Será siempre un acto grato y santo cubrir la desnudez y aliviar el hambre, con el lienzo y con el pan de la limosna; pero el don de nosotros mismos por la inteligencia y por el sentimiento, es el atributo de la caridad por excelencia. Los apóstoles recibieron como misión suprema, la de la enseñanza.
La sociedad moderna ha inventado la Biblioteca Popular, y estamos desde entonces todos llamados a participar en el apostolado sublime. El que da un libro para el uso del pueblo hace el pequeño don de su valor pecuniario, y enciende una antorcha perenne y abre una fuente de recursos y de elevados sentimientos. Dar un libro es casi nada; pero el libro dado, realiza la parábola de la semilla que los vientos arrastraron, que los pájaros del aire no comieron y que, cayendo en tierras extrañas fructificó bajo la bendición de Dios en fértiles cosechas.
El don sin precio puede revestir un valor infinito, porque fue un libro encontrado a la casualidad, el que infundió la perseverancia en el trabajo a Franklin y a Lincoln.
Cuando oigo decir que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él. Leer es mantener siempre vivas y despiertas las nobles facultades del espíritu, dándoles por alimento nuevas emociones, nuevas ideas y nuevos conocimientos.
Leer es asociarse a la existencia de sus semejantes, hacer acto de unión y fraternidad con los hombres. El que lee aunque se halle confinado en una aldea, vive del movimiento universal y puede decir que nada humano le es indiferente.
La naturaleza es pródiga en sorprendentes escenas, es maravillosos espectáculos, que el hombre sedentario no conoce, y que los viajeros contemplan con extática admiración. Los placeres sociales encantan al hombre, pero no siempre vienen a su encuentro ni dependen de su voluntad. Entre tanto, los placeres que proporciona la lectura son de todo tiempo y de cualquier lugar y son los únicos que pueden renovar a su albedrío.
El libro es enseñanza y ejemplo. Es luz y revelación. El joven obscuro puede ascender hasta el renombre imperecedero, conducido con Franklin por la lectura solitaria.
Enseñamos a leer y leamos. El alfabeto que deletrea el niño es el vínculo viviente en la tradición del espíritu humano puesto que le da la clave del libro que lo asocia a la vida universal. Leamos para ser mejores, cultivando los nobles sentimientos, ilustrando la ignorancia y corrigiendo nuestros errores, antes que vayan en perjuicio nuestro y de los otros a convertirse en nuevos hábitos.
Nicolás Avellaneda
Hojas Sueltas, pág. 14-15
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