Sentado al escritorio,
el maestro escuchaba la lectura; distraídamente jugueteaba con el lápiz,
mirando por la ventana el áspero paisaje campesino, cuya agresiva vegetación
espinosa y de hojas chiquitas era detenida por el alambrado de hilos que
delimitaba el terreno limpio de la escuela.
-“No es un caballo; es
una cebra. Las cebras son de África”.
Los chicos observan silenciosos
desde sus bancas. Estela González estaba “rindiendo”. Aspiraba a que se le
cambiara el libro por otro más adelantado.
Estela no se dejaba
engañar por la aparente distracción del maestro y ponía sus cinco sentidos en
la lectura. Comenzó a leer la página sesenta y cinco:
–Tijre, ti-jre, ti-jre…
–No.
Estela se puso a
deletrear a media voz:
–T… i… ti; g… r… e…
jre: ti-jre –se aseguró nuevamente y reinició la lectura–: tijre, ti-jre…
–No.
Estela se zambulló en
las letras, hurgando los sonidos desesperadamente. La lectura, en esta prueba, debía
realizarse sin la menor ayuda (“el hombre tiene que salir solo del pantano; si
no puede, se muere nomás”).
Los chicos cuchichearon
en el grado.
–¡Silencio, salvajes! –dijo
el maestro–. No hagan bulla que el gallo está torcido.
Doblada sobre el libro,
Estela comenzaba a morirse.
El silencio era ahora
profundo (“el gallo está torcido”); por eso es que se oyó con tanta nitidez el
ruidito en el armario del aula vecina, que era ocupada durante la mañana por
los chicos del segundo grado.
Los chicos levantaron
la cabeza y miraron al maestro. Éste se incorporó de la silla y fue a
investigar.
–No hay nadie –dijo al
regresar–; debe de ser un ratón. Seguí, Estela.
Estela no volvió los
ojos al libro; quedó mirando al maestro, así como todos los otros chicos. Se advertía
en el grado una atmósfera de expectativa.
–Bueno, ¿qué ocurre? –cuarenta
caras impasibles lo miraban– Panchito, vos, ¿qué hay?
–No es una rata, señor;
es Ana Vieyra –Francisco habló cuidadosamente y agregó, para abonar su opinión–:
Todos sabemos que es ella.
¡Ana Vieyra! El maestro
siente en la garganta el nudo de la congoja. Tiene el corazón martirizado por
el recuerdo de la pequeña Ana. Él no se acostumbra a la dolorosa realidad; le
parece que ella vendrá un día, como siempre, mostrando sus blancos dientes en
la sonrisa de su cara morena. Pero no, ella no vendrá más, “su largo corazón se
ha vuelto río”.
El maestro ha quedado
contemplando la llanura abierta a través
de la pequeña ventana que es más una tronera en la pared de barro. Los matorrales
están salpicados por las hermosa flores del chaguar; el chaguar que ha
empollado a ras del suelo, entre sus largas hojas bordeadas de dientes
agresivos, el maravillosos racimo color fucsia que se eleva en una vara de
insólita delicadeza y suavidad. El maestro se concilia ahora con el hosco
chaguar que es capaz de la bondad de una flor de seda.
Una majada pasa por el
camino. Sin necesidad de ser arreados por los perros ovejeros, los animales
trotan sedientos hacia los pozos de balde. Un poco rezagado viene el chango
pastor entretenido en hacer sonar sin pingullo de barro.
–Es Ana, señor –insiste
Pancho–; todos sabemos que es ella. Hace días que la oímos. Vos has dejado su libro
en el armario y ella anda buscándolo. ¿No la oyes de noche, cuando te quedas
solo leyendo hasta tarde? Ella no te molesta porque te quiere; pero tiene que
llevar su libro, ¿sabes?
¡Ana Vieyra! El maestro
ha quedado apoyado en la ventana; mira un cielo tan limpio que es un enorme
accidente esa nubecita que atraviesa temeraria la inmensa llanura azul.
Los chicos están
silenciosos y quietos. El alma de Ana Vieyra revolotea en el grado, entra y
sale de los chicos; ahora tironea las trenzas de las botas del maestro,
haciéndolo jugar.
El maestro se inunda de
dolor. ¡Pobre Ana! Ese martes la pequeña pastora iba con sus ovejas; sus trece
años son un capullo de belleza morena. Los animales ramonean por la barranca
del río, cuyo cause está ahora espumoso de creciente.
