron por telé- fono para decirle que habías tenido un accidente.
—¿Un accidente? ¿Mi señora? ¿Dónde está? 
—Mamá... ¡mamita! 
Él salió volando. Quise llorar. Pero no, ¿para qué llorar? A una mamá nunca le pasa nada. No puede pasarle nada. A mi mamá no. 
Habría escuchado mal. No se deben escuchar las conversaciones de los mayores, y menos cuando hablan por teléfono. El castigo por haber hecho algo malo era ese: entender otra cosa, confundirme.
Pero no viniste esa noche. Ni a la mañana siguiente. Ni a la noche siguiente. 
Y alguien nos dijo: “Mamita se fue al cielo”. 
¿Te das cuenta? 
Las tres tan chiquitas (ocho, siete y cinco años) y “mamita se fue al cielo”. 
Al cielo. Absurdo. No lo entendimos bien. 
Me habías prometido papel de cartas con dibujitos. Hacía frío y Martita se destapaba de noche, ¿quién iba a taparla? ¿Y Noralí, con esas manitos y ese copete y todas esas preguntas que tenías que contestarle? 
No. Era mentira. Estaban equivocados. 
En cualquier momento ibas a aparecer en el vano de la puerta, riéndote, con el cabello rubio y corto, joven, jovencísima y linda, y dirías: 
—Vieron, aquí estoy. ¿Se asustaron mucho? Oh, tontitas... ¡una mamá nunca se va del lado de sus nenas! 
Pero pasaron muchos días y muchas noches y, por más que infinidad de veces se me apuró el corazón cuando sonaba el timbre de la puerta de calle, no volviste. 
Y entonces supe que la muerte era una cosa para siempre y que de allí no regresa nadie. 
Han transcurrido años. Tus nenitas son mujeres. Y hay dos nietas, mamá. Una gorda de dos años que se llama Verónica y una chiquitina de cinco meses que se llama Silvina. Silvina, la nena de tu nena menor. 
Con algunas lágrimas y algunas alegrías y algún sacrificio, con algunas de todas esas algunas cosas que componen la vida de todos los seres, hemos llegado adonde querías que llegáramos. 
Seguramente ya lo sabes. Porque tus ojos no se habrán despegado de nosotras, claro. 
Tu fotografía sobre mi tocador... Una foto distinta. Qué linda eras. 
Verónica la mira con curiosidad. Es una haragana y todavía no habla mucho.
—¿Mamá? —me pregunta, estirándose para tocarte. (Para ella todas las mujeres son “mamá” y todos los hombres son “papá”). 
—Sí —le digo—. Es una mamá. La mamá de mamita. Es tu abuela... ¿No te parece linda? Todos los chicos tienen abuelas con canas, con alguna arruga... Vos no. Tenés una abuelita chiquilina con un sombrero negro que le tapa un ojo... 
Verónica me tira del brazo, quiere llevarme a la cocina para que le dé un “plapla” (caramelo, en su idioma). 
Le tengo mucha paciencia. Es absorbente, inquieta, pedigüeña; no me deja un segundo en paz.
Cuando llego a casa, al mediodía, después del trabajo, se me pega y no se separa de mí por nada. 
Y yo la dejo hacer. Y la secundo. 
Que me tenga, que me tenga mucho. 
Que se llene de mí. Que me respire. Que me toque. Que me obligue a quererla con toda mi alma y mi cuerpo también. Que me diga “mamita, no te vayas”, que me lo diga para que yo me quede. 
Quiero darle todo mi tiempo, responder a todas sus preguntas. Porque no sé cuánto estaremos juntas... ¿un día más, un año más, cien años más? Eso nunca se sabe. 
Tengo que apurarme a dejarle mil años de mi amor... y alguna foto. Una linda fotografía que la haga pensar, cuando yo no esté, que fui chiquita y niña y adolescente y joven y mujer y madre, y triste, alegre, plena. 
Un ser humano, muy parecido a ella, a quien puede querer y comprender, no solamente recordar y venerar. 
Mamá: qué buena idea tuvo el fotógrafo que te hizo este retrato. 
No me regaló un recuerdo, me regaló una chica enamorada que después creció, me acunó entre sus brazos, escribió coplas... y ahora es la abuela más joven y más linda del mundo.
Poldy Bird

domingo, 9 de abril de 2017

Chiquitita

Con los años que cumplís ya puedo hacer un ramo: doce. Una docena, Verónica. Te compré una pollera larga hasta el sue­lo y unas sandalias con las que me alcan­zás. Hermanas en altura. La gente te mira ya como a una muchachi­ta. A nadie se le ocurre protegerte cuando cruzás la calle, ni despacharte última en el almacén o en la tienda, como les hacen a los niñitos.

