La fila marcha descubierta. Son los doscientos bravos que restaña a Cambá. Y con ellos camina por la selva.
La piel extrañamente oscura del cacique se destaca entre los suyos, a su frente. Lleva los restos de sus indios de pelea por una ruta que no tendrá retorno. Él no admite el dominio del “dojchí” sobre sus tierras. Él, el más fuerte de los tobas. Él, que ha perdido sus tribus y sus territorios de monte y cielo, frente al Remington y al sable.
Cambá siente que la rabia se la agolpa y desespera. Siente el estertor agónico del poderío de su raza y saja distancias en un gerundio de coraje. Es que tiene ante sus ojos, como si la hubiera contemplado, la lanza de Yaloschi, fusilado poco antes, prisionero de Fotheringham. Esa lanza que ahora está clavada en la plaza inaugural de Roca, con la bandera de la tropa izada en ella. Como galardón de triunfo. Como vértice de empuje. Para escarnio de los suyos y befa de sus glorias que hoy no son.
Él ya no sería, por los tiempos de los tiempos, el aliado de Leoncito y de los otros en su lucha contra los blancos… De esos otros tan dispersos o tan muertos en las selvas y en los ríos. O en su acatamiento sumisivo hacia el “cristiano”. Y una excrecencia oscura se le sube por la vida mostrándole que está de más; que ya la fuerza altiva que le dio poder y nombre se encorseta y cede ante una metamorfosis que no entiende. Entonces marcha por la selva con la mirada roja y con su piel oscura por un camino que no tendrá retorno.
Él no puede ser sumiso. Ni rodarse a un yugo de vileza hipócrita. Un yugo que le sorberá la sangre y le volverá un virtual esclavo. Con los suyos. Con los que no saben del tributo del acatamiento y sí de la existencia nómade bajo los toldos de ramazón y paja por las distancias del Gran Chaco.
Es por eso, también, que no hay sigilo en esta marcha. Su espíritu irredente, su cónclave feroz, anima a todos. Lleva empuñada esa lanza que blande y es un ímpetu impaciente el que le exalta. Es atávico su empuje. Es una protesta plural la que lo esgrime; un plagio de potencia antigua contra el conjuro do todas esas fuerzas invisibles desplomadas sobre las naciones indias. Siente su majestad roída y se apresta y urge para lanzar sus restos a una lid última que ensalzarán los tiempos. En eso cree. En el presente. En el remedo que le hará vivir las glorias viejas llevadas en la sangre. Y en los músculos. Como un tatuaje imperceptible. Capilarizado…
Rápidamente lo descubre Carayá, entonces. Ese cacique sometido que ahora sirve de baqueano. (Él y otros seis de los que son su gente). Los descubre y da el alerta. Pero la tropa sabe ya de aquella guerra y forma un cuadro, aprestándose a una lucha que esperan y presienten. Son treinta hombres. Treinta únicos hombres bajo las órdenes del Capitán Rosendo Fraga y dos tenientes, acampados juntos al frescor de una laguna y en un abra cercada por la espesura de impenetrable bosque. Es un callejón recóndito, sin salida frente a una suerte adversa. Pero nadie piensa en ella y alzan también su acopio de bravura y de experiencia como un emerjo de soberbia. Entonces el bosque se estremece. Un aturdir de gritos de pelea revienta entre los árboles y arden sus hojas los estampidos secos del fusil de chispa, ese que el indio tiene en su comercio con el paraguayo metido entre los toldos. O el renegado blanco, ese que vive sin alma y sin escrúpulos.
Es la selva misma la que vomita ese torrente de ferocidad masiva. Porque esta vez el indio no se parapeta en la maraña sino que acomete a cara descubierta, también a flecha y lanza. Buscando un cuerpo a cuerpo definitorio y rápido. Surge de la espesura y arremete como a la vieja usanza. Desnudos unos, como acostumbran entrar en la pelea (y otros bajo sus ponchos), prietan su impulso y han olvidado que el temor existe. Pero la tropa barda sus posiciones con el fuego de sus carabinas Remington y es una macabra sucesión de muerte la que arroja por delante. El abra se pone roja y es un quejido de la tierra misma el que cruza el aire.
Cambá destaca su figura entre los suyos. Umbilicado con la furia misma, clama y lo exhorta en el avance. Apura el inexperto tiro de sus fusileros y arenga entre improperios cada carga. Desespera en ellas y consigue la peligrosa cercanía donde el número le dará una pauta de victoria. Pero su figura es alta y se destaca. El color distinto de es piel oscura y el denuedo que lo exalta forman un distintivo perfectamente descifrado. Y la tropa lo reconoce. Dirige la quemarropa de sus fuegos y una bala incrusta su boquete rojo. Es una puerta cárdena por donde se escapan los vigores de aquel cuerpo, pero no su espíritu. Él ya lo sabía. Y llama la bravura de los suyos para que sigan con la lucha. Quiere el desborde de aquel puñado de valientes, pero ahora la indiada, viéndole caído, ha perdido su coraje. Desorientada, irresoluta, solo atina a retirar a sus muertos y a intentar la defensa del cuerpo del cacique. Allí, caído frente a la tropa. A pocos pasos de ella. Debilitado por la sangre que se escapa. Borbotando sus espumajos de impotencia. Alzándose soberbio contra la mano alargada de la muerte.
Mas las descargas se sucede y el aliento del herido se va quedando solo. Es un trofeo macabro el de ese cuerpo y enciende la codicia. Entonces Luna, el cabo Luna, rompe la formación y avanza. Cae sobre el cacique cuchillo en mano y una y otra vez lo incrusta en la carne que ya no puede defenderse. Bestialmente. Ansiosamente. Con esa final crueldad que la naturaleza pone en los instintos cuando afloran y hay excusa. Así, cuando su exaltación en guerra vindica la ausencia de sus límites. Y Luna, el cabo Luna, toma ya le cuerpo sin vida y de un solo tajo le cercena la cabeza. Pero eso no le basta. Siente que debe completar el triunfo y ahora toma la lanza del cacique y en ella clava su trofeo, blandiéndola en el aire y goteándose la sangre que aún destila. Es un danzar salvaje el que ejecuta cuando pasea su lauro horroroso por el campo. Entre el clamor alegre de la tropa y el silencio de la indiada que allá, entre los árboles, se dispersa para siempre.
Toda la esencia misma de la raza se estremece. Está vencida ya, se esconde y queja en el olvido de los bosques. También la tempestad que se avecina grita en la luz de una descarga eléctrica la muerte de Cambá, el más altivo y más feroz de los caciques tobas.
Y los tiempos sabrán que esto sucede el siete de diciembre de mil ochocientos ochenta y cuatro. Aquí, en la Línea del Bermejo y en las tierras del Chaco.
Ricardo Ríos Ortiz.
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