domingo, 11 de febrero de 2018

Yo soñara que usted estaba soñando

XXIV. PAUSA ONCE:
(PARA INFORMARLE EL SUEÑO QUE YO SOÑÉ 
QUE USTED SOÑABA, DON JORGE LUIS…)
(...)
Usted se introdujo en la cama. Al segundo se levantó con un alarido. Su madre acudió a su grito. Usted, temblando de indignación y espanto, señalando con el bastón, le dijo:
-¡Madre, fíjese lo que hay debajo de mi almohada, un puñado de ajos recién pelados!
Su madre, Borges, trató de calmarlo, pero le resultó imposible. Usted empezó a correr, llegó hasta el ascensor, el ascensor fue fiel a su nombre, y no lo descendió hacia la buscada calle sino que lo ascendió, lo dejó frente a un irremediable pasillo que usted empezó a caminar atropelladamente. El pasillo, naturalmente, era el comienzo de un laberinto. El laberinto, de muros muy estrechos, tenía foquitos indicadores con luces palpitantes. Pero los foquitos eran cabezas de ajos sin piel. Sus pasos siguieron multiplicando el laberinto. Usted jadeaba, pero casi se abstenía de respirar para soslayar las sucesivas ofensas del olor a ajo. De pronto su cara se iluminó de felicidad: el laberinto lo había desembocado en una colosal biblioteca. Sin demora buscó el Libro de las 1001 noches. Abrió en la Noche 272 y se encontró con que la página ya estaba señalada, pero con una rodaja radiante de cebolla recién cortada. Arrojó muy lejos su libro tan querido. Buscó otro. Se detuvo en The History of Piracy (London, 1932), y se encontró con otras rodajas de cebolla en el capítulo dedicado a la fenomenal pirata, la viuda Ching. También arrojó muy lejos este libro, como jamás lo había hecho en su vida.
Siguió corriendo por ese renovado laberinto puntualmente señalado por el sucesivo ajo.
Al rato el laberinto lo desembocó en una habitación en donde no había otra cosa que espadas del siglo pasado, las de sus antepasados guerreros. Al lado de las espadas yacían pequeñas montañas de cebolla, recién cortadas pos sus otrora venerables filos.
Siguió corriendo, Borges. Más laberinto. Y más ajo. Ajo siempre. De pronto, una habitación sin nada, sin nadie. Aquí me quedo, susurró usted. Empezó a acuclillarse; entonces vio un reloj de arena de unos cuarenta centímetros. El reloj de arena era algo extraño, pero igualmente cumplía su perezosa tarea de vigilar la eternidad. Por su garganta no bajaba sedosa arena, caían, metódicamente, diminutos dientes de ajo…
Reanudó su carrera, Borges, pero ahora sin el bastón: de él también empezó a desconfiar. Hasta que el laberinto dejó de ser laberinto: se convirtió en un pasillo recto, interminable, tan largo que el más hábil de los arqueros habría disparado una flecha, desde donde usted estaba, sin conseguir clavarla en el fondo. Usted de todas formas arremetió contra la imprudente distancia de ese pasillo. Caminó horas, o días… siempre custodiado por las luces emitidas por los ajos… caminó, caminó, hasta que apareció  la forma redentora de una puerta: era una gigantesca rodaja de cebolla, rectangular, perfectamente plana, recién cortada. Se detuvo, erizado. Quiso volverse, pero recordó lo que había atrás. Con un aullido empujó por fin la puerta. Y se encontró otra vez en su casa, en su habitación. Su madre lo estaba esperando.
Los vi, a usted y a ella: Los oí dialogar así:
-Madre, no aguanto más este asedio… es como si yo fuera de cebolla y no de carne y hueso…
-Dices bien, Jorge Luis: tú no eres de carne y hueso, eres de cebolla, y no sólo de cebolla, de cebolla y de ajo…
-Madre, no traje de asustarme, no soy un chico…
-Digo la verdad, Jorge Luis: presta atención a tu pelo blanco… si accedes, por una vez, a observar la realidad, advertirás que tus cabellos son realmente finísimas hebras de cebolla…
-Si es preciso, madre, me cortaré el pelo al ras.
-Te verás ridículo… y será inútil…
-¿Por qué será inútil, madre, por qué?
-Porque hasta los dientes que hay en tu dentadura son dientes de ajo…
-¡Basta ya, calle maaadre!!!
-¡No me grites! No te lo permito, por dos motivos: porque aún en el Infierno me has de respetar, y además, porque con tu grito me mortificas enviándome un vientito de ajo que me resulta difícil de tolerar, Jorge Luis…
-Madre, ¿por qué me dice Jorge Luis si siempre me llamó Georgie?
-Para no desorientar a los lectores, Jorge Luis…
-De manera que esto es el Infierno, madre…
-Esto es el Infierno para ti.
-¿Y por qué merezco este Infierno?
-Por embustero y porque dejaste crecer adentro de ti a ese inquilino que se ha adueñado de nuestra casa y que con sus desmanes impide leer con naturalidad lo que el otro escribió con tanto fervor.
-Madre, ¿sabe una cosa? Creo que de pronto ya no le tengo asco al ajo y a la cebolla…
-Señal que estás envejeciendo, Jorge Luis.
-¿Pero es que se puede envejecer en el Infierno?
- Sí, se puede envejecer y morir; pero no te alegres, después de esa muerte se cae en otro Infierno.
-¿Y qué me espera, madre, en el próximo Infierno, ya que en este me he aburguesado, se han aquietado mis repulsas?
-Te espera un magnífico ejemplar de un libro como El Quijote, y otro ejemplar de un libro como La Divina Comedia
-Madre, eso no tiene nada de Infierno, salvo que allí yo esté completamente ciego y no encuentre a nadie que me lea…
-No, en ese próximo Infierno no serás ciego, podrás leer con tus ojos, y hasta sin lentes…
-Usted desvaría, madre: ese Infierno para mí no será Infierno, desde el momento en que podré leer libros como El Quijote y La Divina Comedia
-Sí que eso será un Infierno para ti, porque esa especie de nuevo Quijote habrá sido escrita por un vasco ordeñador de vacas… y es especie de nueva Divina Comedia tendrá por autor a un negro insoportable.
-Madre, ¡eso no puede ser!
-Sí, puede ser, Jorge Luis, ya lo verás, ya lo verás
-Madre, déjeme morir…
-Eso es imposible, Jorge Luis, porque, como tú escribiste parafraseando no recuerdo a quién, para morir es preciso antes haber nacido…
-¿Y acaso no he nacido, madre?
-No, todavía no has nacido, Jorge Luis.
-¿Cuánto falta para eso?
-Hijo, falta una eternidad.
-Pero eso es como decir nunca, la eternidad es eterna, madre…
-Eso es lo que tú supones, mi Jorge Luis, que la eternidad es eterna.
Borges, usted  me preguntará: ¿Y cómo termina ese sueño en que yo sueño que usted sueña eso?
Mi sueño termina así: usted, Borges, está hincado, afirma su cabeza sobre el regazo de su madre. Mientras llora desconsoladamente, le dice:
-Madre, déjeme morir, déjeme morir.
Su madre, con voz grave, le contesta:
-Hijo, no seas niño: comprende, eso no puede ser, todavía no has nacido, recién estás soñando…

Rodolfo E. Braceli  (1979) “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo” XXIV. Pausa once: (para informarle el sueño que yo soñé que usted soñaba, don Jorge Luis…) pág. 126

No hay comentarios.:

Publicar un comentario