viernes, 18 de septiembre de 2020

Duende a la hora de la siesta

El monte guarda una esencia misteriosa, algo espeso se pliega sobre los árboles, los cubre sin tocarlos, está allí como un manto de enigmas.
El silencio no es total. Sobre la tierra cubierta de hojarasca se agita la misma vida que tiembla en la espesura de brazos vegetales. Son leves crujidos, nada más que el anuncio.
En cualquier momento puede aparecer el intruso, para conmover el clima donde se asientan las aves y se extiende el ocre verdegris de las ramas asustadas. No se sabe de dónde viene. Puede ser de este mundo. O del encantamiento perdido. Esa oculta ilusión que vibra detrás de las formas.
Cunumí refresca sus pies en al laguna.
Temprano ha salido del rancho, cuando el sol escalaba sin fuerzas la suave loma hacia el oriente. A Cunumí le gusta la mañana en el verano, a esa hora en que sangra el horizonte. Cuando el ganado busca la hierba de sustento cubierta de rocío. Cuando los teros acuchillan el aire y sobre el agua se deslizan canoítas de plumas.
Esta mañana tiene tiempo de sobra. Es domingo. Habrá ocasión para recoger huevos en el campo, para atrapar crías de pollonas, para tirarse de espaldas a la tierra y oler de golpe todo el aliento que lo circunda.
Ahora está allí junto a la orilla del espejo, donde su sombra es agua. Tiene un tordo en sus manos. Lo suelta y, al rato, oye el silbo distante.
Está solo en ese lugar. Se siente dueño de la vida entera. Es libre. Su alma también canta.
La madre trabaja en la casa; el padre ara la zona de cultivo.
Cunumí los evoca. Son como de cuero; piel de surco y hacha y fondo de remolino con final diáfano. Como dos lagunas definitivas, en las que se puede ver hasta el caracol vacío y el musgo sobre el plato de arena.
A Cunumí lo dejan que retoce. Saben dónde puede estar, a media distancia entre el monte y el rancho. Por la loma, como otro cordero; junto al agua, harto de sol.
Hoy es domingo. Enero alumbra en borrachera.
Cunumí percibe un llamado… Obedece. Es una orden distinta, no suena como de costumbre. La verdad, no siquiera suena.
Viene del monte. Del misterio.
Al principio, la imagen se demora…
Los árboles, insomnes, parecen mirar las otras cosas; sus ramas se mecen como tristes abanicos. Hay algo que zumba. El sendero es recto, aunque no está marcado. Y arriba, bien arriba, nada existe.
Cunumí es nada más que otra forma, un trozo agregado al delirio del suceso. Camina lentamente, sin fuerzas, con los ojos fijos en un sector oscuro donde respira la noche.
De pronto se produce un estallido de luz, de gozo y risa, fronda y trinos, de cielo abierto. Pero la risa es siniestra. Y en este punto tenebroso que concentrara todo el afán de Cunumí, surge un enano casi fosforescente, de rostro simiesco y barba en punta. Lleva un sombrero de ala desmesurada.
El vínculo es firme; el niño y duende atrapados en el mismo círculo de sensaciones.
A Cunumí solo le resta una ventanita por la que puede atrapar los contornos de la realidad, sin embargo sigue, como entre nubes, hacia el vórtice del encantamiento. No tiene idea de distancia. Y lo que abarca el monte desde que se yergue en el paisaje, se le escapa inevitablemente. Pero aun así, tras ese velo de confusión consigue entrever lo que le rodea, a medida que avanza.
Los árboles se estremecen por culpa de un viento extraño, extraño impulso que a él lo convierte en jirón de sombra.
Cunumí duerme en el olvido. Se apaga sin sufrimiento. Es una pequeña figura de ojos tristes, hechizados. Por esos ojos, vacíos de lumbre, se apilan los recuerdos. Alcanza a percibirse lejos, en dimensión de angustia; pero no es él quien se aferra a la nostalgia. No puede… Es el duende que recula andando hacia adelante con sus raros pies, es el duende que lo tienta.
