Pascual Duarte, a fuerza de llevar tiempo y tiempo sin mudarse de ropa, estaba sucio y casi desconocido. Muy limpio, lo que se dice muy limpio, no lo fuera nunca, bien cierto es, pero tan sucio como últimamente andaba tampoco era su natural. Los libros que tienen muchas ediciones acaban siempre por ensuciarse y, de cuando en cuando, conviene fregotearles la cara para volverlos a su ser. Esto de la higiene es arte capcioso pero necesario, arte que si bien debe usarse con cautela para no caer en sus garras, fieras como las del vicio, tampoco es prudente huirlo ni despreciarlo. En Orense vivía un señor que se llamaba don Romualdo Vaqueriza Duque, quien motejaba al bidet de cabeza de puente de la masonería en la vetusta civilización hispana; la gente, como no sabía bien lo que quería decir eso de vetusta, lo dejaba hablar. Don Romualdo, que era muy aparente, murió de un incordio anal que, según la ciencia, quizás hubiera podido desprendérsele con jabón. A mí no me agradaría que el recuerdo de Pascual Duarte —¡pobre Pascual Duarte, muerto en garrote!— muriese como don Romualdo, de resultas de su miedo al agua.
Los escritores, por lo común, corregimos las pruebas de nuestras primeras ediciones y a veces, ni eso. Las que siguen las dejamos al cuidado de los editores quienes, quizás por aquello de su conocida afición al noble y entretenido juego del pasabola, delegan en el impresor, el que se apoya en el corrector de pruebas que, como anda de cabeza, llama en su auxilio a ese primo pobre que todos tenemos quien, como es más bien haragán, manda a un vecino. El resultado es que, al final, al texto no lo reconoce ni su padre: en este caso, un servidor de ustedes. Los libros, con frecuencia, mejoran con esta gratuita y tácita colaboración, pero los autores rara vez nos avenimos a reconocerlo y solemos preferir, quizás habitados por la soberbia, aquello que con mejor o peor fortuna habíamos escrito.
A veces pienso que escribir no es más que recopilar y ordenar y que los libros se están siempre escribiendo, a veces solos, incluso desde antes de empezar materialmente a escribirlos y aun después de ponerles su punto final. La cosecha de las sensaciones se tamiza en la criba de mil agujeros de la cabeza y cuando se siente madura y en sazón, se apunta en el papel y el libro nace. Lo que sucede es que el libro, después de nacer, sigue creciendo —armónico o desordenado— y evolucionando: en la cabeza de su autor, en la imaginación o el sentimiento de los lectores y, por descontado, en las páginas de sus ulteriores ediciones. Estos crecimientos no son de la misma sustancia, bien es verdad, pero todos le hacen crecer. Un niño crece de diferente manera que un cáncer, pero el cáncer —y eso es lo malo— también crece.
Con el Pascual Duarte casi he tenido —en esta ocasión— que recurrir a la cirugía para podarle lo que le sobraba tanto como para devolverle lo que le quitaron; al final, afortunadamente, bastó con una buena jabonadura. Aunque ahora, al releerlo al cabo de los años, me entraron tentaciones de acicalarlo con mayor esmero y pulcritud, he preferido dejar las cosas —en lo fundamental— como estaban y no andarle hurgando. No la hurgues, que es mocita y pierde —oí decir por el campo de Salamanca, algo más arriba del paisaje extremeño de Pascual Duarte. Además, mi cabeza no es la misma de hace veinte años y este libro es producto de mi cabeza aquella y no de mi cabeza de hoy. Seamos respetuosos con el calendario.
Montaigne llamaba al orden virtud triste y sombría. Probablemente, Montaigne confundió el orden con su máscara, con su mera apariencia; es actitud frecuente entre gentes de orden, entre quienes llaman orden a lo que no es ritmo sino quietud y, a fuerza de no distinguir entre el culo y las cuatro témporas, acaban tomando el rábano por las hojas. Yo pienso que el orden es algo alegre, vivo y luminoso; lo que es triste y muerto y opaco es lo que suele darse, fraudulenta y enfáticamente, por orden, cuando en realidad no pasa de ser un vacío. El firmamento es un hermoso prodigio de orden. El orden público, por el contrario, no es más cosa, con harta frecuencia, que un caos silencioso al que se fuerza a fingir el límpido color del orden aunque, claro es, nadie acabe creyéndoselo.
Pero si a veces pienso que escribir y ordenar son una misma cosa, otras veces sospecho lo contrario y hasta llego a creer en la inspiración de que nos hablan los poetas románticos —esos grandes mixtificadores— y los críticos románticos —esos denodados paladines de la confusión. Entiendo saludable —no sé si sabio— no pensar siempre lo mismo en lo adjetivo y sí, en cambio, variar poco en lo substantivo y permanente. Lo digo a cuenta de que tampoco me extrañaría poder llegar a incluir a la inspiración en la órbita del orden.
A mi novela La familia de Pascual Duarte, después de lo mucho que sobre ella he trabajado, voy a procurar no tocarla más. Su texto original queda fijado (quizás fuera menos pedante decir: establecido) en esta edición y a ella procuraré remitirme siempre que lo necesite. Sus traducciones habrá que admitirlas tal como están, salvo que mis futuros traductores prefieran ajustarse al texto de hoy, cosa que habría de agradecerles. Como es de sentido común, las traducciones casi siempre he tenido que darlas por buenas porque, para revisarlas y comentarlas, precisaría de unos conocimientos que estoy muy lejos de poseer. En mis tiempos de La Coruña conocí y admiré mucho a un guardia municipal que se llamaba Castelo y que llevaba bordadas en la manga siete banderitas, una por cada país cuya lengua hablaba. No es mi caso y no me duelen prendas al reconocer que no hubiera podido servir para guardia urbano o, al menos, para guardia urbano coruñés; a lo mejor, en Jaén o en Cáceres exigen menos requisitos y sabidurías.
En fin: Pascual Duarte está de limpio, que es lo importante. Ahora se dispone a empezar a morir de nuevo, poco a poco.
Palma de Mallorca, 23 de agosto de 1960.
La familia de Pascual Duarte
Camilo José Cela
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