“Una hija MUJER”, me dicen los que nos conocen, y yo asiento, bien educada, sin replicarles que no sé bien qué es MUJER, mujerona, señora, adulta, grande…, por­ que me prometí no pasar de adolescente, y cumplo mis promesas.
He gastado caminos y he gastado zapatos, me he dado con la cabeza contra las pa­redes, pero nunca aprendí tanto como en estos doce años en los que anduvimos jun­tas. Empecé caminando con pasitos de flor, alzándote con miedo, sintiéndote tan mía y tan extraña al mismo tiempo. Vos me fuis­te enseñando qué hacer en cada caso. Ibas creciendo y yo crecía con vos. Me llegabas al muslo, a la cintura, al hombro… Aho­ra, a veces, hasta me protegés, hasta me das consejos.
Vos me enseñaste lo que es una madre. Eso era algo que yo desconocía. La última vez que yo llamé mamá y me respondieron, tenía ocho años. Y después, nunca más.
A veces, con miedo, grité desesperada “Mamá, ayudame”: la noche en que na­ciste, la tarde que perdí al bebé, en Bar­celona, la mañana de noviembre que me operaron.
Y vos me respondiste, mi Veró­nica.
Cuando naciste con un llanto “aquí estoy”.
En Barcelona, rodeándome con tus braci­tos y pidiendo “Que no te pase nada, que no te pase nada”. Y en noviembre del año pasado mostrándote serena, y por debajo de la serenidad, ese temblor que tan bien reconozco.
Así que me enseñaste que una madre es respuesta,
que una madre es camino,
que una madre es un puerto.
Respuesta que no miente, que aclara y se­rena.
Camino que va recto hacia su destino.
Puerto que no corre tras los barcos, sino que los espera y los recibe.
Yo negaba un poco que ibas creciendo. Crecías en el largo de los ruedos y en el número de los zapatos… pero la vez que me di cuenta de que ibas dejando el claro país de la infancia fue hace dos veranos, cuando pasamos frente a una calesita… y no pediste subir. A tu papá y a mí nos dieron unas ganas locas de llorar.
Un ramo. Doce años. Doce colibríes. Doce rositas de azúcar.
¿Cómo serás cuando seas grande? Te re­conozco desde ya : capaz de soportar las heridas que te hagan, pero incapaz de he­rir.
Esgrimiendo la justicia como una vara de nardos.
Segura de lo que querés. Segura de lo que no querés.
Un ramo. Doce años. Doce jazmines. Doce espadas.
¿En qué nos parecemos?
Yo tan temerosa. Vos tan firme.
Yo tan enamorada de las letras. Vos tan enamorada de la vida.
Yo sin saber nadar. Vos buceando piedri­tas bajo el agua.
Yo solitaria. Vos colgándote un collar de amigas.
¿En qué podemos parecernos, habiendo te­nido vidas tan distintas?
Yo no quiero que te parezcas a mí, que puedan humillarte, que puedan hacerte sufrir, que recibas el cariño como un mi­lagro o un premio, que pienses que sola­mente tenés que dar y lo que te den debe­rás devolverlo con creces.
No, no quiero que te parezcas a mí, tan ne­blinosa, tan necesitada de afectos. Quiero que seas esa lámpara encendida que da luz a los que amás y a los que te aman.
Doce años, Verónica. Doce campanitas.
Una docena de veranos. Un ramito de llu­vias de cristal.
Ya has dejado de ser una nena para todos los que te ven.
A nadie se le ocurriría regalarte una mu­ñeca.
A partir de ahora serás chiquitita sola­mente para mí.
Chiquitita nada más que para mamá.
Chiquitita que te tapo, que hace calor y te destapo, que te saco el pelito de la frente, que guardo tu primera batita, el primer dientito que se te cayó…
Chiquitita para mí, que te miro y te veo así de grande como estás hoy, y al mismo tiempo así de chiquitita como eras.
Y siempre se estarán superponiendo las dos imágenes en mi corazón, de hoy en adelante. Y de hoy en adelante serás… serás más mía que nunca, chiquitita.

Poldy Bird
de su libro “Verónica Crece”.

