Desde la cuesta bordeada por ancha carretera, se descubre el valle. Las casitas diseminadas se asientan como blancas palomas sobre el césped; la iglesia de la aldea alarga su campanario a las nubes, en muda oración, solitaria.
Sobre los campos y los árboles, el otoño estremece su manto de oro, bajo el cielo nublado. El ambiente es húmedo, casi tangible en su pesadez.
Por la carretera las jacas campanillean, arrastrando a los aldeanos endomingados de casinetas chillonas, a la feria de los trigos; las campanas tañen desde lejos, contando sus ecos a las lomas sin fin.
En un recodo del camino de la cuesta, sobre una geométrica piedra gris, sentada, descansa una mendiga. Su cabeza: copo de lana, despilfarrado al viento; en el sitio de los ojos: un globo rojo en el uno, una cuenca vacía en el otro; en ambos: dos párpados se sumen secos. Su rostro arrugado como corteza de algarrobo; sus manos, raíces nudosas, tiemblan, y por debajo de sus harapos indefinidos apuntan sus óseas fugitivas rodillas. Al son de las herraduras en las piedras extiende en curva trémula, su mano descarnada.
–Una limosna, por amor de Dios –dice. En su voz cavernosa, honda, como salida de un cántaro vacío, hay algo que sorprende. ¿La miseria o el crimen, la ahuecan? Oscuro enigma que obliga a meditar. ¿Qué pasión terrible habrá, tal vez, en la punta de un puñal, arrancado la luz de sus pupilas? Mujer, un tiempo joven, hermosa, quizás… Hoy: vieja, miserable; ¡hilacha de carne!
La Naturaleza, indiferente, mira quieta, rozando los sentidos, mientras la criatura, sombra dudosa, se aplasta con el peso de la existencia.
Rosa Bazán de Cámara.
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