Una de las ovejas ha
perdido su cría y bala afligida levantando la cabeza y trotando desorientada. El
animal dispara aproximándose peligrosamente al borde de la barranca. Ana advierte
el peligro y corre a detenerla; se prende a su vellón, pero la oveja se espanta
y reinicia la carrera por el borde del río. Ana está desesperadamente tomada al
animal. La oveja se desbarranca y la pequeña pastora es arrastrada a las aguas.
Los perros ovejeros ladran
y gimotean por la orilla del río.
“No encenderá tu amor, como la oveja
el viento en los vellones fugitivos,
ni tu perfil de alondra en las espumas
de un verano desnudo,
como la sangre vuelve a las cigarras
después que las canciones han herido su sombra.”
Los versos de Tomás
Eloy lo inundan con “miel de pesares”.
Cuando en la ciudad el
maestro le contó a Tomás Eloy la muerte de Ana, el poeta no pudo dormir más, no
pudo dormir hasta que se levantó por la madrugada y escribió su “Lamento por
Ana Vieyra”; éstos son los versos que al maestro le rondan todo el día por el
oído.
“Ya no, Ana Vieyra, sobre la adolescente
soledad de tus manos sin orillas
amanecerá el aire entre pastores.
¡Tu largo corazón se ha vuelto río!
El maestro camina ahora
entre la fila de bancos, los chicos lo miran silenciosos.
–Es Ana, señor…
¡Qué extraordinaria habilidad
tenían sus manos para el dibujo! El maestro recuerda que un día le dijo: “Vete
al pozo de balde de don Antonio y dibuja un chilado
de esos que van a tomar agua”.
Cuando una hora después
Ana regresó y entregó su cuaderno, el maestro no encontró el dibujo del pequeño
aberrojo; en cambio había el diseño de un hornero sobre su nido de barro; pero
¡cosa extraña! era un nido cuya parte superior se transformaba sorpresivamente
en un pájaro estilizado que elevaba su cabecita al cielo y abría una alitas
casi manos.
Los chicos copiaron
muchas veces ese dibujo, y se hizo familiar al maestro encontrarlo en los
cuadernos, al margen de un deber, o en el pizarrón, después del recreo.
Los versos de Tomás
Eloy lo martirizan:
“Si tu aliento no empuja el mediodía,
¿cómo alzarán su lengua los quebrachos,
y cómo el algarrobo, sin tu luna temprana,
recogerá los sueños del otoño?
Dile a la tierra tu silencio, dile
tu pan al agua y tu mejilla al cielo.
Si no resbala el corazón, los juncos
arderán con la flor de tu misterio.”
–Ana quiere su libro, señor
–la voz de Panchito lo volvió al aula–. Tenemos que quemar el libro de Ana.
–¡Claro! ¡Hay que
entregar el libro a Ana!
Salieron al patio. Los chicos
recogieron ramas secas e hicieron una pequeña hoguera.
Las llamitas lengüetearon
al libro como con fruición, las hojas se encresparon.
El libro se abrió como
una flor y comenzó a ennegrecer, hasta que el fuego lo invadió.
Todos estaban
silenciosos, mirando las hojas que se consumían.
Abalo, Jorge W. (1966) Cap. XI en Shunko, p. 97. Quinta Edición. Editorial Losada S.A. Buenos
Aires. Argentina.
Gracias por compartir un fragmento del libro! Justo me pidieron una actividad referido a este capitulo :)
ResponderBorrarLeerlo me lleva a mi infancia, mi padre, docente el, me lo hacía leer y yo, cerrando los ojos, imaginaba todo ese escenario, lejano e inalcanzable, paradojas de la vida, en el año 81 y en el 83, fui de maestro a las escuelas de San José, cerca de Bandera Bajada y Rumi Pozo, cerca de la Villa Matoque. Y hoy, a casi cuarenta años, leí, de casualidad, este fragmento y los ojos se llenan de lágrimas. Gracias.
ResponderBorrarME ENCANTÓ LEER ESTE CAPÍTULO DE SHUNKO! CUÁNTOS RECUERDOS ME TRAJO DE CUANDO SIENDO UNA JOVENCITA DI CLASES EN UNA ESCUELITA RANCHO DE SGO DEL ESTERO. LOS CHICOS ERAN TAN DULCES E INGENUOS COMO LOS PERSONAJES QUE DESCRIBE JORGE ABALOS. UNA MARAVILLA! GRACIS
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