...Suena precipitadamente un timbre lejos, con un tintineo vibrante, persistente; luego otro, más cerca, responde con un repiqueteo sonoro, clamoroso. Los grandes y redondos focos eléctricos parpadean de tarde en tarde; un momento parece que van a apagarse; después recobran de pronto su luminosidad blancuzca. Retumban, bajo la ancha cubierta de cristales, los resoplidos formidables de las máquinas; se oyen sones apagados de bocinas lejanas; las carretillas pasan con estruendo de chirridos y golpes; la voz de un vendedor de periódicos canta una dolorida melopea; vuelven a sonar los silbidos largos o breves de las locomotoras; en la lejanía, sobre el cielo negro, resaltan inmóviles los puntos rojos de los faros. Y de cuando en cuando, los grandes focos blancos, redondos, tornan a parpadear en silencio, con su luz fría...
Va a partir el tren; en mi coche sube una señora enlutada; suben también con ella dos chicos, tres chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus melenas cortas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy grave, muy modoso, está un pequeño señor de cuatro años; a mi izquierda, una pequeña dama de tres; sobre mis rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren; el vagón rebosa de gente. Todos charlamos; todos reímos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomotora resopla; el convoy se pone en movimiento... Atrás quedan los millares de salpicaduras áureas que iluminan la gran ciudad; una bocanada de aire tibio entra por las ventanillas abiertas. El campo está negro, silencioso; brillan en el infinito las estrellas con titileos misteriosos.
Yo soy un pequeño burgués, grueso, jovial, paternal; el chico que llevo sobre mis rodillas me da palmadas en la cara con sus menudas manos carnositas. Los que van a mi derecha y a mi izquierda me preguntan cosas a gritos. Yo les cuento a todos historias extraordinarias y río; me siento satisfecho y alegre. El aire es puro y templado; las estrellas fulguran.
Yo soy un pequeño burgués que vive en un pueblo de la costa, que tiene una gran casa con salas desniveladas y una solana ancha; que cultiva un huerto umbrío con parrales y pilares blancos, que posee unos pocos libros llenos de polvo, que viaja rodeado de dos, de cuatro, de seis chicos, menuditos, rubios o morenos, reidores, curiosos, con melenitas sedosas, con manos diminutas que todo lo piden y todo lo destrozan. La vida es fácil y dulce. Yo chillo también como estos chicos; todos gritamos. Y de pronto, entre la baraúnda, surge una voz que entona una vieja canción infantil, y todos, en coro disonante y estrepitoso, cantamos:
«La viudita, la viudita,
la viudita se quiere casar
con el conde, conde de Cabra,
conde de Cabra se le dará.»
El estrépito del convoy acompaña nuestra tonada. El coche, sobre la línea desnivelada, cabecea marcadamente a un lado y a otro; viajamos en un barco. Nuestras voces se enardecen por momentos; las estaciones cruzan rápidas. Yo paso y repaso la mano por la melena suave del minúsculo señor, posado en mis rodillas. Una vaga ternura satura mi espíritu ante este hombre diminuto que puede ser un héroe de la patria; por el bolsillo de mi gabán asoma formidable una botella. La vida es fácil; las estrellas fulguran en la inmensidad negra...
Y cuando más estruendoso es el bullicio, el tren para; una voz grita furiosa: «¡Yeles, un minuto!», y un profundo y doloroso estupor se apodera de mí. He de bajar. Ya no sé ni adonde voy, ni lo que quiero. ¿Por qué he bajado? ¿Por qué no he seguido? ¿Cuáles son mis propósitos? ¿Qué voy a hacer yo en esta estación solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un sordo fragor por la campiña tenebrosa; un momento me quedo inmóvil, absorto, y contemplo en la lejanía cómo va perdiéndose, perdiéndose, el ojo rojo, encendido, del furgón de cola. Y entonces, algo como una vocecilla irónica, insidiosa, dice dentro de mí: «Pequeño burgués, ¿tú has dicho que la vida es fácil? Pues ahora vas a verlo». El andén está solitario; un mozo acaba de apagar los faroles, con un gesto hosco y despiadado.