miércoles, 5 de abril de 2017

Bienvenida

Esta es mamá, Verónica, mamá que va a redescubrir el universo desde tus ojos nuevecitos. Mamá que te aprieta en sus brazos con un poco de miedo y una emoción tan grande que la hace temblar. Mamá que va a aprender muchas cosas a tu lado, esas cosas que vas a balbucear con tu hociquito de rosa, esas cosas que vas a señalar con tu índice crédulo, amasado con estrellas y espuma. Ahora tú eres la brújula que señala el Norte. No hay nada más importante que tú. 
Chiquita y hambrienta, ocupas todo el mundo. Donde tú estás no hay lugar para nada más. No hay más aire que tu aliento leve ni más tibieza que la de tu cuerpecito. No hay más luz que la que encienden tus pupilas cuando abres los ojos. Y tiene tanta fuerza tu minúscula presencia que ha borrado todo lo que estaba atrás. 
Ya no hay recuerdos, Verónica, solo cuenta la vida desde que naciste. 
Enero te trajo en su último día, te trajo acunándote en las casuarinas de plata y verde, te trajo palpitando en el corazón de pájaro que late en el verano. 
Fuiste una revelación y una sorpresa, la realización de un largo sueño, de una ansiedad florecida cada día. 
Yo te tenía preparado un nombre y una cuna. Hubiera querido tenerte preparado un mundo mucho mejor que este que te ofrezco... un mundo sin envidias, sin guerras, sin rencores; un redondo y luminoso mundo de paz y de trabajo. Un mundo de cocuyos brillantes, de globos de colores, de barriletes y ositos de felpa. 
Un mundo en el que nunca tuvieras que derramar una lágrima. Pero, no, no temas, nenita mía. No tengas miedo. 
Mamá está aquí, a tu lado. Te tiene fuertemente apretada. Así. Así. 
Mamá no sabe cantar, pero te canta. 
Mamá te defenderá. 
Y si tienes que equivocarte, las equivocaciones te servirán de experiencia. Y si tienes que sufrir, el sufrimiento te hará fuerte. Y si tienes que llorar –como podrás hacerlo sobre mi pecho siempre pronto para ti–, las lágrimas no serán tan amargas.
Mamá no pudo prepararte un mundo, Verónica, un mundo maravilloso... pero sí puede prepararte a ti para que sepas ver maravilloso este mundo lleno de defectos que te brinda. 
Esta es mamá, Verónica. Mamá, que hasta ayer nomás jugaba un poco a vivir, jugaba un poco a ser mujer. 
Mamá, que hasta ayer nomás jugaba a buscarte un nombre, a imaginarte un color de ojos, un color de pelo, hablaba “del hijo que va a venir” sintiendo tu presencia en su cuerpo, pero sin poder armar del todo tu rostro, como un rompecabezas al que le faltan algunos pedazos. 
Y te imaginaba como un juguetito, un adorno, una flor... y no sabía todo ese montón de cosas que ahora sabe. No sabía de esas noches custodiando tu cuna como un ángel guardián, oyendo tu respiración, estudiando tus movimientos, palpando tu llanto en su propia carne como algo que duele, que estremece... brindándose para tu hambre con esa magnífica certeza de que dependes de ella para todo, y con esa sublime emoción de sentir que te nutres de su savia.
Eso sí, tendrás que perdonarle a mamá los escarpines celestes, la pelota de colores, un nombre que suplantó por mucho tiempo al tuyo; tendrás que perdonarle un chico llamado Juan Pablo y su trayectoria de niño a hombre imaginada con todos sus pormenores: un tren eléctrico, un barrilete, un cuaderno de versos, un cigarrillo, un vaso de vino, una trasnochada con su ojera azul... 
También, y desde ahora, tendrás que empezar a perdonarle los errores que cometa contigo. 
Porque mamá te quiere, Verónica, pero hay muchas cosas de ti que ignora, que no sabe. 
Mamá quisiera ser sabia, ser adivina, ser un poco Dios... pero tiene que resignarse a su arquitectura llena de defectos y debilidades, tiene que empinarse sobre sus miserias, sobre sus escombros y desangrarse hasta llenarse de luz para que tú la veas, para que tú la ames, para que tú la admires.
Ahora no puedes entender esto porque eres muy chiquita. Pero mañana crecerás y mamá hará más lento su paso para poder caminar a tu compás y estar siempre a tu lado. 
Esta es mamá, Verónica, una mamá que quiere gustarte y hoy, en tu primer mes de vida te dice: Bienvenida. Y gracias, gracias de todo corazón.
Poldy Bird

martes, 4 de abril de 2017

El consejo maternal

Ven para acá, me dijo dulcemente
mi madre cierto día;
(aún parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía).

Ven, y dime qué causas tan extrañas
te arrancan esa lágrima, hijo mío,
que cuelga de tus trémulas pestañas,
como gota cuajada de rocío.

Tú tienes una pena y me la ocultas.
¿No sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?

¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá, pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo.

Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije;
la causa de mis lágrimas ignoro,
pero de vez en cuando se me oprime
el corazón, y lloro.

Ella inclinó la frente, pensativa,
se turbó su pupila,
y, enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:

- Llama siempre a tu madre cuando sufras,
que vendrá, muerta o viva;
si está en el mundo, a compartir tus penas,
y si no, a consolarte desde arriba...

Y lo hago así cuando la suerte ruda,
como hoy, perturba de mi hogar la calma:
¡Invoco el nombre de mi madre amada,
y, entonces, siento que se ensancha el alma!

Olegario Victor Andrade
“El hogar de todos” pág. 175