A Cunumí le llegan, repetidos, sus primeros deslumbramientos: la madre en contraluz de un sol en el ocaso; el amado silencio de ese otro cargador de yugos, abriendo sin esperas la costra retobada; el arroyito de aguas pacificas; el concierto de picos mañaneros… Y, en cúmulo arrebatante, el tren de marlos; la voz de Deolindo, su ladero de andanzas, llamándolo en la hora de bronce; esa fiesta que atrajo a tantos vecinos, cuando lo hirieron al “Tape” Aguirre; las campanitas de risas y las flores silvestres y el beso de la luna llena…
Cunumí parece definitivamente atrapado en mágica urdimbre. Pero el duende acerca su boca hecha de trampas a un oído ansioso; susurro falaz, con premio y exigencias. Y a Cunumí se le libera el ánimo en el regreso a un sosiego de pichicas.
Deolindo es rival o amigo según el juego. Ahora incita: -“Vamo´ a juntar huevo´ de teru”…. -“No, mejor vamo´ al montecito” -dice Cunumí. De acuerdo, al monte. A ese lugar de sonidos apretados, de súbitas penumbras, de calma traicionera. Algo especial para dos aventureros que, a escondidas, salen en busca de cambios. Llevan como escudo la ingenuidad. Armas: dos hondas cansadas.
Conversan. Detrás de cada frase de Cunumí se esconde una orden que viene de la espesura… La voz suena como siempre, del claro mundo niño. Pero los pasos no se detienen en ninguna parte porque algo-alguien mueve los labios y los pies de Cunumí, que avanza sin cautela arrastrando a Deolindo en el éxtasis y el riesgo.
Enfrente, despierta la hojarasca; las ramas tiemblan y forman un vano de miedo. Allí está la forma y el trágico esplendor del que guía…
Deolindo amaga un débil gesto; recoge un terrón y, cargada la honda, estira su brazo para fundir a esa presencia en trozos de oropel o en polvo de ilusiones. El brazo cae.
Duende entero duende con agallas, dominador y terrible. Su poder alcanza lejanías inconcebibles. Se mete en el alma de las cosas. Le basta mostrar los dientes en un remedo de alegría; la verdad, la única, es su pasión de encallecido y el aciago fin que busca.
Cunumí accede a ser su cómplice. Desde la vez anterior, un cosquilleo insistente lo martiriza, como si una luciérnaga se le prendiera en el pecho. Esa lucecita le sirvió para tentar a su acompañante; en la misma trama se entrelazan sus destinos. Ahora suspira aliviado. Ha dejado de ser el inocente; pero ya no lleva es carga abrumadora…
El duende se atrasa hacia su reino mientras les tiende la mano y los atrae en ese andar que parece venir y solo se resuelve en un escorzo donde anida el adiós. Cada paso hacia adelante es un continuo regreso al origen; es una lenta e inexorable despedida donde se pierde el envoltorio y se suelta definitivamente esa inconsistencia que sirve para añorar las dimensiones y los hechos. Cunumí y Deolindo decrecen… Ráfagas malditas deshacen sus ropas. La paz se asienta cuando los dos, luego de raptar sobre un colchón de hojas, alcanzan la condición fetal. Los recibe el enorme placenta del mundo.
En el rostro del duende se esboza una sonrisa, reflejo de extraña beatitud tanta, que parece acusar el orgasmo.
En la puerta del rancho, la madre de Cunumí aparece gris, demudada. Presiente algo aterrador. Grita; en un llamado que arranca de su misma carne. Se aferra al hijo perdido con un largo reclamo que pretende hacerse sólido para poder rescatar lo que ama.
Desde el monte, en ramalazos posesivos, le responde la voluntad del impiedoso.
Y la mujer, los ojos de espanto, alcanza a intuir que en su vientre un nuevo ser comienza a golpear, como si eso tuviera urgencia por salir al sol…

Maidana, Efraín 
En: Cuentista correntinos, vol. Corrientes
Fondo Editorial S.A.D.E., Corrientes, 1981

3 comentarios:

  1. Muy lindo cuento,pero...
    Quien es el duende? Seré yo?

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  2. Respuestas
    1. Debajo del cuento se encuentra el autor, libro, editorial y año de publicación...

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