Y en este momento yo resuelvo interiormente proseguir mi peregrinación a Esquivias. Pero yo lo he resuelto muy pronto: un hombre sencillo me comunica que Esquivias dista de aquí una hora. «Pero ¿habrá carruaje para ir?», pregunto. No, no hay carruaje a estas horas. «Pero, entonces—torno a preguntar—, ¿podré quedarme en Yeles?» No, no puedo quedarme en Yeles. ¿Cómo se me ha ocurrido a mí este absurdo enorme de pernoctar en Yeles? Son las nueve; todos los vecinos están durmiendo; no sería posible tampoco, aunque estuvieran despiertos, encontrar posada entre ellos... Las estrellas refulgen; a lo lejos, en los confines del horizonte, aparece una claridad pálida y difusa. La luna va a surgir. Yo hago que me señalen el camino de Esquivias. Y lentamente, me dirijo por él. Ya no soy el pequeño burgués que tiene un huerto con parrales y viaja con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos: ahora soy el pequeño filósofo que acepta resignado los designios ocultos e inexorables de las cosas. El camino es estrecho y de hondos relejes: serpentea a través de campos llanos, rasgados por largos surcos paralelos. A trechos aparecen los manchones hoscos de los olivos. Todo está en silencio. La luna llena asoma, tras un terreno, su faz ancha y amarillenta. Yo ando y ando. Un cuclillo canta lejano—«cú-cú»; otro cuclillo canta más cerca— «cú-cú». Estas aves irónicas y terribles, ¿se mofan acaso de mi pequeña filosofía? Yo ando y ando. A los sembrados suceden las viñas; a las viñas suceden los olivares. Los cuclillos tocan sus flautas melancólicas; la luna va descendiendo en el cielo sereno. Yo ando y ando a través de viñedos, sembrados y olivares.
Y de pronto, en el silencio de la noche, oigo aullar perros. Ante mí tengo una gradería de piedra, en la que se asienta una columna: es un antiguo rollo. Más lejos aparece la masa enorme de un edificio anchuroso. Estoy en Esquivias. Las calles están desiertas; las tapias de los corrales se alejan formando callejuelas angostas; los anchos colgadizos ensombrecen las puertas. Llega la canción lejana de una ronda de mozos. ¿Dónde está la posada? ¿Cómo encontrarla? Unos sencillos labriegos trasnochadores—son las diez—hacen la buena obra de guiar a un filósofo. Yo llamo a la puerta: «tan, tan». Y heme aquí, tras breves explicaciones, en un blanco zaguán sentado en un estrecho banco de pino, charlando sencillamente—con la sencillez con que lo haría Cervantes en su tiempo—con este mesonero. Sobre un mostrador lucen cacharros y botellas; en un alto vasar aparecen alineadas jarrinas en cuyas panzas vidriadas pone: «Encarnación», «Consuelo», «Petra», «Carmen», «Emilia», «Rosalía»... La posada es, a la vez, taberna; y ¿de qué se ha de hablar en Esquivias, con un tabernero, sino de vinos? Yo ya no soy un pequeño burgués con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos; ni soy un pequeño filósofo que sabe mostrar resignación ante el hado fatal: ahora soy un pequeño comisionista en vinos, ¿De qué queréis que se hable en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos?—Don Hilario los tiene buenos; pero acaso no quiera venderlos—me dice el posadero—. Don Andrés el Mayorazgo los tiene mejores; pero tal vez los quiera caros. Lo indudable es que no debo ir yo en persona a hacer los tratos: Don Andrés el Mayorazgo, «que es un poco logrero», vería, desde luego—claro está—mi afán de compra y subiría los precios; lo mejor es que él, el posadero, entre en arreglos como quien no hace la cosa... Once campanadas suenan cercanas con graves vibraciones. Yo cojo un velón y el mesonero me guía a mi cuarto: está en el piso principal; se llega a él después de pasar por una ancha galería llena de montones de rubia. Dejo el velón sobre la mesa: la estancia es de paredes blancas, enjalbegadas; la puerta es ancha, de cuarterones cuadrados y cuadrilongos; una mesita de pino está junto a la cama. Abro la ventana: la luna ilumina suavemente los tejados próximos y la campiña lejana; aúllan los perros, cerca, lejos, plañideros, furiosos; una lechuza, a intervalos, resopla...
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